… DE LA VIDA XXXVII…

XXXVII.

Desde el mismo día en que Pedro decidió sucumbir a la siempre temible maldición de Onán, su obsesión se centró en los grandes pechos, ubres fellinianas que poblaban densas su fértil imaginación. “¡Vaya buena que está Begoña! Sólo le harían falta unas tallas más de sujetador”. Pero eso no constituía ningún impedimento que no permitiese a Pedro hacerse una buena paja en honor de la tal Begoña: bastaba con aumentar en varias tallas las tetas de la chica con la suficiente dosis de fantasía, que no de silicona, que los pechos de las mujeres no tienen porque desafiar premeditadamente a las leyes de Newton sobre la gravedad.

Siempre he buscado explicaciones válidas para esta fijación: no sé, algo freudiano, cronológicamente hablando, dentro de mi existencia hasta el momento presente… Si me paro a analizar mis experiencias con mujeres de grandes protuberancias mamarias podría remontarme a mi época de feliz lactante. (No es que yo lo recuerde, por supuesto que no, pero, según dice mi madre, estuve ‘tirando del teto’ hasta los quince meses… Aunque sí estoy convencido de que, hasta cierto punto, toda mi estrecha relación anterior con el mundo del catolicismo la habría mamado de la leche de mi madre, o puede que tan sólo sea una ardua elucubración para justificar mi oscuro pasado ante mí mismo… Quién sabe.) El caso es que puede existir aquí, en este simple hecho, un indicio de explicación a mis obsesiones mamarias… mi madre supera con creces la talla ciento cuarenta. Pero ahí no se acaba la cosa, digamos que el… sesenta y cinco por ciento, grosso modo, de las mujeres de mi pueblo padecen el mismo problema a la hora de comprar alguna pieza superior de lencería… y eso marca, y mucho.

También tuve que ordeñar alguna que otra vaca, aunque, lógicamente, no pienso recurrir a este tópico porque, la verdad sea dicha, me daba un poco de asco tirar con saña del largo pezón de la ubre de la Pinta, o de la Carmela. No, no; no va por ahí… esa imagen puede sugerir muchas otras cosas. Recuerdo que en “Viridiana” la todavía monja Silvia Pinal Simon of the Desertprotagonista interpretada por Silvia Pinal – ésta si que me sigue poniendo burro cada vez que la veo… ¡En “Simón del Desierto” enseñaba una teta! No excesivamente grande, pero siempre apetecible – acaricia con sutileza el fálico pezón de una vaca. Yo creo que Buñuel habría cambiado, sin ningún tipo de reparo, aquel pezón por su miembro viril… ¿Se cepillaría a la Pinal?

Sin más influencias conscientes, podríamos ya trasladarnos a mis trece años, octavo de E.G.B. – hasta que dejemos de estudiar de una puta vez, los estudiantes siempre medimos los años por el calendario escolar, como si cada curso fuese una temporada de la liga de fútbol -. La aparición de Doña Loli fue algo tremendamente espectacular. En la clase de ciencias naturales todos los repetidores se agolpaban en las primeras filas para así poder seguir de cerca cada uno de los movimientos de la escultural profesora… ¡Ahora lo entiendo…! ¡Vaya forma de alimentar la imaginación para cumplir con las pajas del día…! Y yo a uvas. La verdad es que la tía estaba que se salía de buena: morena, de pelo largo y rizado, ojos verdes, y con unas medidas más cercanas a Silvana Mangano que a… Daryl Hannah, pongo por caso. Yo, dentro de mi natural recato por aquel entonces, procuraba disimular mis fisiológicas reacciones, por otro lado propias del pre-adolescente que empieza a notar la inminente invasión de extraños pelos que, por momentos, rodean amenazantes a la indefensa “pilila” – que absurdo nombre para designar parte de nuestro aparato reproductor… Claro, utilizando por aquel entonces semejante término, ¿para qué la iba yo a usar excepto para mear? “Pilila” es directamente proporcional al noble acto de mingitar, así como “polla”, “picha”, “cipote”, etc., etc. implican la expulsión de algún líquido distinto en densidad y color al casi siempre amarillo pis -. En más de una ocasión salí de la clase de naturales con una erección en toda regla. ¿Qué coño… perdón; qué cojones era aquello? Oía como los demás chicos comentaban cosas sobre ella: que si vaya cómo se le marca toda la raja con esos vaqueros tan ajustados, que si hoy no lleva sujetador y se le notan todos los pezones en pleno apogeo… Me daba la vaga impresión de que me estaba perdiendo algo, que aunque todo aquello pudiera sonar a ofensa no la estaban insultando de manera consciente. Creo que ella provocó mis primeras poluciones nocturnas, semen traumático que pringaba mis sábanas, y que me obligaba a cambiar escaqueadamente de pijama. Mi madre no preguntaba, algo que yo agradecía de veras, tan sólo cambiaba el juego de sábanas y luego colocaba bajo mi almohada un pijama limpio… ¡Vaya un lío!

La excursión de fin de E.G.B., en la que nos fuimos a Torremolinos – ¡vaya una cutrada! – vino a mí como un ligero soplo desinhibidor. Doña Loli y Don Amadeo nos acompañaban; entre los niños el alboroto crecía día tras día a medida que se acercaba la fecha de partir; las niñas, en cambio, componían “bellos” poemas en honor del maestro más guapo de todo el colegio.

