… DE LA VIDA LVII…

LVII.

La música a todo trapo hace que hasta las paredes se tambaleen. Pedro y Javi están escuchando un disco de los Dead Kennedys – ‘Fresh Fruit For Rotting Vegetables’ (fruta fresca para vegetales podridos) -. Fuman un porro antes de salir por ahí de marcha mientras disfrutan de la voz de Jello Biafra y charlan distendidamente. Es un sábado cualquiera… como otros, pero la madre de Ingrid está muy preocupada porque su querida hija salió el día anterior, viernes, a tomarse unas copas y todavía no sabe nada de ella.

-… ‘Quiero a tu hermana en silencio’

– ¿Qué dices?

– ¡Eh? No, nada, nada. Sólo repetía mecánicamente una frase: ‘quiero a tu hermana en silencio’.

– No jodas… ¿a Andrea?

– Justo, lo que yo decía. A ver cómo cojones te lo explico… O sea, tú acabas de entender que yo estoy colado por tu hermana Andrea.

– Sí, tú lo acabas de decir… yo no me estoy inventando nada.

– Esa frase – ‘quiero a tu hermana en silencio’ – tuve que representarla ayer en clase, en el encerado, delante de todo el mundo. Se trata de una asignatura – Sintaxis Transformacional … todo ese rollo que te conté de Chomsky, ¿lo recuerdas?

– Sí, he de reconocer que era un puto rollo macabeo. No entendí un pijo.

– Pero si es muy fácil, Javi.

– No se te estará pasando por la cabeza volver a contarme todo aquel lío del ‘antecesor común’, de…

– Ya verás cómo hoy lo entiendes, tío.

– Joder, que mal rollo que me está dando. Entre el peta y tú vais a acabar con mis pobres neuronas.

– Tú escúchame atentamente y luego opinas, ¿vale?

– Joder, si no me queda más remedio…

– Es una idea de lo más revolucionaria. Tú imagínate, tío, un ‘pavo’ con veintitrés años recién cumplidos que publica su primera gramática, ¡la hostia…! Pero no una gramática al uso en la que sólo se ven estructuras y más estructuras de distintos tipos de oraciones, sino una que basa todo su razonamiento en lo que él denomina como Gramática Universal, común a toda la raza humana. Todas las lenguas se derivan de un único antecesor común. El dice que la capacidad del lenguaje es innata al ser humano…es una idea muy igualitaria, muy comunista en el amplio sentido de la palabra, ¿no crees?

– Yo no creo nada… nada de nada. Todo eso no son más que chorradas.

– No, no son chorradas. Si leyeses algo de lo que Chomsky escribe alucinarías, pero alucinarías de verdad. No es solamente un siniestro lingüista, también investiga a un niveeel… digamos que sociopolítico. A pesar de ser estadounidense, critica con extrema dureza la política exterior de su país, a la CIA, al FBI… Espera un segundo – Pedro se levanta del suelo, sobre el que estaba sentado casi como un yogui, y se acerca a su pequeña biblioteca, compuesta por una sola estantería, aunque, eso sí, rebosante de volúmenes. Coge uno con su mano derecha y regresa a su sitio para sentarse sobre el frío parqué y leer un párrafo a su amigo Javi -. Escucha esto: ‘Como Estados Unidos continuaba con lo que los nazis habían dejado a medias, tenía mucho sentido usar especialistas en actividades contra la resistencia. Más tarde, cuando se hizo difícil o imposible proteger en Europa a esta gente útil, muchos de ellos (incluso Barbie – se refiere a Klaus Barbie, uno que había sido jefe de la Gestapo en Lyon, el Carnicero de Lyon…)

– Sí, ese sí que me suena. Hace poco que salía en la tele por una condena o algo así.

– Sí… algo así. Pues resulta que al tal Barbie, el Ejército de los Estados Unidos le había encargado espiar a los franceses. Para que veas cómo funcionan las cosas en las cloacas del poder… Por dónde iba… ah, sí. ‘…(incluso Barbie) fueron llevados en secreto a Estados Unidos – ves, lo que yo te estaba diciendo – o a Latinoamérica, a menudo con la ayuda del Vaticano y de curas fascistas.’ Ese es Noam Chomsky.

– Bueno… ¿y qué?

– ¡Bueno y qué! ¡Bueno y qué! ¿Eso es todo lo que se te ocurre?

– Tío, que yo paso de politiqueos. No son más que putos rollos que interesan sólo a los que manejan el poder. A mí ni me van ni me vienen.

– Eso es, configuremos un perfecto rebaño para que todos esos hijos de puta sigan manejando todos y cada uno de nuestros hilos.

– Es mucho más complejo, Pedro… Muchísimo más complejo de lo que tú te puedas llegar nunca a imaginar.

– ¿El qué?

– La vida, tío. La puta vida.

– Tampoco hay porque ponerse trascendentes… no es para tanto… … … … … Si te das cuenta, toda esta conversación deriva de ‘quiero a tu hermana en silencio’. Tan sólo es una oración ambigua, sin más.

– ¿En qué sentido ‘ambigua’?

– Puede tener dos significados: quiero que tu hermana se calle, que esté en silencio, o el que tú habías entendido antes.

– Pues yo sólo veo uno, ese, el que yo había entendido: que te mola mi hermana pero que no se lo dices a nadie.

– A ver, imagínate que ahora Andrea está aquí con nosotros, y que no deja de dar voces y me está molestando un huevo (es algo figurado, eh. No vayas a pensar que tengo algo contra tu hermana) y yo, en vez de dirigirme directamente a ella, te digo a ti en un tono enfadado: ‘¡quiero a tu hermana en silencio!’.

– Pues vaya una cursilada de frase. Conociéndote, seguro que me dirías: ‘¡qué se calle tu jodida hermana de una puta vez, hostia!’

– También es verdad. Por eso no supe responder a la profesora cuando me preguntó allí, frente a toda la clase, por la ambigüedad de esa frase. Por eso la estaba repitiendo de forma mecánica… Yo tampoco era capaz de sacar esa interpretación… me parece, no sé, como muy eufemística aplicada a esa situación.

– Sí.

