XXXIV.
Como todos los años, el quince de noviembre estaba reservado, era una fecha marcada para siempre en el calendario interior de Pedro. Había ido a su pueblo a visitar a Simón, a hacerle el correspondiente resumen de los acontecimientos del año transcurrido a su viejo amigo.
Allí estaba la madre de su amigo, en el cementerio, colocando un gran ramo de rosas rojas sobre la tumba de su añorado hijo, repitiendo automáticamente cada movimiento que, con el riguroso luto que aún la vestía, parecía, cada año, una nueva toma del mismo plano. Sólo su pelo, poblado ya de canas, y las arrugas que inundaban su cara delataban el paso del tiempo – quince años, cinco mil trescientos setenta y cinco largos e interminables días para una mujer cuyo único hijo se había muerto habiendo cumplido tan sólo seis primaveras -. No tuvo más hijos. Su marido se vio obligado a abandonarla, por pura y dura extenuación – no soportaba ni por un minuto más vivir en un mar de continuo sufrimiento huracanado -. Sólo Simón, el eterno niño preso de por vida en su memoria, la anudaba a la barandilla del puente que, en su caso, separa la vida de la nada.
– Buenas tardes, señora Rosalía.
– Buenas tardes – Ella alza la vista y ve a Pedro de pie, a su lado, tranquilo, con las manos en los bolsillos – ¡Mira Simón, ha venido tu amigo Pedro a verte!
– Sí, claro. Ya sabe que nunca falto a la cita con Simón.
Doña Rosalía se lo queda mirando durante un largo instante, luego se acerca a él y le acaricia el pelo.
– Vaya grande y guapo que estás. Son veintiún años ya, ¿no?
– Si, señora, cumplidos el trece de julio.
– Ya… El de Simón es del dos de febrero… ¿Recuerdas la fiesta de cumpleaños?
Pedro asiente con un gesto. No pretende tirar mucho de la cuerda, y sigue escuchando.
– Estaban también Miguelín, el de “La Frasia”, y aquella niña tan mona… ¿Cómo se llamaba…? Si, hombre, la hija de aquellos que tenían una droguería en la plaza, que habían venido de Foz.
– Merceditas, era Merceditas. Mucho nos metimos con ella aquel día.
– ¿Qué será de ella? Se fueron hace ya nueve años, creo que a Vigo… No sé, no lo recuerdo con exactitud.
Rosalía, como tenía por costumbre cada quince de noviembre, cambió la foto de su hijo, colocada allí en medio de la cruz que presidía la tumba. Abrió el portarretratos de cristal, sacó la descolorida imagen de su retoño, y puso allí una nueva copia de la misma imagen, exactamente igual: el Peter Pan de Cacabelos. Dio un beso muy sonoro a su pequeño hijo, limpió cuidadosamente la marca de sus labios impresa sobre el papel fotográfico, y se despidió de los dos amigos.
– Bueno, os dejo, que así podéis hablar a gusto.
Anochecía con toda la rapidez del otoño. Un cementerio siempre resulta un lugar siniestro: los cipreses que hacen guardia, en fila de a uno, frente a cada sepulcro, el ruidoso crujir de huesos que se van resquebrajando, junto con ese perenne silbido fruto de la gula de miles y miles de gusanos que intentan abrirse paso entre carne putrefacta, pueden provocar pánico al más pintado. Pero Pedro ni se entera. Sigue contándole sus cosas al amigo perdido, mezcla de papel Kodak de Luxe y de losa de mármol granítico. Este último año ha sido especialmente duro.
– Tú que eres amigo de la muerte…Bueno, igual eso suena un poco fuerte, así como a legionario o algo parecido. Me refiero a que, ya que estás en una situación totalmente desconocida para una persona con vida, pues eso, que podías ayudar a mi amigo Javi, para que aguante, para que sobreviva. No creo en fantasmas, y eso que me da la impresión de que me gustaría poder hablar con uno, con el tuyo, con el de mi abuela Dolores… No sé… Tampoco creo que exista una especie de vida después de la muerte… Claro, ahora te preguntarás qué coño hago aquí, hablando solo delante de tu tumba. No sé explicarlo bien, sencillamente crecemos y nos vamos haciendo más y más complejos. Y eso que yo no soy de los mas raros. Ahí tienes a Ingrid, por ejemplo. Ya ves, ahora me siento algo ridículo. Casi es ya noche cerrada y sigo aquí, solo y sin notar aún la más mínima sensación de miedo… ¿O sí? Tengo que despedirme ya, amigo. Vuelvo dentro de un año. ¡Ah! Y no te cortes, si quieres presentarte como aparición fantasmagórica ante mi, no lo dudes ni un instante… Recuerda que todavía me debes unas cuantas canicas.
Y se va caminando despacio sin dejar de mirar al frente, a ese portón metálico que separa a los vivos de los muertos. Decide, mientras, fumarse un cigarrillo porque el miedo empieza a acelerar su ritmo cardíaco. Piensa que quizá no tenía que haber animado a su amigo a convertirse en fantasma, y más aún cuando se da cuenta de que, claro, no dejaría de ser un ánima de seis años. “Sería algo así como Tom Hanks en ‘Big’, sólo que al contrario… Supongo”. De esta forma apura sus últimos pasos, que ya denotan algo más de prisa, hasta empujar el portón y salir del camposanto. Una vez a salvo, da un fuerte resoplido de alivio, y controla con suma avidez que, de puertas afuera, todo sigue en su sitio: la fábrica de cementos en frente, coches que pasan en dirección a Quilós, Canedo o Vega de Espinareda…
“A mi que me incineren, y que tiren mis cenizas donde les salga de los cojones”, se dice a sí mismo.
Al día siguiente regresa a Oviedo y, como siempre que viene del pueblo, llega cargado de viandas típicas de la tierra: chorizos, botillos, jamón, y conservas caseras de pimientos, castañas, y cerezas en aguardiente, que, entre los cuatro del piso, no suelen durar más de una semana. Esa misma noche se beberán todo el aguardiente y se comerán también las ricas cerezas, impregnadas de buen orujo hasta el mismísimo hueso; ya aniquilarán medio jamón, así como cinco o seis chorizos. Si sus padres supieran de este consentido y compartido saqueo, no se esforzarían tanto en preparar todos esos manjares para tener bien alimentado a su vástago.
Cargado como una mula, se dirige hacia la salida de la estación de autobuses. Se para cada seis o siete pasos para ir cambiando los paquetes de mano, y así compensar, de alguna manera, tamaño peso. Se va imaginando las caras de hambrienta alegría de estudiantes-en-piso que el contenido de los paquetes provocará en los demás.
Llega hasta el portal del número 36 de Fray Ceferino, posa en el suelo los bultos, y busca las llaves en el bolsillo de su pantalón. Gira su cabeza para tocar el timbre ya que no puede dar con las malditas llaves, y entonces ve, pegada en el cristal de la puerta, una esquela. Centra su vista lo más que puede, al no contar con la inestimable ayuda de sus gafas o de sus lentillas, y lee, bajo la jodida cruz de siempre, el nombre y los apellidos de su amigo: Javier Antonio Carril García. “Me cago en dios, ¡¡NO!!”. Su amigo Simón no debía ser muy amigo de la Vieja Dama. Lógico, con seis años sólo quieres tener amigos de tu edad.