Por suerte, nos tocó a los tres más pardillos de todo el viaje, por no decir de toda la escuela: Lucio, Toño Menéndez y, por descontado, Pedro “El Carretón”, que soy yo, instalarnos en la habitación contigua a la de los profesores que, ahora que lo pienso detenidamente, ¡compartían habitación! Joder, menuda suerte la del puto Amadeo de los cojones… ¡Ah! No, no, que me estoy confundiendo. Este Amadeo era el de Inglés, el que daba clase en octavo B, y yo estaba en el A, aunque, coincidencias que depara el destino, sí que había otro Amadeo, que era el de matemáticas, el cual sí me daba clase a mí. Además hasta se parecían un poco… El caso es que al Amadeo de Inglés, al que fue con nosotros a la excursión, lo pillaron infraganti hace más o menos unos tres meses: un chaval de séptimo curso se la estaba chupando alegremente en los lavabos del colegio… Ahora que lo analizo con la calma que da el paso inexorable del tiempo, en aquella excursión los que corríamos verdadero peligro éramos nosotros… Ya da igual… Tempus Fugit. A lo que iba, que se me está yendo un poquitín la olla. El baño teníamos que compartirlo con los profes ya que la habitación trescientos doce, que era la nuestra, y la trescientos catorce, la de los docentes, disponían de un solo aseo al que se accedía bien a través de nuestro cuarto por una puerta situada a la derecha del pasillo que veías nada más entrar, o bien a través de la puerta de la trescientos catorce, que, por pura lógica, debía estar a la izquierda de la puerta de entrada de su habitación. Tú entrabas al baño y una vez allí te encargabas, en aras de preservar la intimidad de tus empujones anti-estreñimiento, de cerrar bien la otra puerta con el correspondiente cerrojo. Fácil, ¿no? Pues yo la vi desnuda, ¡en pelota picada!… Era el último día de nuestro periplo por tierras andaluzas. Bajé a desayunar con mis compañeros, los cuales aparecieron en el comedor con todo su equipaje ya preparado. Yo lo había dejado arriba, que no había excesiva prisa ya que aún quedaba casi una hora para que partiese nuestro autocar. Nada más terminar, subí a mi cuarto a por mi bolsa de viaje y, de paso, a lavarme los dientes. No oí la ducha porque puse el hilo musical para despedirme así de mi nuevo descubrimiento radiofónico. Entré en la habitación, me dirigí al baño, abrí el grifo del lavabo y comencé a echar pasta de dientes en mi cepillo de “La Guerra de las Galaxias”… Al levantar la cabeza para verme en el espejo lo que vi fue a una venus desnuda emergiendo de las profundidades del océano marca “Roca”. Casi me atraganto con el cepillo… Me puse totalmente colorado de – podemos designarlo así – vergüenza ante la situación. No sabía dónde meterme. Ella me vio y como si nada, tan sólo me dijo: “¿Cómo es que no estás abajo con los demás, Pedro?”. Su tono de voz ni siquiera denotaba extrañeza, ¡qué va!… siguió secándose como si tal cosa a la vez que me miraba de reojo en alguna ocasión… No me acordé ni de enjuagarme la boca. ¡Anda que no me habré hecho yo pajas con carácter retrospectivo! ¡Qué oportunidad perdida, madre mía!, al menos a nivel imaginativo…

Durante el trayecto de regreso se lo conté confidencialmente a Lucio, que no tardó ni cinco minutos en chivarse a Mariano, ‘Tocinín’, y a Juanma, los dos macarras del grupo, los cuales, a su vez, no esperaron ni diez segundos para airearlo a viva voz por todo el autocar. Loli, ante mi embarazosa postura, se acercó hasta mi asiento y me tranquilizó, me dijo que no me preocupase, que no pasaba nada, que la desnudez del cuerpo humano era algo muy natural. (Supongo que lo será, que lo sería en aquel caso, pero el mal ya estaba hecho: sus senos acababan de imprimirse para siempre en un chip de mi memoria.) Se despidió con un beso en mi mejilla… ¡Qué bien olía la muy cabrona! Me sentí por primera vez en toda mi vida importante. ¡Ah! Por cierto, se me olvidaba comentar el aspecto lúdico: el prepotente tamaño de sus tetas, dos globos aerostáticos luchando ávidamente por mantener su turgencia… Si he de ser sincero, casi no recuerdo su cara…

Dejando a Ingrid a un lado – ella constituye una historia muy diferente; no consta única y exclusivamente de pechos – podemos pasar página, por no decir teta, claro: Eugenia, una señora madura, de unos cuarenta años, que pasó un verano en mi pueblo.

Dos años antes de Eugenia (dos años A. E., si la tomo yo como mi referente en el tiempo, como otros hacen con Cristo, aquel que sólo fue hombre, pero que acabó por engañar a todo ‘cristo’, valga la redundancia), mis padres habían comprado el piso contiguo al nuestro por un módico precio ya que sus dueños, ya ancianos, decidieron irse a vivir a Málaga para huir así de los fríos inviernos de Cacabelos. Aprovecharon, mis padres, casi todos los muebles; pintaron paredes y techos, arreglaron alguna puerta desvencijada por el paso del tiempo, y decidieron alquilarlo en temporada veraniega.

El mismo verano en que conocí a Ingrid vivían enfrente Eugenia y su marido Alfonso, gente maja y muy agadable venida de Madrid, ciudad de la que habían escapado dejando atrás su caluroso y agobiante estío. Por las noches solían venir a nuestra casa a jugar al julepe o a la pocha. A veces yo me unía a la partida con la sana intención de sacar algo de pasta para alimentar mi nueva afición: las juergas nocturnas. Con asidua facilidad conseguía mil o mil quinientas pelas; nunca perdía… Bueno, alguna que otra mano, pero eso se debía en parte a la pérdida de concentración que me provocaban los dos apéndices mamarios, que hacían del relieve de aquella estupenda señora un imán para mis salidos ojos. Eugenia era, sobre todo, una señora elegante, pero elegante en el amplio sentido de lfaster_pussycat_kill_kill_poster_03a40a palabra: sus gestos, su forma de hablar, de mirar… todo, en definitiva. Algunos podrían ponerle un pero, y es que estaba un poco entradita en carnes, que no gorda, que es distinto. Pero eso a mí, no es que me diese lo mismo, es que incluso me daba más morbo. Gustos de cada uno. Se parecía un poco a Tura Satana, la protagonista de “Faster Pussycat! Kill! Kill!”, la película de Russ Meyer, algo que en realidad descubrí tres años después al ver la película en casa de mi amigo Javi. Desde entonces, para mí, “Faster Pussycat -Tura Satana” es Eugenia.

