… DE LA VIDA… X

X.

    Pedro salió del lavabo ayudado por su tía abuela Juliana, en la cual se apoyaba como buenamente podía. Casi no podía ni subir las escaleras de acceso a la pista de baile. Juliana lo dejó sentado en un sillón, y se dirigió a avisar a su sobrina Angustias, la madre de Pedro. Pedro aún no se enteraba de casi nada, pero estaba resucitando poco a poco, a la vez que iba encajando cada pieza, cada acción encadenada que había conducido su mente a semejante estado. La gente pasaba por delante de él como seres de otra dimensión, aunque algunos buenos samaritanos se paraban para interesarse por su estado. Pedro sólo atinó a soltar un buen eructo cuando su madre llegó y le preguntó cómo se encontraba.

      – ¡Dios mío, qué disgusto más grande! ¿Cómo has llegado a ese estado? – Angustias estaba realmente impresionada por ver a su hijo, a su buen retoño, al obediente de Pedrito, en esas etílicas circunstancias y, para más inri, delante de toda la familia. “¿Qué pensarán?”, constituía la principal preocupación de Angustias y, más que cuidar de su hijo, lo que hacía era esconderlo, que nadie viese a Pedro con una curda semejante; sobre todo Aurelio, su marido y, al fin y a la postre, padre de Pedro.

     Angustias pidió un café con sal para ver si así reanimaba a aquel ser casi inerte que no podía articular ni una sola palabra, aquél que había destrozado sus entrañas al nacer, aquél que la había hecho engordar quince kilos durante el embarazo, y que había provocado la pérdida de todo su encanto físico como pura y simple hembra de buen ver; pero también aquél al que más quería, aquél por el que sería capaz de matar al propio rey sin pensar siquiera en las consecuencias.

      Pedro iba, poco a poco, recobrando la consciencia, iba recuperando el color en sus mejillas y, por fin, pudo hablar de forma inteligible dirigiéndose a su progenitora:

      – Mamá, ¿has visto a Ingrid? ¿Sabes dónde está?

      – ¿Quién?

      – Ingrid; una chica morena con unos vaqueros negros ajustados.

    – Así que es ésa. Así que ésa te emborrachó y te dejó en este estado; y encima ahora me preguntas por ella… quieres estar con ella. ¡Es increíble!

     Angustias se había fijado en el sucedáneo de  baile que su hijo se había marcado con aquella chica, la cual, por cierto, le había dado muy mala espina.

    – ¡Mamá?

    – Dime, hijo. Dime.

    – ¡Vete a tomar por culo!

    Y se levantó, sintiéndose otra vez persona, para buscar a Ingrid por toda la fiesta. Con un gesto de desesperación, Pedro comenzaba a darse cuenta de que ella ya no pululaba por el salón de baile. De reojo, tampoco cesaba de controlar que su padre lo perseguía con cara de pocos amigos, mientras su madre lloraba desconsolada sentada en el sillón en el que anteriormente él había estado reposando su embriaguez.

    Decidió echar a correr en dirección a la puerta de salida, y eso hizo, y sin parar hasta encontrar un rincón lo suficientemente escondido como para que no lo encontrasen, pero no demasiado apartado de la puerta de acceso al salón donde se seguía celebrando el baile. Ingrid tendría que regresar en cualquier momento, no podía ser que se hubiese ido ya, que no se hubiese ni despedido de él. No se podía ser tan hijaputa.

    Se apoyó en una columna, estiró las piernas y, por un instante, se sintió a gusto, cómodo consigo mismo. Ya casi había despejado la borrachera. De repente, siente una mano que toca por detrás su hombro derecho. Pedro se gira, y ve a Ingrid acompañada de un chico alto, guapo y de aspecto moderno, a su espalda. La sensación de amargura, de celos, de impotencia, que embarga a Pedro en ese momento es indescriptible. El castillo se construye y se derrumba antes de que una princesa azul pueda habitarlo.

    Ingrid, dándose perfecta cuenta de la cara que se le había quedado al infeliz de Pedro, se apresuró a decir: “Pedro, éste es mi hermano Erik.”

      Se ve que a los padres de Ingrid les había dado por los nombres escandinavos. “Allá cada uno”, pensó Pedro.