– Oye, Javi, ¿te encuentras bien? No sé, te veo raro… tienes hasta mala cara.

– No estoy del todo bien. Ultimamente estoy durmiendo fatal, tío.

– ¿Y eso?

– Tengo sueños chungos, pero la hostia de chungos. Puedo estar soñando con una tía, con que juego un partido, con cualquier cosa, y, de repente mi abuelo se introduce en mi sueño y lo jode todo.

– ¡Hostias, como el Freddy Kruger!

– Hombre, no a ese nivel, pero sí que me fastidia.

– Desde luego, sí que es chungo, sí…

– A mí me tiene acojonao… ¿Qué hostias podrá significar…?

– No tengo ni puta idea; no soy Freud. Pero no te preocupes, tío, que ya se irá de tus sueños.

– Espero que sí, porque no creo que lo resista por mucho tiempo… Me da miedo, mucho miedo…

– Tu abuelo murió, ¿no?

– Supongo que sí, porque en mi vida lo he visto.

– Entonces, ¿cómo sabes que es él?

– Por una foto. De mi abuelo, el padre de mi padre, sólo tenemos una foto: está de pie, vestido de miliciano, fumando apoyado en unos sacos que componen una barricada; debe estar tomada en Madrid. Y es esa cara, no tengo la menor duda.

– También yo sólo conozco a mi abuela Dolores a través de fotografías… Me hubiese gustado poder conocerla en persona, aunque sería muy distinto: ahora sería una viejecita refunfuñona, y no esa guapa mujer de aquella fotografía. A lo mejor ella se introduce en mis sueños, como tu abuelo… la diferencia está en que yo nunca recuerdo ni un puto sueño, ¡ni uno!

– Ya me podía pasar eso a mí, joder… ¡Si yo nunca me he interesado por él…! Fue un cabrón de mierda. Le hizo un hijo a mi abuela – mi padre – y desapareció… y digo que fue un cabrón, pero yo no sé si eso es verdad o no. No sé de dónde era, sólo sé que no era de Madrid… pero sí que estaba allí cuando la guerra, resistiendo como uno más… puede que le hubiese ocurrido algo, pero ya es coincidencia que justo el día en que mi abuela Juana le contó que estaba embarazada de él, el tío va y desaparece misteriosamente; se esfuma… Demasiada coincidencia me parece a mí. Creo que se llamaba (o llama, porque igual está vivo aún) Manuel. Tampoco estoy muy seguro… mi padre nunca quiere hablar del tema, y mi abuela murió cuando mi padre tenía ocho años, así que…

– A mi abuela Dolores le ocurrió exactamente lo mismo. Eso si que es una coincidencia… La abandonaron a su suerte con un hijo en su vientre – mi tío Carlos, el que está en Buenos Aires.

– Sí, lo recuerdo… recuerdo toda la historia de tu abuela. Me la contaste el año pasado, un día que había tormenta y que nos quedamos aquí bebiendo y fumando porros.

– Sí, es verdad.

La música ya no suena. Jello Biafra se calló hace ya un cuarto de hora, y el silencio total se hace harto necesario para que cada uno estrangule los recuerdos no vividos, pero que al fin y al cabo pertenecen a su familia, a lo más hondo de cada una de sus conciencias. Pedro enciende un cigarrillo y se atreve luego a romper el muro de silencio que divide su habitación en dos.

– Oye, Javi; si no te apetece salir, aviso a Carlos y nos quedamos aquí.

– No, hombre, tampoco me siento tan mal como para quedarme en casita un sábado, como un gilipollas.

– Cómo quieras.

– ¿Con quién has quedado?

– Bueno, aparte de con Carlos, con Silvia y Marta, las de mi clase.

– Mola, tío. Silvia esta buenísima… y es una tía supermaja. ¿A ti te mola?

– Sí, claro. Pero no es más que una amiga de clase. No quiero yo rollos chungos con ninguna tía de clase, ni de la Facultad, que luego tendría que verla a diario.

– Joder, a buenas horas vienes tú con prejuicios. Yo, cualquier día de estos le entro a saco, tío.

– Bueno; ése es tu problema.

– ¿Qué es, que te parece mal?

– ¡Pero tú eres gilipollas o qué!

– Joder, tío, no tienes porque ponerte así.

– ¡Así cómo?

– Como un puto basilisco.

– Pero si tú no sabes ni lo que es un basilisco, joder.

– ¿Un obispo o algo así?

– ¡Un obispo! ¡ja, ja, ja, ja, jaaaa…!

– Joder, yo lo decía porque me suena así como a basílica… a obelisco, ¿no?. A ver, listo de los cojones, qué coño es entonces un puto basilisco.

– Es un bicho, tío, un reptil pequeñajo parecido a una iguana.

– ¡Dios mío; estoy frente a un diccionario con patas…! ¡Adoremos al sumo gurú de la infinita sabiduría!

– Venga, déjate de gilipolleces y hazte otro peta.

– Sus deseos son órdenes, ¡oh, pontífice del basilisco…! ¿Te cuento un chiste?

– Vale. Pero, mientras, te vas haciendo el peta.

– Pásame el papel… Un sargento de la Guardia Civil, todo uniformado y tal, entra en una farmacia y grita: ‘¡VICKS VAPORUB!’, y el farmaceútico va y reacciona como un sputnik y contesta: ‘¡VICKSVA!’.

… DE LA VIDA XXXII…

XXXII.

Viernes, diez de la noche. En la estación de autobuses de Oviedo hay un intenso movimiento: unos que van, otros que vienen, y muchos que esperan. Entre estos últimos se encuentra Pedro. Está nervioso, ciertamente inquieto, no para de fumar, y cada quince o veinte segundos mira de nuevo su reloj. ¡Qué despacio corre el segundero! Se acerca decidido a la ventanilla de información, donde una empleada se lima las uñas con un aire de asumido desdén.

– Buenas. ¿Sabes si el “Alsa” que viene de Madrid lleva retraso?

– Pues no, no lo sé. De Madrid vienen cuatro, creo, pero no tengo ninguna noticia de que lleven retraso.

– Ya. Es que yo, por la hora de salida en Madrid, calculaba que llegaría aquí sobre las diez, y ya son y cinco.