Quince de Septiembre; el verano tocaba a su fin, (por desgracia, nos lo recordaba el “Dúo Dinámico” desde la radio de la cocina: ‘el finaaal del veranooo llegó y tú partirás…’). Ese día mi madre me despertó mucho antes de lo normal para que arreglase una de las persianas estilo veneciano que protegían del sol la galería del piso de nuestros, ya por pocas horas, vecinos. Regresaban a Madrid después de haber cargado sus baterías en contacto con lo que de Naturaleza pueda quedar en mi pueblo. De muy mala hostia, me levanté diciéndole a mi madre que si no podía esperar a que se marchasen, que me había acostado muy tarde…Después de haberme lavado la cara, de haberme bebido a continuación un buen tazón de Cola-Cao bien frío, ya me sentía yo más animoso, y silbando la puñetera canción del dúo musical antes mencionado (todo se pega, eso sí que es verdad) me dirigí presto a solventar el problema de la dichosa persiana. Me abrió Eugenia la puerta; entré como un autómata en la casa sin reparar para nada en su aspecto, sólo quería desfacer cuanto antes el entuerto persianesco para regresar luego al sobre y cumplir con mis correspondientes ocho horas de sueño. Me subí a un taburete cojo, el que antaño usaba mi padre para apoyar su pierna derecha cuando le daba el ataque de gota; arregle en enganche del cordel que subía y bajaba la persiana – se había soltado – y me dispuse a bajar a suelo firme. Lo que sucedió a continuación fue algo, en principio, espontáneo, fruto de mi caída del taburete cojo. Eugenia, al ver que me iba de bruces contra sus pensamientos recién regados, se abalanzó sobre mí haciéndome un estupendo placaje, digno del mejor pilier. Caí panza arriba con toda aquella señora encima, notando sobre mi torso el grandioso volumen de sus mamas, lo que provocó en mí una repentina y sobresaliente erección. Esperé a ver su reacción mientras intentaba, sin demasiado empeño por mi parte, todo hay que decirlo, incorporarme a una posición más vertical. Ella sonrió, me dio un beso en los labios a la vez que, con su mano izquierda, tanteaba mi zona genital. “¡Qué es lo que tenemos aquí!… ¡Vaya con Pedrito!”, dijo justo antes de levantarse la blusa para dejar al descubierto dos enormes globos que terminaban en dos pezones largos y sonrosados, rodeados por una gran aureola de diámetro incalculable… Yo… pues qué podía hacer yo: chupar y chupar de aquellas dos fuentes de vida; chupar, que no soplar, que seguro que estáis pensando en la inverosimilitud de este hecho, que estoy tomando “Amarcord” como referencia; pero no, todo fue tan real como que el propio Fellini rodó la citada película. Prosigo: Eugenia había tomado el mando de las operaciones. Bajo su larga blusa sólo llevaba puestas unas minúsculas braguitas que no dudó en apartar rápidamente a un lado para así poder frotar, como poseída por el dios de la ninfomanía, su húmedo sexo contra mi tiesa polla. Todo muy bonito, muy instructivo: ella encima de mí, yo feliz debajo de ella… y a punto de correrme, que ella ya había disfrutado de su orgasmo clitoriano… ya nos disponíamos a pasar a la fase de penetración cuando, como alarma que avisa del peligro inminente, sonó un timbre… “¡Coño, mi marido!”, dijo ella antes de descabalgarme para contestar al portero automático. Efectivamente, era Alfonso, el aguafiestas, el que solía tomarse unos vinos antes del almuerzo… ¡Ya podía haber tomado otro par de tintos en la bodega de Rosario! ¿No?… “Venga súbete el bañador y haz como que sigues arreglando la persiana”. Obedecí raudo, pero aquello no bajaba ni a la de tres, lo cual me hizo pasar un muy mal rato mientras simulaba colocar una pieza de la puta persiana bajo la atenta mirada del señor Alfonso. “¡Qué raro! Si ya había yo arreglado la persiana esta por la mañana temprano”, dijo mientras limpiaba sus gafas. No me atreví a buscar con mi mirada le de Eugenia por dos motivos: uno, que tenía que pensar en algo que hiciese retroceder a mis comandos sanguíneos hacia miembros menos comprometedores; y dos, que estaba aterrado pensando que aquel pobre paisano pudiese descubrirnos por medio de un gesto, de una mirada, de una palabra a destiempo…

Después de comer bajamos a despedirlos: intercambiamos todos los dos besos de rigor, los apretones de manos, las buenas intenciones para volver a vernos cuanto antes. (“¡Sí, sí, lo antes posible!”, pensé.) Antes de meterse dentro del coche, ella me envió un gesto de lamento que no hizo más que aumentar mis imperiosas ganas de masturbarme para, de ese modo, expulsar todo ese superávit de semen que ella había contribuido a generar.

Esperaba ansioso que volviesen a Cacabelos al año siguiente, como habían prometido. Se presentaba ante mí un verano no sólo caluroso, sino también caliente entre los senos de Eugenia… Todas mis esperanzas se difuminaron en marzo: como hacían todos los lunes después de la cena, mis padres gastaban sus últimas horas de vigilia del día ante “Quién Sabe Dónde”; mientras tanto, yo leía “Trópico de Cáncer” sentado en un sillón, bajo la luz de la lámpara de pie, hasta que algo interrumpió súbitamente mi lectura: “Anda, ¿no es ese Alfonso, el de Madrid?”, mi padre, siempre presto y dispuesto a comentar todas y cada una de las imágenes que emitía la pantallita de marras. Así era, así de triste por lo que a mí respecta: mi futuro sexual inmediato como aprendiz de jodedor en manos de una experta y necesitada dama se había disipado en la nada… No sé si ella al final volvió al hogar o no, sólo sé que no regresó más a Cacabelos. Una pena, una auténtica pena.