    – Venimos de meternos unos tiros de coca. Erik pilló casi dos gramos. Por cierto, ¿cómo te encuentras? Antes parecías un poco jodido… con un buen moco, vamos.

     – Ahora ya estoy mejor. Acabo de escaparme de mis padres. Creo que voy a tener una buena bronca cuando todo esto acabe.

    – Oye, hermanita, yo me piro que he dejado sola a Paula, y hoy hay mucho buitre suelto – Interrumpió Erik.

    Pedro pensó casi instintivamente en su primo Jose, y en que se podía montar una buena si Paula resultaba ser la rubia con la que su primo estaba intentando ligar. Pero todo eso le dio exactamente igual, ante sí tenía a su recientemente adquirida musa, y no podía haber nada más importante en toda la Vía Láctea.

    – Joder, una bronca – Prosiguió Ingrid – ¿Qué es, que se enteraron del rollo, de lo que ha pasado?

    – No, no, qué va. Tan sólo he contestado mal a mi madre por primera vez en toda mi vida, y ¿sabes?, lo más gracioso es que me siento mejor que nunca… … ¿Te haces otro porro? Es que el de antes no me supo a nada.

    – Vale, creo que aún me queda alguna china por la cartera.

… DE LA VIDA IX…

IX.

    – Ingrid fue mi primer amor. Bueno, no sé si amor es la palabra correcta en este caso, aunque, por lo que a mí respecta, sí que creo que sentía amor… Ella me daba mil vueltas, había vivido mucho más que yo; sabía más de la vida, del mundo real, que toda mi familia junta. Yo era un auténtico vegetal: dieciséis años, y ni siquiera me había hecho una simple paja. Es alucinante visto desde la distancia… ¡Vaya un capullo que estaba hecho!

      Fernando escuchaba atentamente sin alcanzar aún a comprender de qué iba todo aquel rollo. Probablemente sería algún problema sentimental, y lo había escogido a él para desahogarse; o quizás el destino le había hecho aparecer en escena en el momento más oportuno. Fernando notaba como nacía dentro de él una agradable sensación de felicidad que le producía pinchazos de placer que se expandían, en cortos intervalos, por todo su ser.

     Pedro interrumpió por un instante su relato para prender un cigarrillo y poner en su recientemente adquirido reproductor de cedés el Blue Bell Knoll de los Cocteau Twins. Uno, dos, tres toques al botón FW, Carolyn’s Fingers, guitarra, dos caladas más, veintidós segundos, y la voz mágica de Elizabeth Fraser de fondo servirá para seguir conversando.

      – ¿Quieres uno?

     – No, gracias, no fumo. Ya sabes que soy de los que más protesta porque fuméis dentro del aula entre clase y clase.

       – Pues aquí vas a tener que joderte. Si tienes interés en escuchar lo que tengo que contarte vas a tener que tragar bastante humo.

       – Hombre, si es por una noble causa, no me importa.

       – Joder, vaya un caballero que estás hecho. Bueno, ¿por dónde iba? ¡Ah!, sí… La conocí en una boda, la de mi prima Natalia, y pasó como un auténtico torbellino por mi vida. Esa noche tuve más experiencias, más sensaciones que en dieciséis años de anodina existencia. Probé las drogas por vez primera: algo de coca y también porros. Bebí más de la cuenta, cuando nunca antes lo había hecho… Tuve mi primera relación sexual (con Ingrid, por supuesto), aunque aquello resultó un puto desastre. Claro, si no me masturbaba, no podía controlar el tema de la eyaculación y tal. Ya sabes, ¿no?… Y me corrí al tercer o cuarto movimiento. Encima, ella después no me hizo ni puto caso. Vamos, que inicialmente pasó de mí como de la mierda, aunque tampoco se rió de mí y todo eso; sencillamente me probó y se fue, eso sí, una vez que se había autosatisfecho digitalmente – con el dedo, quiero decir -, mientras yo me estaba hundiendo en mi propia desolación; borracho, drogado y follado por primera vez… Joder, tres en uno, y ninguno me había producido placer…

      Otro instante de silencio, esta vez más largo que el anterior. Pedro fumaba y miraba al infinito, como repasando todo paso por paso, sintiendo en su corazón las puñaladas que provoca el fracaso visto desde la lejanía en el tiempo. Fernando seguía atento, pero sin atreverse a romper el sagrado silencio que reinaba en la habitación. Volvió a centrarse en la foto que Pedro le había enviado por vía aérea.