– ¡Qué va! Nunca llegan antes de y media. Quédate tranquilo, que aún tienes que esperar un rato.

– Ah, vale. Muchas gracias.

– No hay de qué.

– Por cierto, ¿en qué andén suelen ponerse?

– Entre el ocho y el doce. Ya te dije que son cuatro los autocares que vienen de Madrid.

– Muy bien. Hasta luego, entonces.

– Adiós… Adiós, chaval.

Casi media hora aún… Aunque al final resultó ser una hora y diez minutos de interminable espera. Primero arribó el de “Clase Supra” – por descontado, Ingrid no viajaba en éste – y luego, en intervalos de entre siete y diez minutos, los tres restantes, del último de los cuales se apeó, con su indomable aire de autosuficiencia y su mirada perdida y triste, Ingrid. Pedro la observó con detenimiento, sin perder ni un sólo detalle de cada uno de los movimientos que la encaminaban hacia el maletero. Ella, ni tan siquiera se había dignado a buscar con su mirada la respuesta del que, se supone, había ido a buscarla. Pedro esperó hasta que Ingrid pudo rescatar su bolsa de viaje de entre una auténtica maraña formada por todo tipo de maletas, mochilas y paquetes. Entonces se acercó a ella y llamó su atención tocando por detrás su hombro con un leve movimiento de su mano derecha.

– ¡Hola, Ingrid!

– ¡Hombre, Pedro! No sabía con certeza si ibas a venir a la estación, aunque me imaginé que no lo harías. Podía haber cogido un taxi, que tengo tu dirección.

– Vaya. No sé porqué tienes que imaginarte algo así. Ya sabes que yo cuando quiero soy un caballero. Además, vivo aquí al lado; hubieras hecho el gilipollas montando en un taxi.

– Mira, todo un detalle por tu parte, sin duda.

– Joder, no creo que tengas que ponerte irónica conmigo. Empezamos bien.

– Perdona, tío. Es que a mi estos viajes, rodeada de gente estúpida, me sacan de quicio. ¿Por dónde está la salida?

La ironía, el punto fuerte de Ingrid, su siempre ácida y mordaz ironía. Pedro carecía de tal virtud pragmática, pero fue conocer a Ingrid, y comenzar su aprendizaje para llegar a ser irónico, que no cínico, detalle que, tal y como pensaba Pedro, podía diferenciar sus personalidades. Ella sí que es cínica, al menos sabe serlo en el contexto adecuado (por ejemplo, ante machos humanos prepotentes, con exceso de testosterona). Sin embargo, no solía emplear ese recurso con Pedro, su confidente, su amigo, su – sin él comerlo ni beberlo – apoyo en el arduo camino de la venganza.

– ¿Por qué no has contestado a mis últimas cartas?

– Pues no lo sé… No tenía ni las ganas ni la inspiración suficiente como para coger papel y boli, y… ¡Qué cojones! Ya sabes que si no tengo nada que contar no escribo ni a dios. No encuentro otra explicación.

– Ya. Por eso me sorprendió que te decidieras a venir así, de repente. Con la cantidad de veces que te he invitado a venir, y tú…

– Me apetecía venir ahora y punto. No conocía Asturias… bueno, sólo por referencias, la conocía por antiguas referencias… ¿Te vale?

– Sí, me vale. Y si no… vale también. Ya verás lo “guapu que ye esto”.

– Joder, ¿y eso? Vaya cambio de acento. Creo que me molaba más el cantarín gallego de antes.

– ¡Joder! ¿Tú crees que ya me ha cambiado el acento? De todas formas, estaba utilizándolo intencionadamente para que fueras aclimatándote a la tierra.

– Bueno, no sé. Supongo que no, pero como hace tanto que no nos vemos…

– ¡Tanto? Sólo ocho meses, en Madrid, ¿lo recuerdas?

– Sí, sí que lo recuerdo, imbécil. ¿Y te parece poco? Yo ya tenía muchas ganas de verte.

– Ya, claro. Y además no conocías Asturias, sólo por referencias, ¿no?

– Venga, va. No te pases. Mejor enterramos el hacha de guerra. Ven, necesito que me des un abrazo muy fuerte, grandullón.

Después de todo lo que había sufrido por su culpa, Pedro estaba decidido a no caer, al menos sentimentalmente, en las afiladas garras de su antaño musa inspiradora. “Bueno, ya que ha venido y tenemos que dormir juntos… ¡Qué le vamos a hacer! Todo está controlado. Puedo follar con ella sin quedar atrapado en su pegajosa tela de araña. ¡Me has oído, corazón! ¡Estás avisado! No me vayas a traicionar ahora”. Fue suficiente con que transcurriese una hora, una mísera hora, para que la traición surtiera efecto. En el apogeo de tan cálido abrazo, el corazón – “Tú también, Bruto” – cabalgaba sin remisión hacia un horizonte en el que sólo se divisaba la silueta de una estupenda mujer.

Esa misma noche no follaron, sino que hicieron el amor durante varias horas y en las posturas más variopintas. El cenicero rebosaba de ceniza, de colillas tanto de cigarrillos rubios como de algún que otro porro, y la botella de “Passport”, desangrada, disfrutaba de sus últimos momentos de existencia antes de ser depositada, al día siguiente, en un contenedor de vidrio para reciclar.

Ya estaba a punto de amanecer. El negro de la profunda noche iba dando paso paulatinamente al tono azulado que precede cada día a la salida del sol. Pedro apagó la luz del flexo, y se sentó en la cama apoyando su espalda contra el frío cabecero de madera que la presidía. Ingrid comenzaba a dejarse vencer por el sueño. Pedro no podía dormir – tanta combinación de droga alcohol y sexo causaban un efecto revitalizador en todo su ser. Abrió el cajón de su mesilla de noche, y sacó sus walkman. Sin preocuparse de comprobar qué cinta habría allí puesta; pulsó la tecla de play para que hasta sus oídos llegase la pérfida voz de Lydia Lunch.