Puedo parecer un obseso – algo que, en realidad, me trae sin cuidado -; alguien podrá decir: “Este sólo distingue dos tipos de mujeres: las matronas de muy curvo perfil y las demás, que ya no le merecen tanto la pena”. ¡Pues no! ¡Falso! Sólo es una cuestión de gustos; me gustan más así, con buen culo y buenas tetas, pero no le haré nunca ascos a una mujer que no cumpla con estos cánones de belleza; mientras me guste…

Odio, por norma, los refranes, pero hay uno que, en cierta medida, podría definir mi afinidad con los pechos meyerianos: ‘teta que la mano no pilla no es teta, es espinilla. Teta que la mano no cubre no es teta, es ubre’. UBRE, que según define el “Pequeño Espasa”, que es el que tengo más a mano en estos momentos, sería ‘cada una de las tetas de la hembra, en los mamíferos’; concisa, pero no hace más que darme la razón, porque la mujer no deja de ser un mamífero, y según este concepto más hembra, en los mamíferos humanos, sería Anita Ekberg que Jane Birkin, por poner un ejemplo… ¿no?

Todavía me queda hablaros de Sharon , mi profesora particular de Fonética Inglesa durante unos meses. Suspendí Fonética de segundo curso de Filología Inglesa en la convocatoria de junio; en septiembre el mismo resultado – un tres con dos me dijeron cuando fui a revisar mi examen -. Había que poner remedio a tal afrenta con prontitud, y eso hice: busqué clases particulares de Fonética, y di con Sharon, profesora nativa especializada en Fonética y Fonología. Una buena amiga de clase me recomendó sus servicios, aunque creo que a Silvia – la amiga que me la recomendó – no la dispensaría con el servicio final que me ofreció a mí…

Con un precio de mil quinientas pelas la hora, que ciertamente dolían, haciendo tambalear sin remisión mi economía hasta el punto de tener que reducir mis salidas nocturnas (¡ni siquiera pillé nada de costo durante esa época!), y con el ánimo de pagarme las clases sin recurrir a la siempre inestimable ayuda paterna – mis padres pensaban que yo había aprobado todo en junio… y con notable de media. ¡Qué ilusos!-, había que aprovecharlas, que exprimirlas al máximo.

Sharon me hacía trabajar muy duro: venga a hacer transcripciones y más transcripciones, una detrás de otra, y unas cuantas de regalo para casa… Para ser sinceros, yo agradecía toda esa cantidad de trabajo ya que así pude llegar a dominar, al fin, todos los entresijos de la pronunciación de la lengua de Shakespeare y de Johnny Rotten, por buscarles algún punto en común a tan insignes bastiones de la “pérfida Albión”, como diría la propaganda fascista – parece que fue el siglo pasado, pero no… no – treinta años atrás.

Un día, a falta de tan sólo doce para la fecha de mi examen de febrero, Sharon me dio una revista llamada “Awake!” (¡Despierta!) para que transcribiese algunos de los artículos allí contenidos. “¿Sabes lo que representa esta revista?”, me preguntó intrigante. “No, ni idea”, contesté yo mentiroso (yo ya sabía de qué iba aquel panfleto porque había visto alguno similar con anterioridad). Entonces ella me explicó muy evangelizadora que aquello estaba editado por los Testigos de Jehová, secta a la que ella pertenecía junto con su marido y sus dos hijas: una familia unida… Prometí transcribir algún que otro texto, pero sólo como práctica científica, ya que dejé muy clara mi postura al respecto: “No creo en ninguna religión, en ningún dios inventado por el hombre”. Cuando quiero puedo ser tan lapidario como el que más; ¡vaya una frasecita!… Lo que yo estaba intentando era intimidarla, reducir sus intenciones de convertirme, algo que suele resultar de por sí vano cuando se trata de un Testigo de Jehová, o de cualquier otro fanático religioso de cualquier otra secta, incluida la católica, por supuesto.

Hice las transcripciones, leí, por curiosidad malsana, algunos de los ridículos artículos publicados en el susodicho panfleto, y volví a su casa para recibir su última lección antes del examen que, por lo sucedido a posteriori, resultó ser la mejor, la más gratificante. Ese día Sharon estaba muy atractiva: el pelo rubio sajón suelto, una camiseta blanca extremadamente ajustada, unas mallas negras que resaltaban su culo y sus caderas… ¡Impresionante!, es la palabra. Como solía llevar ropa muy holgada, nunca habría podido adivinar que Sharon escondía dos pechos tan grandes, un poco separados entre sí, en forma de pera limonera, algo caídos, bien es verdad, pero daba lo mismo… Todo eso me puso un poco nervioso; nerviosismo inquieto que se vio incrementado cuando me contó que su marido y sus dos nenas se habían ido de excursión a los Picos de Europa… y que no regresarían hasta pasadas las once de la noche. Por descontado que no dimos la clase, pero sí que nos pasamos tres horas de lo más salvaje: nunca hasta entonces me habían hecho una cubana y desde luego ella sabía hacerlo; para ello lubricó sus tetas con mantequilla, y luego hizo lo propio con mi polla… ¡Qué sensación! Mi orgasmo llegó incluso a manchar la lámpara estilo victoriano que colgaba del techo de su habitación.