     – Esa foto nos la hicieron ese día, en la boda. Está tomada como un par de horas después de lo que te acabo de contar. Mira yo que cara de imbécil tengo. Sin embargo, Ingrid está radiante. Bueno, se le nota un poco el pedo que llevaba. Yo también iba fino, pero para entonces ya había echado la pota un par de veces.

… DE LA VIDA… VIII

VIII.

   –  ¡Qué si tienes condones! Pareces gilipollas, colega.

  –  ¡Eh? ¿Qué? ¿Que si tengo condones? Pues no, no tengo. Pero una vez, Jaime Prado llevó uno a clase de Geografía y, además, ¡lo hinchó!… Aunque yo no me atreví ni a tocarlo. ¡Jodeeer!

     Pedro comenzaba a notar como se exteriorizaban los efectos del tequila, combinados sutilmente con los de la raya de coca que acababa de ponerse. Se había sorprendido a sí mismo diciendo un taco, ¡un puto taco!, hablando como cualquier otro chico de su clase. Se puso serio, pero la seriedad duró justo lo que tardó en mirar a Ingrid a los ojos.

      – ¡Ah, pues yo sin condón no follo, tío! Están las cosas como para andar dejando que se la metan a una sin la dichosa gomita, que paso de quedarme preñada, que luego a ver quién cojones me paga el aborto, que son treinta mil pelas. ¡Ya te digo!

      Pedro alucinaba; no podía salir de su asombro. ¿De dónde habría salido aquella chica? En una ocasión se había dado un beso con María José en el cine, a oscuras; un beso furtivo, robado, un beso que ella le pudo sisar aprovechando el momento de distracción que Pedro estaba viviendo gracias a la película de chinos karatecas que llenaba la pantalla. De eso hacía ya casi tres años, y todo lo que Pedro fue capaz de decir en aquellas circunstancias se limitó a un previsible “pero, ¿qué estás haciendo?”.

      Ahora se encontraba inmerso en una gran encrucijada. Había que actuar con suma rapidez y, en especial, con determinante efectividad.

      “Espérame aquí, que voy a conseguir uno”, proclamó firmemente antes de salir a toda prisa del baño. Se sentía como Lancelot en busca del Santo Grial. Los Caballeros de la Mesa Redonda volverían a reunirse. Camelot volvería a ser un lugar feliz. Arturo reinaría, al fin, pero con una corona de látex en su cogote.

      Pensó en su primo Jose: “Ese seguro que tiene condones; siempre anda por ahí con chicas”. Lo buscó con la mirada, recorriendo uno por uno cada grupo de invitados, hasta que lo divisó, ¡cómo no!, en la barra del bar, apoyado sobre la misma en una postura que delataba su patética chulería y, por supuesto, hablando con una chica, intentando ligársela. Pedro se acercó apresuradamente hasta aquella posición, sin molestarse siquiera en devolver los saludos que algunos de sus familiares le enviaban.

       – Oye, Jose, ¿puedes hacerme un favor?

     – Hombre, primo… (Este es mi primo Pedro, el beato – dijo, dirigiéndose a la chica que lo acompañaba.) Claro que sí. ¿De qué se trata?

       – Es…Es q-que no lo puedo decir así… en público – Le contestó Pedro hablándole en un tono muy bajo.

       – Pues dímelo al oído, entonces.

      -¿Tendrás un condón? – Preguntó acercando su boca a la oreja izquierda de su sorprendido primo mayor.

      -¡¿Que?! Repíteme eso.

      – Un preservativo, es que lo necesito urgentemente.

      Jose se separó de la barra del bar alejándose lo suficiente de la chica rubia que estaba a su lado, no sin antes advertirla convenientemente: “Espera un poco, tía, que ahora mismo vengo”. Y fuera del salón donde se celebraba el baile nupcial, entregó a Pedro su particular grial; y no sólo uno, sino dos, y ofreciéndole, sin recargo adicional, una serie de consejos de primo mayor y vividor; consejos que Pedro ni escuchó, aunque no dejase de asentir con la cabeza para no hacerle un feo a su buen primo, a su salvador.