“Joder, justo lo que necesitaba yo ahora para meditar, unos bongos atómicos… Esta ya está casi sopa, y yo no sé qué hacer… Ya sé, voy a fumarme otro peta para ver si así me entra el sueño de una puta vez. ¿Qué estará pensando? Seguro que está alucinando con mi gran mejoría en el terreno sexual. Joder, es que aquella vez… No, si esa mini-sonrisa feliz la delata. ¡Estoy hecho un maquinón de la hostia! Y éstos, joder, se han portado de putísima madre. Vaya un detalle el desaparecer y dejarme toda la casa para mi solo. No, si cuando quieren pueden ser hasta majos. ¿Qué cojones estoy haciendo? Me acabo de sorprender a mi mismo acariciándole el pelo. La hostia. Creí que ya estaba superado, pero puede que no… Y encima este puto porro no tira. Lo apago y ya lo aprovecharemos mañana. ¡Madre mía! ¡Angustias de mi vida! Los apuntes de Crítica allí olvidados. No quiero ni pensarlo…”. Y, por no hacerlo, se unió a su aliada, que ya roncaba profundamente, en el viaje hacia el mundo subconsciente del sueño, con la inestimable colaboración de la “Reina de Siam”, cuya voz se confundía ya con los frutos de la imaginación que, por momentos, se tornaban monstruos alucinantes.

El primer halo de luz que entró por la rendija que quedaba entre la contraventana y el cristal, fue a parar directamente sobre el rostro de la abuela Dolores, que parecía presidir, con su condescendiente gesto de serenidad, toda la estancia.

… DE LA VIDA… XXXI

XXXI.

Esteee, ¿y no tenés ninguna foto de mamá para que pueda shevarme sho una?

– Alguna habrá por ahí, pero eso mejor se lo preguntas a tu sobrino, que es el que lleva el archivo fotográfico de la familia. No veas la perra que le ha dado con las dichosas fotos.

– Muy bien, de acuerdo. Entonses esperaré a que regrese del colegio. Me parese recordar que mamá tenía una frente a la Cooperativa de Tabacos, ¿no es sieeerto?

El tío Carlos llevaba dos días en casa de su hermana. La relación entre ellos, que en principio se suponía iba a ser tensa y tirante, se había mostrado mútuamente agradable, incluso hasta se podría decir que familiar. Angustias pensaba que con la edad su hermano se habría transformado en una persona, si no responsable, al menos coherente y con un mínimo de educación, que sabría estar sin la necesidad de alimentar odios pasados y antiguos reproches no del todo solucionados. Daba igual, sangre de la misma sangre – al menos en lo que a la parte materna corresponde – tiene que acabar por entenderse.

El padre de Carlos – cuyo nombre Dolores nunca quiso pronunciar – abandonó a Dolores a su puñetera suerte, con un recado en sus entrañas, que unos meses después cobraría vida en forma de niño llorón, cagón y meón al que llamarían Carlos, por Carlos Marx; Carlos el querido, el ojito derecho de su mamá.

Corría el año 1927. El otoño se presentaba muy duro, con heladas de hasta seis o siete grados bajo cero, y más aún para Dolores. En un pueblo tan pequeño la presión social sobre una madre soltera podía resultar insostenible; pero no para Lola, la hija de Antonio “El Carretón”. Lola “La Carretona” aguantó el tipo, aunque no sola ya que además contó con el desinteresado apoyo de sus amigas del alma, Hortensia y Anunciación. Juntas lograron montar una Sociedad Cooperativa de Tabacos que en tan sólo dos años estaba funcionando a pleno rendimiento. Casi todos los cosecheros llevaban allí sus hojas de tabaco y, juntas, sin jefes, controlaban desde el secado de la hoja hasta el último movimiento, bien de venta a industrias tabaqueras, o bien de elaboración de cigarros puros propios, al más puro estilo de la propia Habana, CIGARROS PUROS BERCIANOS.

Juntas también ingresaron en el Partido Comunista de España en mayo de 1930. Y juntas de la mano salieron a la calle el 14 de abril del 31, uniéndose a sus compañeros y compañeras al grito de “¡muera la República burguesa, vivan los soviets!”.

Mientras tanto, Carlos iba creciendo, contra lo previsto en estos casos de madre-abandonada-por-padre-angustiado-ante-la-situación, recibiendo todo el cariño posible de su madre. Se estaba convirtiendo en un chavalón gordote y sonrosado, es decir, sanísimo para los cánones estéticos y de salud de la época. Eran tiempos libertarios, puede que incluso felices. Pero Carlos no pudo entender muy bien por qué así, de repente, con casi cinco años de edad, en su casa se había instalado un señor que no cesaba de mostrar aprecio por su queridísima mamá. Con poco más de cinco años y medio tenía ya una hermana, a la que llamaron Angustias, nombre que en el futuro le vendría que ni pintado.

Desde ese instante hasta el momento presente nada había transcurrido con normalidad entre los dos hermanos. Primero se muere su único punto de unión, la madre; comparten luego niñez criados por un padre que sólo ejerce como tal con el fruto de su propia semilla. Carlos, que ya estaba ahí cuando el señor Eutiquio llegó para robarle a su madre, sólo aguantó hasta los diecisiete años en aquel ambiente tan enrarecido, tan hostil para con él – por un lado Eutiquio y Angustias, y por el otro los civiles que le hostigaban con demasiada asiduidad por culpa de sus ideas -. Se fue y se olvidó por completo de todos sus lazos, incluida su hermana. Más adelante, tocado por la acción imprevisible de la conciencia, sintió la necesidad de saber de su única hermana. Comenzó a escribirle cartas que tardaron mucho tiempo en ser contestadas, hasta que un buen día… “Hola, Carlos. Soy tu hermana Angustias, y te escribo estas letras para comunicarte que he tenido un hijo. Me casé hace ya diecisiete meses y…”

– ¡Ya estoy en casa! ¿Qué hay hoy para comer? Que vengo famélico, que el de gimnasia nos dio un tute…

– ¡Hola, hijo! Hoy tenemos lacón con grelos, y de primero una sopa de pita que está para chuparse los dedos.