Pero no todo puede ser jauja. Aquella rubia sajona, entregada a todo tipo de prácticas sexuales hacía tan sólo unos minutos, sacó de nuevo a relucir temas escabrosos: “¿Qué te parece si hablamos ahora de Jehová?”, fue la pregunta maldita que me devolvió por completo a la puta realidad. No puede existir nada perfecto. No pude hacer otra cosa que enfadarme ante tal chantaje: “Ya, para que acaben lapidándome por repetir su nombre una pandilla de mujeres judías disfrazadas de hombre con la única ayuda de unas barbas postizas, no te jode”. En determinadas ocasiones, nunca predecibles, puedo llegar a ser un auténtico pedante… Claro está que ella no entendió la supuesta ironía de mi fílmica referencia, porque su siguiente misiva fue de lo más gloriosa: “Si te unes a nosotros te lo vas a pasar muy bien… y no sólo conmigo, que tengo amigas muy guapas en el reino…”. No fui capaz de aguantar ni un segundo más; me vestí a toda prisa y me largué dando un buen portazo… Aprobé la Fonética, por supuesto, y con notable… pero, ¿hice bien? Aún hoy en día, sobre todo en época primaveral, cuando los pajarillos cantan y las glándulas seminales están a rebosar, me acuerdo de ella y, en momentos de debilidad moral, me arrepiento de no haber entrado de lleno en los Testigos del conocido como Jehová… ¿Cómo hubiese sido el hacérmelo con Sharon y una de sus amigas al mismo tiempo? Por desgracia nunca lo sabré, aunque en mi imaginación pre-masturbatoria siempre habrá un hueco para esa fantasía…

¿Ingrid? ¿Qué pasa con Ingrid? Ella también puede presumir de delantera, pero, como ya he dicho antes, a ella no la puedo incluir en este selecto grupo; ella es, o mejor dicho, era y representaba lo que vulgarmente llamamos amor… aunque a veces me quedó mirando fijamente la foto de mi abuela Dolores y me descubro de repente alucinado con mi vista clavada en su prominente busto… No se porqué, pero creo que me recuerda a Ingrid… ¿Será grave, doctores?”.

… DE LA VIDA… XXXVI – EL FANTASMA DE LOLA, LA CARRETONA

XXXVI.

EL FANTASMA DE LOLA, “LA CARRETONA”

