… DE LA VIDA XXIII

XXIII.

Después de despedirse de Ingrid, Pedro había entrado de lleno en un agujero negro. Sentado en la barra del bar, se vio reflejado en el espejo: su rostro cambiado entre una botella de ron cubano y otra de bourbon. “De vuelta a la realidad”, se dijo mientras uno de los camareros se acercaba hasta su posición para preguntarle qué deseaba tomar. “Una coca-cola”, respondió Pedro, el Pedro abstemio, el Pedro de ayer que no soportaba el alcohol, ni el humo del tabaco, ni las palabrotas que los compañeros de clase utilizaban a la mínima de cambio. “Cagondiós, vaya de puta madre que esta la jodida chocolatina ésta”, suponía la última frase que llegó a escandalizarle. Su fe católica, llevada hasta extremos que rayaban casi con el más puro integrismo sectario, había levantado más y más barrotes cada día, que acabaron por construir una celda unipersonal que no le permitía salir al mundo exterior. Ingrid se encargó de abrir la puerta de esa cárcel; Pedro salió, restregó con saña sus ojos, y recorrió el mundo durante unas horas, pero su carcelera se había ido ya, y el dilema existencial planeaba ahora sobre su cabeza: “¿Vuelvo a la cárcel, o la destruyo definitivamente para ser libre? Pues no, no pienso regresar. Conoceré el exterior, Sí señor”. Apresuró su decisión al percatarse de que sus padres se acercaban peligrosamente a su trinchera. Ya no había marcha atrás. Bebió apresurada y nerviosamente el último trago de su refresco de cola y se dio la vuelta encarándose desafiante a Aurelio. “Vámonos, hijo, que ya va siendo hora de retirarse”, fue todo lo que oyó por boca de su padre. Pedro no era capaz de salir de su asombro. “¿Estás ya bien, hijo? ¡Hala!, despídete de los tíos y de los primos mientras yo voy a recoger la chaqueta del guardarropa”. Increíble, ¿su madre también en tono conciliador? No quedaba más remedio que separar las yemas de los dedos del Colt 45 que había estado a punto de desenfundar.

Durante el camino de vuelta a casa sólo se comentaron detalles sobre la boda, que si vaya buena que estaba la crema de nécoras, que si el novio parecía un poco “pailán”, etc., etc. Ni siquiera al entrar ya en casa, donde el qué dirán pierde toda su razón de ser, hubo el más mínimo comentario sobre el incidente acaecido. En un tris estuvo Pedro de pedir perdón, pero no, no podía debilitar a las primeras de cambio su nueva actitud vital: había comenzado el diario de un rebelde, único e intransferible, aunque, al mismo tiempo, idéntico a todos los demás. Dio un simple “Buenas Noches” antes de encerrarse en su cuarto. Por primera vez su habitación le pareció una habitación extraña, decorada con muy mal gusto – “tanto crucifijo… Pues anda que esos trípticos de San Antonio… ¡Vaya una mierda!” -. Al meterse en la cama se acordó de Ingrid, lo que le hizo sentir unas irrefrenables ganas de masturbarse. Se masturbó muy despacio, en una auténtica ceremonia de iniciación, recorriendo lentamente con su pensamiento cada uno de los rincones del cuerpo de la muchacha morena que acababa de desvirgarle aquella misma noche, haciendo paradas especiales en los grandes y duros pezones que resaltaban como dos balas entre la masa de sus enormes tetas, y, sobre manera, en el depilado coño, en los labios vaginales y en el clítoris, apéndice que recordaba con la grata compañía de un fino dedo anular que se movía bruscamente de arriba a abajo sobre él. No pudo más; se corrió; manchó las sábanas… pero nada de eso le importó. Se sentía muy relajado, como nunca anteriormente lo había estado. Antes de entrar de lleno en el estado alfa del sueño, decidió que al día siguiente escribiría una carta a su nueva amiga, a su único y displicente amor.