     El entendimiento madre-hijo prevalecía por encima de los problemas derivados del choque generacional, que cada vez eran más intensos, lo que, como efecto contrario y compensador, también provocaba momentos mucho más afectuosos que antaño entre ellos. Llegar de clase, dar un beso en la mejilla a mamá a la vez que robas una patata frita de la fuente para llevártela a la boca, cuyos labios aún dibujan la forma de un beso, constituía, en estos días, un habitual y sencillo acto de amor materno-filial. Toda esa mutua afectividad resultaba especialmente dura ante los ojos del tío Carlos, allí sentado en una esquina, pasando casi desapercibido. El no tenía hijos, no tuvo nunca padre, y los recuerdos de su madre se habían disipado casi por completo. Por esa razón quería una foto que pudiese activar en su cerebro algún recuerdo oculto entre sus ajadas neuronas.

¡Ché, Pedrito! Parese que venís de una bataaasha.

– Pues sí, tío, sí que vengo de una batalla, porque además del de Gimnasia, aguantar al de Filosofía no deja de ser una batalla psicológica. Aunque sobre temas psicológicos, qué te voy yo a contar, si vienes de la Argentina, patria de la psicología aplicada, ¿no?

– Eso disen, pero sho, un ser sin casi cultura, no nesesito psicólogos de esos, sólo nesesito reconsiliarme con mis raíses.

– Bueno, bueno, tío. No nos pongamos tiernos, que hay que comer ya, y…

– Por sierto, dise tu madre que vos tenés las fotos de mi madre, de tu abueeela.

– ¡Ah! Las fotos. Sí, las guardo dentro de una caja antigua de cartón en mi armario. ¿Quieres verlas?

– Sí, por supuesto. Pero luego, que ahora tu mamá está poniendo sha la meeesa.

– Sí, eso, después, que si no os enrolláis y se me enfría la comida. Que no me paso yo toda la mañana cocinando para que luego nadie aprecie mis guisos.

Justo después de que Pedro y su tío Carlos apagasen sus respectivos cigarrillos casi al unísono – el tío fumador que sirve como apoyo logístico a los inicios de Pedro como Hombre-chimenea evita que haya broncas como consecuencia de su nuevo hábito – se dirigieron a la habitación en la que Pedro, como un gran tesoro, tenía guardadas varias fotografías antiguas que había encontrado, por pura casualidad, ocultas en un cajón del desvencijado escritorio que reposaba plácidamente en el desván. De los personajes retratados en esas fotos, Pedro sólo era capaz de señalar quién era su abuela, y nada más, aunque en aquellos amarillentos y resquebrajados papeles también había quedado reflejada mucha otra gente. ¿Quiénes serían?

Carlos quería una foto. Pedro quería la información que le era reiteradamente negada por parte de su madre. Sin duda alguna, existía una predisposición recíproca para llegar a un acuerdo. Se intercambiarían mútuamente el favor, pero no sin dejar de regatear como buenos comerciantes.

– Me vienes que ni pintado, tío.

– ¿Por qué desís eeeso?

     – Joder, porque mi madre, o no sabe quiénes son los de las fotos, o no quiere decírmelo. Tampoco quiere contarme lo que ocurrió con la abuela. No sé, debe haber algo raro en el pasado de mi abuela, y a mi se me niega el saberlo. ¿Tú estás dispuesto a ayudarme?

– ¿A contarte la historia de mi viejita, y a desirte quiénes son los que aparesen aquí?

– Sí, a eso me refiero.

– Pues claro, pibe. Yo era muy pequeñito cuando se murió mi madre, pero sé bien todo lo que susedió. Pero antes tenés que prometerme una cooosa.

– ¿El qué?

– Quiero que me des una foto de la vieja, de tu abuela, que sho no tengo ninguuuna… Me marché así, tan de repente que…

– De acuerdo. Trato hecho.

– Me acuerdo de que había una en la que estaba enfrente de la Cooperativa de Tabaaacos.

– Sí, mira, es ésta. Pero ésa precisamente no puede ser. Es la que mas me gusta, la que más aprecio. Y, además, no sé, noto muy buenas vibraciones cuando miro esa foto. A veces, cuando las cosas no me salen bien, voy a la caja, saco esa foto y me paso un largo rato mirándola a los ojos… Luego me siento mejor.

Se da cuenta de que su tío siente algo similar ante aquel papel de diez por quince en el que, en un amarillento blanco y negro, se ve a una mujer sonriente señalando con el dedo índice de su mano izquierda un cartel que se distingue al fondo en el que perfectamente se puede leer “Sociedad Cooperativa de Tabacos de Cacabelos”. Carlos no puede evitar que un par de lágrimas reboten violentamente contra el acartonado papel.

– No te preocupes, tío. Tengo la solución. Le diré al fotógrafo que haga un par de copias, y así te llevas una. ¿Vale?

Carlos responde con un pausado movimiento de su cabeza, de arriba a abajo, asintiendo sin poder articular palabra. Pedro no puede, sin embargo, disimular la emoción que le produce el poder conocer, tarde pero a tiempo, qué misterio insondable habría con su abuela Dolores.

… DE LA VIDA XVII…

XVII.

La temperatura ambiente había bajado unos grados debido a la copiosa lluvia caída unas horas antes. Fernando, que siempre tenía las manos frías, trataba de calentárselas apretándolas con fuerza contra la humeante taza de café recién hecho que Pedro le acababa de servir. Pedro, como tenía por costumbre, se había bebido el suyo en un santiamén: dos, tres tragos a lo sumo, y la taza vacía sobre la mesa. En ese momento lo apuró más que nunca, ya que no podía perder el hilo de la historia. Tenía multitud de datos que contar rondando por su cabeza, saltando, como una abeja lo hace de flor en flor, de neurona en neurona, y no era precisamente el momento idóneo para tomarse un café con leche de forma pausada, con un cierto relax que permita ir saboreando todo el aroma del café. Pedro ya había resumido interiormente todo lo que le quedaba por decir.

– Estás situado, ¿no?

– Sí, hombre. Estabais fuera hablando, y la tía te estaba dejando impresionado.

– Eso es. La cuestión es que ella me dio un beso, que yo entendí como un gesto cariñoso sin más. Comentamos lo que había ocurrido mientras nos fumábamos otro canuto. Bueno, el caso es que ella me dejo muy claro que yo no le gustaba, y que lo que había sucedido no significaba nada para ella – algo que yo ya me sospechaba -. ¿Dónde iba yo con aquel aspecto de pardillo?… No, no me mires así; a la foto te remito, ¿tú la has visto bien…? Pues eso.