Febrero de 1944. Un invierno especialmente crudo en el pueblo
de Cacabelos cubría con su blanco manto de hielo y escarcha cada calle, cada acera, cada tejado, cada carro que, por no tener sitio en la cuadra, dormía a la intemperie.
Poco había ya que trabajar en los viñedos, ya podados y con su alfombra de arcillosa tierra recién arada. El vino fermentaba pacientemente en las barricas de roble. Cada familia elaboraba sus propios caldos, de la manera tradicional, y, por supuesto, según las necesidades, bien de consumo personal, o bien de venta en el caso de aquellos que regentaban una de las muchas bodegas que se sucedían a lo largo de la Calle Santa María.
Carlos, “El Carretón”, ayudaba a su padrastro en la bodega, a la vez que aprendía los múltiples secretos del arte de la enología. A sus dieciséis años había superado con creces a Don Eutiquio, famoso en toda la región por sus tintos jóvenes con aroma afrutado, dignos del mejor bodeguero, pero siempre reacio a vender al por mayor para evitar, de esa manera, el disfrute de sus convecinos.
Eutiquio era un hombre huraño, de carácter reservado y frío; un ser anti-social, un punki de los años cuarenta… Sólo tenía ojos para su hija Angustias. Para Carlos sólo quedaba trabajo y más trabajo a cambio de cama y comida. Y gracias.
Una tarde, Carlos comprobaba la fermentación del orujo, licor que los más osados expertos también elaboraban. Fuera, en la calle, tres grados bajo cero; dentro, en la bodega contigua a la cuadra, un agradable calorcillo que emanaba vaporoso de cada una de las humeantes barricas. Decidió sentarse al calor, no sólo de la uva fermentando, sino también de una botellita de aguardiente de tres cuartos de litro de la cosecha de dos años atrás; doble efecto calorífico – etílico que acaba por cerrar sus cansados ojos.
Transcurridas unas dos horas, una luz cegadora despierta súbitamente a Carlos. Todavía adormecido, no es capaz de distinguir nada, tan sólo tapa sus ojos con las manos para evitar instintivamente que semejante resplandor dañe su vista, recién llegada del desconocido mundo de los sueños. Restriega sus ojos procurando no presionar en demasía los párpados. Aunque realmente asustado, decide afrontar con decisión la presencia de aquel resplandor, para lo cual separa los dedos anular y corazón de su mano derecha, dejando así el hueco suficiente como para poder ver a través de él… La luz, de un tono azulado, se ha vuelto más tenue, ya no resulta tan molesta. Carlos se lamenta, “joder, no tenía que haberme bebido todo el orujo… ¡Puto frío de los cojones!”. Llegado a este punto, se siente capaz de abrir también su otro ojo; fija bien su vista para distinguir entre los halos de luz que aún permanecen ante él, una silueta que parece humana. Automáticamente, sin darse apenas cuenta de sus actos, estira su brazo derecho hasta una altura en la que puede asir, con toda la fuerza posible, el mango de una pala que, hasta ese momento, reposaba verticalmente apoyada contra el cubeto del blanco.
– ¡¿Quién anda ahí?! – Su voz suena firme, aunque sí que denota cierto tono de nerviosa impaciencia.
No hay respuesta, sólo un ligero acercamiento de la luminosa silueta hacia la posición que ocupa Carlos.
– ¡No te muevas, que te meto un palazo que te dejo ahí seco, cagondiós! – Por un instante piensa que aquello puede ser una especie de aparición mariana… o marciana.
La extraña presencia sigue acercándose, a la vez que comienza a mover una extremidad parecida a un brazo con un gesto tranquilizador. Se sitúa a un metro escaso de Carlos, que, no soportando ya por más tiempo la sensación de pánico, decide descargar toda su adrenalina asestando un buen golpe de pala al intruso.
– ¡¡Me cago en tu puta madre… toma, hijo de puta!!
El golpe seco contra el duro suelo, debido al efecto de retroceso, se vuelve contra él autodescargando toda la fuerza antes empleada sobre la extrema tensión muscular de sus brazos. Como respuesta al calambrazo suelta la pala, que cae justo a los pies de su supuesta víctima… No puede salir de su asombro. ¿Cómo ha podido fallar el golpe?
– ¿Q-q-quién eres? ¿Qué quieres de mi? ¡No me hagas daño!
No le queda otro remedio que intentar una negociación. Sus pulsaciones han llegado al límite de lo humano… Esos rasgos que ahora puede distinguir casi perfectamente le resultan familiares, a pesar de estar muy difuminados. Se da cuenta de que a través de esa cara puede ver la portezuela de acceso a la corripa de los cerdos. “¡Madre mía, es transparente! ¡Es un fantasma!”, piensa aterrado mientras cede humillado toda la iniciativa a “aquello”. Comienza también a notar como la orina caliente moja sus pantalones y se desliza por entre sus piernas en dirección a sus pies…
– No tengas miedo, Carlos, que soy yo.
– Pero… ¿y quién es usted?
– Soy Dolores, tu madre.
– ¿Mi madre? Mentira. Eso no puede ser. Mi madre murió hace ya once años y cuatro meses… ¡Lárguese! ¡Déjeme en paz!
– Soy yo, Carlitos… Claro, no puedes reconocerme… ¡Ay! Eras tan pequeño… ¿Aún conservas la cadenita de plata con la imagen de San Antonio que te regaló tu madrina?
– ¿Mamá…? Pero, ¿de verdad eres tú?
– Sí, hijo, sí. Perdona por haberte asustado, pero no me quedaba otra alternativa. Es necesario…
– ¿El qué? ¿Qué es necesario?
– Esto… el aparecerme así, de repente, ante ti, sin poderte avisar. Es nuestra obligación.
– Ya, todo lo que tú quieras, pero casi me cago de miedo.
– ¡Qué va! Si has sido muy valiente. Muchos otros escapan o se desmayan…
– ¿Muchos? Joder, ¿qué es, que vas apareciéndote por ahí a todo el mundo?
– No hombre, no. No me refiero a mí. Lo digo por lo que me han contado otras ánimas. Esta es mi primera y también última presencia ante un ser vivo, de los que estáis en la fase uno.
– ¿Y por qué a mí? ¿Por qué me has elegido a mí?
– Porque eres mi hijo… Veo que tienes una vida muy difícil, que Eutiquio no sabe, o no quiere, ser tu padre.
– Es un auténtico hijo de puta. Me la armaste buena, madre, al traerlo a casa…
– Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Si tú supieras todo lo que he sufrido por ti… No sería capaz ni de explicarlo… Pero ahora escúchame con atención, Carlos: Va a ser mejor que te vayas del pueblo, que te alejes lo más posible de tus problemas aquí… Además… además aquí tu vida corre peligro.
– Ya me lo imaginaba. Si sigo aquí por mucho tiempo, o mato al cabrón del Eutiquio, o me empluman por rojo. Soy comunista, como tú.
– Sigue mi consejo, hijo. Hazme caso… Mírame a mí, que estoy donde estoy por defender mis ideas; aunque no reniego y no renegaré nunca de ser lo que he sido en mi fase uno, mejor hubiese estado a vuestro lado, cuidándoos.
– Ya no hay vuelta de hoja, mamá. Lo hecho, hecho está.
– Tienes razón; ése es otro de los motivos por los que estoy aquí ahora.
– Pero… ¿Dónde estás en realidad? ¿Qué haces?
– Me encuentro en la segunda fase de la existencia cósmica. La primera para mí se acabó el cinco de octubre de 1934… Perdí mi cuerpo.
– Y ahora, ¿te queda sólo el alma?
– No, no es exactamente lo que entendéis por alma. No existe el cielo, tampoco el infierno… Sólo existe un único Universo en el que estamos todos, los vivos y los no-vivos.
– O sea, que todos los fantasmas andáis por aquí, dando sustos por el mundo, ¿no?
– No, todos no. Los de la cuarta fase pueden estar en cualquier otro rincón del Universo, después de haber realizado su viaje interestelar.
– ¡Ah! Muy curioso… Mira, aunque seas el espíritu de mi propia madre no me creo ni una sola palabra… Eso de las fases, no sé, suena a chino…
– No, si yo no pretendo convencerte; mi misión consiste tan sólo en avisarte del peligro que corres si te quedas. Vete lejos, muy lejos, lo más que puedas… ¡Ah!, y ten mucho cuidado con el color rojo.
– ¡Pero yo soy comunista y no…!
– No, bobo. Me refiero al rojo perceptible, al color de… de… del mango de esta pala, por ejemplo, no al matiz político, que ese está bien. Ten en cuenta que cualquier cosa de color rojo puede causar muchos quebraderos de cabeza a nuestra familia…
– Ya. Creo que ya lo entiendo: si veo algo de color rojo desconfío, ¿no?
– Eso es, hijo, eso es… Bueno, no tengo más tiempo… debo irme ya.
– ¿A la siguiente fase?
– No, todavía no. Debo esperar pacientemente a que nazca la siguiente generación de nuestra familia… A ver si no me hacéis esperar mucho… No me está permitido explicar nada más sobre este tema.
– No entiendo nada, absolutamente nada… De todas formas, madre, haré todo lo que esté en mi mano…
– No lo olvides: el color rojo es el contrapunto negativo de nuestra familia… ¡Vaya una contradicción!
– Lo tendré siempre en cuenta. Oye, ¿y cómo es la tercera fase? No me has contado nada sobre ella.
– Ni yo sé muy bien en qué consiste esa fase… Creo que tiene algo que ver con el ciclo de la vida.
– ¡Madre! ¡Qué yo dejé de estudiar a los diez años! ¿Qué coño es eso del ciclo de la vida?
– La materia no se crea, tan sólo se transforma.
– Pues muy bien, cojonudo… en tu fase debéis ser todos listísimos…
– Ten paciencia, hijo mío, que ya te enterarás cuando llegue el momento… Terminó mi tiempo. ¡Adiós, Carlos! ¡Te quiero! ¡Cuídate mucho!
– ¡Adios, madre! ¡Hasta siempre!
El espectro se va alejando lentamente hasta convertirse en un punto de luz casi imperceptible. Carlos se despierta de nuevo y se da cuenta de que todo ha sido un sueño. “¡Menos mal!”, piensa antes de comenzar a notar los efectos de la aguardentosa resaca. Se incorpora, sacude el polvo arcilloso de sus pantalones negros de pana, acto con el que descubre que está completamente mojado por la zona de su entrepierna. “¡Joder, me he meado! Vaya borrachera, coño”, se dice mientras echa a andar en dirección a la puerta de la bodega, aunque sin dejar aún de quitar su vista del húmedo cerco de sus pantalones. Oye entonces la voz de su padrastro que lo está buscando para que vaya con él a recoger unos cántaros de vino. Carlos, al apresurarse para darse pronto a ver y que así la bronca sea mínima, dentro de la supuesta gravedad de su falta, se tropieza con el rojo mango de la pala de remover el estiércol en la pocilga. “¿Quién cojones habrá puesto ahí esta pala?”, se pregunta extrañado justo antes de contestar al impaciente Eutiquio con un sonoro “¡ya va! ¡Ya vaaa!”.