     Regresó al baño, donde Ingrid aún esperaba tarareando inconscientemente «Stand and Deliver», esa canción de Adam and the Ants que Pedro ni siquiera conocía aún.

      – Joder, colega, ya me iba a pirar. ¿Cómo has tardado tanto? Me aburría y me hice este porro. ¿Quieres? ¿Lo has conseguido?

      – Sí – Contestó Pedro, respondiendo a las dos cuestiones planteadas previamente, antes de coger el canuto y pegarle una torpe calada plena de tos sin tragar el humo; ni tan siquiera había fumado un cigarrillo con anterioridad.

      – Pues, cojonudo. Estaba ya pensando en hacerme una paja. Voy super-caliente.

      El acto en sí no duró más de medio minuto. Pedro no se encontraba del todo bien: el alcohol, las drogas… todo ello formaba parte del rito iniciático. Todo, para sentirse luego como un idiota por haberse corrido tan pronto; y más todavía cuando, a continuación, observó como Ingrid se frotaba con avidez el clítoris, lo que le llevó un buen rato antes de finalizar entre gemidos y resoplidos varios.

      Pedro dejó resbalar su espalda por el azulejado de la pared del baño hasta quedar sentado en el suelo. Acopló luego su cabeza entre las piernas, y se echó a llorar.

      – Venga, tío, que no es para tanto… Ya aprenderás… supongo.

      Ingrid ya había finalizado su proceso masturbatorio, y se subía ahora los tejanos negros frente al espejo.

      – Es la primera vez que lo hago – Surgió, de forma entrecortada, de las entrañas del pobre Pedro.

      – No, si no hace falta que lo jures.

      Ingrid abrió la puerta y salió del retrete. Pedro levantó la vista, la vio alejarse, y luego se encontró con la atenta mirada de su tía abuela Juliana, que le enviaba una indefinible sonrisa desde el centro del otro espejo. Con el mareo recorriendo el interior de su cabeza y bajando, sin remisión, hacia su estómago, no le quedó más remedio que incorporarse para hundirse en la taza del inodoro a vomitarlo todo.

… DE LA VIDA… VII

VII.

      Noche de Reyes de 1979. Un niño de unos siete años no puede conciliar el sueño: “¡Qué nervios!, ¿me traerán el Camión de ‘Rico’?, ¿y el ‘Turbocopter’ para mi ‘Geyperman’?… Tengo sed, voy a beber agua”.

      Al salir al pasillo, oye unos extraños ruidos; alguien se está quejando, gritando de puro dolor, ¡le están haciendo daño! Siguiendo la estela que su oído le marca, se va acercando cada vez más a la habitación de sus padres. Pedro es hijo único, un niño mimado, aunque demasiado inocente y bueno para ser real. Está asustado, plantado frente a la puerta entreabierta del dormitorio de sus progenitores. Le echa valor, al fin, y se asoma un poquito. Mirando de reojo, ve a su padre desnudo encima de su madre, moviéndose, sudando, gimiendo. Pedro retira la cabeza y se apoya contra la pared paralizado por el susto. “Papá es muy malo”, piensa. Se esconde, a continuación, porque oye como uno de los dos se levanta y comienza a caminar en dirección a la puerta; observa como su padre, todavía desnudo, sale del dormitorio y se dirige hacia la cocina, y luego puede oír desde el escondite de su oscuridad como tira algo al cubo de la basura antes de servirse un vaso de agua del grifo. Una vez que su padre ha abandonado la cocina para regresar presto al dormitorio, Pedro entra sin hacer ruido en la cocina y husmea, acto seguido, entre los desperdicios que pueblan la bolsa de basura, lo que su padre ha podido tirar allí hace tan sólo unos instantes. Entre todo el material de desecho, destaca un trozo de plástico fino, como si fuera un globo desinflado, de un tono marrón muy tenue. Lo recoge del cubo y lo analiza con detenimiento: “¡Qué asco!, ¿qué será este líquido blanco que hay dentro?”, piensa en alto sin alzar demasiado su voz mientras con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda manipula la punta del preservativo.