Pedro enciende su enésimo cigarrillo, da dos caladas muy profundas, expulsando el humo a continuación como si le fuese la vida en ello, y prosigue.

– Luego, trató de aconsejarme. Nada, lo típico, que si empezaba a tomar drogas, a beber, que controlase, que ella llevaba unos años metiéndose caña, pero siempre sabiendo cuando echar el freno. La verdad es que no sé si he seguido al pie de la letra sus consejos, pero yo controlo ese tema mogollón: disfruto de todo cuando tengo que hacerlo, y sé cuando no ha lugar fumarse un peta o meterse una raya. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no?

– Buenooo… la verdad es que no mucho. Yo sólo probé un porro una vez, en la última fiesta que distéis. Me lo pasaste tú.

– ¡Ah? Pues ni me acuerdo… … Joder, a mí esto de los resúmenes sólo se me da bien por escrito. Cuando hablo quiero contar tantas cosas al mismo tiempo que, en ocasiones, pierdo un poco el hilo del relato. A ver… Sí. Me puse a morir de nuevo, vomité yo creo que hasta trozos de estómago, pero ella me ayudó, cuidó de mi. Y ahora viene lo más “heavy”: en cuanto me recuperé, va y me dice que antes, en el baño, me había violado.

– ¡Hostias! ¡¿Que te había violado?!

Por fin Fernando se atreve a interrumpir el monólogo de Pedro.

– Sí, sí, así como suena. En ese momento me dijo algo que nunca había dicho a nadie, que casi tres años antes, o por ahí, la habían violado su novio y los colegas de éste en los vestuarios de su Instituto.

– Jodeeeer, ¿y qué hizo luego?

– Nada, ni lo denunció, ni dijo nada en casa. Sólo acumuló odio y más odio, y deseos de venganza en su interior. Supongo que aquel día, al principio, yo formaba parte de esa venganza… pero luego debí darle pena, porque me vio muy indefenso, muy débil ante el palo que podría haberme dado. Joder, sí que era yo una persona nueva: demasiadas impresiones para una sola jornada, aunque, lo más cojonudo, es que las estaba asimilando todas de puta madre.

Posteriormente, me impresionó que llorase a moco tendido durante mucho tiempo, cuando justo unos minutos antes acababa de decirme que nunca había malgastado una lágrima. Cada lágrima no derramada se había transformado en un fragmento de ira contenida; y en aquel momento, a mi lado, estaba expulsando gran parte de esa rabia.

En ese preciso instante alguien entra en casa, camina uno, dos, tres, cuatro pasos y abre la puerta de la cocina. Era Carlos, uno de los compañeros de piso de Pedro. Había pasado de ir a clase de Contabilidad, llegando a casa antes de lo previsto.

– Hombre, ¿qué hacéis aquí? De palique, ¿no?

– Ya ves, nada del otro mundo, charlando y tomándonos un café.

– ¡Coño, qué bien! ¿Queda algo de ese café para un pobre estudiante necesitado de cafeína?

– Pues habrá como para uno, pero ya debe estar frío, lo hice hará una media hora o así. Por cierto, creo que ya os conocéis, ¿no?

Carlos y Fernando se observan y se analizan mútuamente. Fernando se acuerda de Carlos, sin embargo Carlos no acaba de situar al otro, aunque sí que le resulta algo familiar esa cara. Ante esa situación, un poco embarazosa, Fernando se apresura a decir: “Sí, nos presentaste en la fiesta que distéis en el piso antes de las Navidades”, a lo que Carlos responde dándose por aludido: “Claro, tío, ya me acuerdo. ¿Cómo te va?”. Y, aunque suena convincente, lo cierto es que Carlos ni por lo más remoto recuerda a Fernando. En aquella fiesta había mucha gente, y Carlos sólo centró su interés en los invitados de sexo femenino; pero ha podido salir con éxito del compromiso planteado y ya puede prepararse una buena taza de café con leche para sentarse a la tertulia alrededor de la mesa.

– Oye, Carlos.

– ¿Qué pasa?

– Ya puedes ir fregando toda esa cacharrada, que me toca a mí hacer la cena y no tengo ni una puta sartén limpia.

… DE LA VIDA… XIV

XIV.

– Comenzamos a hablar después de haber permanecido unos minutos en el más absoluto de los silencios. A mi lado, ella parecía un gigante (como el rey de su cuento…), cada cosa que me contaba sonaba a nuevo para mí. Estaba aprendiendo, tomando buena nota para comenzar de nuevo mi vida desde cero. Todo lo que para mí era antes perfectamente válido, se destruía… Para más cojones, me sentía fascinado por ella. ¡Jodeeeer!…

Pedro vuelve a iniciar una de sus pausas. Parece que sigue recordando para sí mismo y contándose el resto de la historia.

Fernando sigue respetando todos y cada uno de los silencios; deja que su amigo exprese todo lo que siente en cada momento. No se ve capaz ni de preguntar por no interrumpir la conexión establecida entre Pedro y su musa inspiradora.

– Perdona, tío. Me he quedado ensimismado, en blanco. Es la primera vez que hablo sobre mi historia con ella. No sé, el recuerdo de su cara, de su voz, de todo su ser, me deja totalmente aplatanado.

– Nada, hombre. Tómate el tiempo que necesites, que no hay prisa, ¿no?

– No, claro que no. Joder, ahora que me doy cuenta, no te he ofrecido nada. ¿Te apetece un café?

– Por mí no te molestes.

– Yo, por lo menos, voy a prepararme uno. Lo mismo me da hacer para dos.

– Vale, de acuerdo, tomaré un café con leche.

Y se dirigen a la cocina. Una cocina en la que destaca el relieve de todos los cacharros amontonados en el bañal y sin fregar, el suelo pegajoso, y unas cuatro o cinco bolsas de basura descansando libremente en una esquina muerta.

– Hoy le tocaba fregar a Carlos. ¿Conoces a Carlos?

– Si, en la última fiesta me lo presentaste.