… DE LA VIDA XXXV…

XXXV.

El tío Carlos preparaba sus maletas colocando cada prenda con sumo cuidado. Los pantalones bien dobladitos, en perfecta simetría con la raya de cada pernera; las camisas, bien planchadas, ocupando cada una su lugar la una encima de la otra hasta formar una consistente pila, no superior al ancho de la maleta… Pedro observaba atento la escena desde la puerta del cuarto. Carlos era una persona casi desconocida para él hasta hace tan sólo unos días. Siempre existen referencias familiares sobre los que se van, los que emigran a tierras lejanas y se convierten, sin ellos quererlo, en seres pertenecientes a la mitología de la familia. No había sucedido eso con Carlos, el paria, el desterrado por propia iniciativa. Carlos, el argentino en su tierra, y el gallego, como tantos otros, en el Río de la Plata.

Pedro supo que su madre tenía un hermano al hacer la Primera Comunión, al recibir un regalo sorpresa (una camiseta del “River Plate”), enviado desde Buenos Aires por correo aéreo urgente. Desde entonces hasta el momento presente, poca información había llegado a oídos de Pedro acerca de su tío, salvo el viaje sorpresa de hace unos años con la excusa de una pequeña herencia, aunque Pedro, en aquella ocasión, era demasiado pequeño como para poder entablar una consistente relación con su tío.

Carlos seguía con sus preparativos. Sólo restaba ya cerrar las maletas, pero antes de hacerlo, guardó la foto de su madre con mucho mimo en uno de los bolsillos laterales de uno de los bártulos.

– Por fin estás conmigo, viejita. – Susurró

– Quedó bien la foto, eh, tío.

La intervención de Pedro sobresalta a Carlos, que se creía en la más absoluta de las intimidades.

¡Ché! Pero vos que hasés acá. ¿Cómo es que no estás en misa con tus papás?

– ¡En misa yo? ¡Que va hombre! Renegué de toda religión hace más de un año. Ya te he dicho en otra ocasión que soy ateo, pero por puro convencimiento, después de reflexionar a conciencia sobre el tema.

Pucha con Pedrito. Recuerdo cuando mi hermana me desía en sus cartas que vos eras un niño modélico: obediente, cariñoso, sentadito cada domingo en el banco de la igleeeesia… Además, cuando vine hase seis años, vos no salías de la sacristía.

– Ya, es cierto. Pero no te creas, que lo mío me ha costado llegar donde estoy. Buenas riñas he tenido que aguantar. Y lo que me queda…

– No te preocupés, seguro que tenés una vida fásil; al menos mucho más de lo que lo ha sido la mííía.

– Ya, claro. Siempre decís lo mismo… Oye, ¿por qué no nos vamos a tomar unos vinos para abrir el apetito?

– Por supuesto, sobrino. Nada mejor que un tinto de criaaansa para abrir el apetito. ¿Sabés? Sho sé mucho de viiinos…

– ¿En serio?

El pueblo había cambiado totalmente ante los ávidos ojos de Carlos. No reconocía ni sus casas ni a sus gentes. Pocos amigos de su infancia vivían ya en él. Sólo la gratificante visita a Doña Anunciación, una antigua amiga de su madre, había satisfecho por completo sus ansias de recuerdo.

Para Pedro, que conocía de vista a la anciana señora, al igual que a todos los habitantes del lugar, aquella visita había sido, sin embargo, toda una revelación. El poder conocer la historia de su abuela por boca de una de las compañeras de fatigas de Dolores, contribuyó especialmente a la creación de un referente imaginario en el mundo de las ideas de Pedro. Si no hay dioses, al menos tienen que existir símbolos que santifiquen y justifiquen, en cierta medida, algunas de las acciones ante las que la indecisión puede llegar a volvernos completamente chiflados.

Pero el plato fuerte, el más inverosímil, aún no había sido desvelado. Esa misma noche, después de la visita a la vieja Anuncia, Pedro y el tío Carlos se quedaron solos en la cocina al calor que desprendían el brasero recién encendido, y la yerba mate que Carlos acababa de preparar.

Conversaban plácidamente, en buena armonía, como si fuesen dos amigos de toda la vida.

Sabés, pibe: Hay algo sobre mi vieja que nunca he contado a naaaadie, absolutamente a naaaadie; y hoy te lo voy a contar a vos.