– ¡Ah! Si, claro. Pues eso, el tío se tenía que pirar a toda hostia para clase, y se ha dejado todo esto acumulado para cuando vuelva. La consiguiente putada, es que  ahora tengo que hacer una inmersión manual en el fregadero para buscar la cafetera y un par de tazas, que no queda ninguna limpia.

Pedro hunde su mano y antebrazo derechos entre la montaña de platos, sartenes, ollas y demás utensilios de cocina, hasta que va descubriendo los ansiados tesoros: una taza, otra taza, una cucharilla y, ¡por fin!, la cafetera, sucia y, como era más que previsible, sin desmontar.

– Voy al baño a fregar esto, que aquí no hay dios que se desenvuelva.

Fernando sigue recorriendo con su hambrienta mirada toda la estancia. Ese anárquico desorden tiene mucho encanto para él, para una persona acostumbrada hasta a que le planchen los calcetines… ¡Cómo le apetecería vivir lejos de la impuesta compañía de sus padres!

– ¡Pedro!

– ¿Sí?

– ¿Te ayudo con algo?

– No, no hace falta… Bueno, sí, ya que te ofreces tráeme un rodillo para secar esto, anda. Están en el cajón del platero, en el de la derecha.

Abrió el mencionado cajón, pero allí dentro sólo pudo encontrar dos barajas, un libro de recetas “forrado” con todo tipo de manchas de distintas variedades de grasa, y unas tijeras de quirófano.

– ¡Aquí no están! ¿Miro en otro sitio?

– ¡No, no hace falta! Seguro que están todos en el cubo de la ropa sucia; hace ya casi tres semanas que no se pone una lavadora en esta casa. Joder, llevamos un descontrol…¡Déjalo, anda, que los seco con una toalla!

Fernando esboza una sonrisa cuando Pedro aparece en la cocina, con una toalla blanca entre sus manos, secando una de las piezas de la cafetera. Al finalizar el proceso de secado, los dos se dan cuenta de que la toalla ha adquirido un ligero tono marrón. No pueden evitar reírse a carcajada limpia. Empezaban, de alguna manera, a entenderse.

– Voy a resumirte un poco la historia, que se me está yendo un poco la olla. Para mí, ese día es muy trascendente. Ahí comenzó mi particular salto al vacío, en el que aún estoy… sin comerlo ni beberlo.

Ahora estaban sentados a la mesa de la cocina, el uno frente al otro, mirándose a los ojos al hablar, siendo inconscientes de que comenzaba a surgir un aura de complicidad entre ellos.

… DE LA VIDA XIII…

XIII.

Pedro apuró las últimas caladas del porro y bebió whisky de la petaca que Ingrid se había traído consigo. Comenzaba a sentirse, de nuevo, un poco mareado. No quería hacer nada, tan sólo dejarse perder en el agujero negro de su interior, y escuchar lo que la chica morena que había conocido hacía unas horas le tenía que decir. Ni siquiera pensaba en sus padres, ni en lo que pudiera ocurrir cuando llegase el momento de marcharse para casa. Sentía, cada vez con más convicción, lo futil que había sido su vida hasta ese momento, no ya por haber probado las drogas, o haberse estrenado, aunque sin éxito, en el terreno sexual. No, lo único que sentía era que hasta ese día había vivido como un caracol, un puto caracol que vive con suma lentitud, y que siempre opta por el camino más fácil, el que contenga menos obstáculos. Ahora estaba decidido a buscar rincones, recovecos de vida nueva que pudieran aportarle sensaciones distintas cada día. Punto final a las aburridas partidas de ajedrez, a las horas malgastadas como ratón de biblioteca rodeado por insulsas novelas históricas y tomos de las más variopintas enciclopedias. Como primer paso a tomar, debería buscarse algún amigo. Sentada a su lado podía estar su primera oportunidad, su nueva amiga , o puede que su primer amor, opción que dependía exclusivamente de ella, ya que él estaba dispuesto a todo, listo para la batalla.

– Cuéntame algo, el silencio me agobia, y llevamos ya un buen rato callados. No sé… qué estudias, si sales con alguna chica… Lo que se te ocurra.

– Pues no se me ocurre nada. Mi vida podría contártela en un par de minutos como máximo, pero prefiero no hacerlo porque entonces pensarías que soy un gilipollas, que lo soy, seguramente… Y tú eres mi primera chica; nunca me había fijado en ninguna… Bueno, María José era mi amiga, y yo debía gustarle y todo eso, pero hace tres años aún no había yo desprecintado mi cerebro… Ni hace dos años, ni hace dos días, hace tan sólo … (Pedro interrumpe su diatriba para mirar la hora en su reloj, y ve que es la una menos cuarto de la madrugada) … unas dos horas, más o menos.

– ¡Joder, qué fuerte! Así que tú eres el típico niño bueno, aplicado en clase y sin ninguna falta de disciplina en su vida. ¡Bah! No creo que sea culpa tuya, aún no te habría llegado el momento de espabilar.

– Nunca es tarde para rectificar. No sé, hay un mundo fuera de las cuatro cosas que yo hago: voy a misa los domingos con mi madre, como un autómata; estudio para sacar buenas notas… pero eso no me sirve, ahora lo veo claro. Nunca me había parado a analizar el porqué de las cosas. Tengo todo ante mis ojos y yo siempre paso de largo…

– Creo que no soy muy buena dando consejos, pero puedo decirte que yo llevo casi tres años viviendo un poco al límite. Dentro de poco cumpliré dieciocho, y no creo que sienta nada especial llegado ese momento. Seré mayor de edad, legalmente hablando, pero me da la impresión de que he madurado antes de tiempo…Tú estás en el momento ideal, procura no pasarte con lo que decidas hacer, controla todos tus actos, todos tus vicios, si es que los vas a tener, claro, y, sobre todo, no te dejes dominar por ellos.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira, llevo tres años metiéndome de todo, pero sé cuándo hacerlo y cuándo no. No sé si me entiendes.

– La verdad es que no, no entiendo lo que tratas de decirme.

– A ver… El que yo fume porros no quiere decir que lo tenga que hacer todos los días, ni desde que me levanto hasta que me voy a dormir. Puedo pasarme un mes de vida sana, yendo al monte, a correr en bici… Joder, eso, que si vas a lanzarte al vacío, debes llevar un buen paracaídas mental.

– Vale, lo tendré en cuenta.

Pedro se sentía inferior, a lo que también contribuía el hecho físico de estar sentado en el suelo mientras Ingrid permanecía casi tumbada decubito supino unos escalones más arriba. Notaba toda la fuerza que emanaba de su interior, de cada palabra que ella pronunciaba con ese tono de voz tan envolvente, tan agradable y tan seguro al mismo tiempo. No estaba a su altura, no debía hacerse demasiadas ilusiones. Habían follado, y ella no le estaba dando la menor importancia a ese hecho, lo que le hacía presuponer que ella estaría más que acostumbrada a manejar a los chicos a su antojo; y con él no tenía ni para empezar. Se consideraba a sí mismo como un oponente demasiado fácil, una buena presa, un antílope tullido ante una leona hambrienta.

– ¡Ingrid?

– ¿Qué?

– Sobre lo de antes… Bueno, ya te dije que era la primera vez, en todos los aspectos, vamos.

– ¡Bah! No te preocupes, tío. Sencillamente me apeteció y punto. No vayas a creer que me gustas, o que me estoy enamorando de ti. Me caes bien. Eres un tío raro, de los que quedan pocos. La verdad es que, bien mirado, se puede decir que eres hasta guapo, pero te sacas muy poco partido: ese pelo, esa pinta tan de señor mayor.

Ingrid acarició el pelo de Pedro, luego se incorporó, flexionó su tronco y le dio un beso fugaz, de una décima de segundo, en los labios. Con ese gesto cariñoso, Pedro comprendió que no tenía ninguna opción para enamorar a aquella chica. A él sí que le gustaba Ingrid, se había colado por una chica por vez primera, pero, en un corto intervalo de tiempo, ya comenzaba a notar en sus vísceras los sinsabores de su recién estrenado desengaño amoroso; sensación que hizo aumentar los efectos secundarios del costo fumado y del whisky bebido. La Tierra comenzó a rotar mucho más aprisa. Notó como su estómago empujaba con fuerza hacia arriba e intentaba expulsar de su interior lo poco que aún contenía. Dos arcadas, y se tuvo que poner de pie e irse corriendo a una esquina para vomitar por segunda y última vez. En esta ocasión, Ingrid sí que se ocupó de él. No todo estaba perdido, al menos podrían ser amigos.

… DE LA VIDA XI…

XI.

     Un cigarrillo rubio se consumía apoyado sobre un cenicero blanco, recuerdo de uno de los pocos pasos de Pedro por un hotel. La habitación se iba llenando paulatinamente de humo, y los ojos de Fernando comenzaban ya a pedir auxilio a lágrima viva de lo irritados que estaban, aunque ni siquiera se atrevía a restregárselos por no perder ni un solo ápice de atención a lo que estaba escuchando. Seguía atentamente cada uno de los movimientos de Pedro, cada gesto, cada una de las palabras que, en conjunto, estallaban en el interior de su masa cerebral como petardos de satisfacción. Sin darse ni cuenta, acercó su mano derecha al paquete de cigarrillos que estaba sobre la cama, sacó un pitillo de su interior y pidió fuego.

     – Hombre, el que no fumaba, el que se queja del humo en clase.

     – Ya ves, si no puedes con el enemigo… pues eso, únete a él.

     – ¡Ya! Voy a abrir un poco la ventana. No te creas, que a mí también me molesta el olor a tabaco, sobre todo para dormir. No soporto dormir con un cenicero lleno de colillas dentro de la habitación.

     Pedro odiaba los refranes, las expresiones hechas y aplicables, de una forma harto evidente, a situaciones concretas. Pensó que igual no era Fernando la persona más indicada para escuchar su gran problema existencial. Sin embargo, al abrir la ventana y recibir un poco de aire fresco en sus pulmones, cambió de idea: probablemente, el hecho de explicar todo el asunto a alguien que sólo le provocaba sensaciones neutras, ayudaría a dar objetividad a su decisión final. Los consejos que podía recibir no estarían tan mediatizados. Además, Fernando parecía, tras una primera impresión, una persona analítica y con paciencia para escuchar. Decidió tantear un poco la actitud de su compañero de Facultad.

     – No sé, igual te sientes incómodo… Tampoco me conoces lo suficiente, y ahora te estoy metiendo todos estos rollos, que no dejan de ser mis propios problemas.

     – ¡Qué va! No estoy incómodo en absoluto. Ya sé que no somos muy amigos y todo eso, pero me caes muy bien, te tengo bastante aprecio. Puedes contar conmigo para lo que sea.

     – Gracias, tío.

     El agradecimiento era sincero por parte de Pedro. Ya podía continuar con su relato, podía confiar en Fernando – mejor una persona discreta que cualquier colega cotilla de los que cuentan todos los detalles de tu vida al primero que se pone a tiro.

     – Pues nada. Entonces seguiré contándote mi historia. Puede parecer un poco larga, igual sería mejor ir directamente al grano, pero creo que para entender lo que ha ocurrido es necesario sentar todos los precedentes. Tienes que saber quién es Ingrid (aunque eso no creo que lo sepa nadie) y tienes que saber también quién soy yo.

     Y enciende otro cigarrillo para luego tumbarse cómodamente sobre las sábanas revueltas.

     – Después de mi primer polvo, de haber vomitado hasta la bilis por culpa de toda la mezcla que llevaba dentro, lo siguiente que recuerdo es a mi madre lanzándome reproches, y yo, que hasta ese día había sido tan buenín, el ejemplo de hijo modélico, mandé a mi madre a tomar por el culo y, acto seguido, me fui; salí del salón para buscar algo de aire fresco y así aclarar un poco mis ideas. Necesitaba asimilar las dos últimas horas de mi vida. También buscaba a Ingrid, no dejaba de mirar hacia la puerta para ver si ella entraba o salía. De repente, alguien me toca por la espalda. Era ella, que venía de meterse unas rayas de coca con su hermano. El se largó, y ella se quedó conmigo. La cosa, en principio, prometía.