– Vaya, me siento privilegiado

– No te lo tomés a chirigota. Escuchame atentamente. ¿Vos creés en los espíritus?

– ¿En los espíritus? ¿En que existen fantasmas o algo así?

– Eso es, en las aparisiones, en que hay una vida, o algo paresido, después de la mueeerte.

– Pues la verdad, no, no mucho. Soy bastante escéptico al respecto. Sólo creo en lo que pueda percibir con mis cinco sentidos; y aún así…

Sho pensaba como vos, hasta que la vi; y la vista es un sentiiiido, ¿no? Pero es que no sólo la vi, platiqué con eeesha largo y tendido.

– ¿Con ella?

– Sí, con esha, con mi viejita… con tu abueeeela.

– ¡Con la abuela? ¡Venga ya!

– Vos escuchame, y luego opinás.

– Vale, vale; no te enfades, tío, que soy todo oídos.

… DE LA VIDA XXXIV…

XXXIV.

Como todos los años, el quince de noviembre estaba reservado, era una fecha marcada para siempre en el calendario interior de Pedro. Había ido a su pueblo a visitar a Simón, a hacerle el correspondiente resumen de los acontecimientos del año transcurrido a su viejo amigo.

Allí estaba la madre de su amigo, en el cementerio, colocando un gran ramo de rosas rojas sobre la tumba de su añorado hijo, repitiendo automáticamente cada movimiento que, con el riguroso luto que aún la vestía, parecía, cada año, una nueva toma del mismo plano. Sólo su pelo, poblado ya de canas, y las arrugas que inundaban su cara delataban el paso del tiempo – quince años, cinco mil trescientos setenta y cinco largos e interminables días para una mujer cuyo único hijo se había muerto habiendo cumplido tan sólo seis primaveras -. No tuvo más hijos. Su marido se vio obligado a abandonarla, por pura y dura extenuación – no soportaba ni por un minuto más vivir en un mar de continuo sufrimiento huracanado -. Sólo Simón, el eterno niño preso de por vida en su memoria, la anudaba a la barandilla del puente que, en su caso, separa la vida de la nada.

– Buenas tardes, señora Rosalía.

– Buenas tardes – Ella alza la vista y ve a Pedro de pie, a su lado, tranquilo, con las manos en los bolsillos – ¡Mira Simón, ha venido tu amigo Pedro a verte!

– Sí, claro. Ya sabe que nunca falto a la cita con Simón.

Doña Rosalía se lo queda mirando durante un largo instante, luego se acerca a él y le acaricia el pelo.

– Vaya grande y guapo que estás. Son veintiún años ya, ¿no?

– Si, señora, cumplidos el trece de julio.

– Ya… El de Simón es del dos de febrero… ¿Recuerdas la fiesta de cumpleaños?

Pedro asiente con un gesto. No pretende tirar mucho de la cuerda, y sigue escuchando.

– Estaban también Miguelín, el de “La Frasia”, y aquella niña tan mona… ¿Cómo se llamaba…? Si, hombre, la hija de aquellos que tenían una droguería en la plaza, que habían venido de Foz.

– Merceditas, era Merceditas. Mucho nos metimos con ella aquel día.

– ¿Qué será de ella? Se fueron hace ya nueve años, creo que a Vigo… No sé, no lo recuerdo con exactitud.

Rosalía, como tenía por costumbre cada quince de noviembre, cambió la foto de su hijo, colocada allí en medio de la cruz que presidía la tumba. Abrió el portarretratos de cristal, sacó la descolorida imagen de su retoño, y puso allí una nueva copia de la misma imagen, exactamente igual: el Peter Pan de Cacabelos. Dio un beso muy sonoro a su pequeño hijo, limpió cuidadosamente la marca de sus labios impresa sobre el papel fotográfico, y se despidió de los dos amigos.

– Bueno, os dejo, que así podéis hablar a gusto.

Anochecía con toda la rapidez del otoño. Un cementerio siempre resulta un lugar siniestro: los cipreses que hacen guardia, en fila de a uno, frente a cada sepulcro, el ruidoso crujir de huesos que se van resquebrajando, junto con ese perenne silbido fruto de la gula de miles y miles de gusanos que intentan abrirse paso entre carne putrefacta, pueden provocar pánico al más pintado. Pero Pedro ni se entera. Sigue contándole sus cosas al amigo perdido, mezcla de papel Kodak de Luxe y de losa de mármol granítico. Este último año ha sido especialmente duro.

– Tú que eres amigo de la muerte…Bueno, igual eso suena un poco fuerte, así como a legionario o algo parecido. Me refiero a que, ya que estás en una situación totalmente desconocida para una persona con vida, pues eso, que podías ayudar a mi amigo Javi, para que aguante, para que sobreviva. No creo en fantasmas, y eso que me da la impresión de que me gustaría poder hablar con uno, con el tuyo, con el de mi abuela Dolores… No sé… Tampoco creo que exista una especie de vida después de la muerte… Claro, ahora te preguntarás qué coño hago aquí, hablando solo delante de tu tumba. No sé explicarlo bien, sencillamente crecemos y nos vamos haciendo más y más complejos. Y eso que yo no soy de los mas raros. Ahí tienes a Ingrid, por ejemplo. Ya ves, ahora me siento algo ridículo. Casi es ya noche cerrada y sigo aquí, solo y sin notar aún la más mínima sensación de miedo… ¿O sí? Tengo que despedirme ya, amigo. Vuelvo dentro de un año. ¡Ah! Y no te cortes, si quieres presentarte como aparición fantasmagórica ante mi, no lo dudes ni un instante… Recuerda que todavía me debes unas cuantas canicas.

Y se va caminando despacio sin dejar de mirar al frente, a ese portón metálico que separa a los vivos de los muertos. Decide, mientras, fumarse un cigarrillo porque el miedo empieza a acelerar su ritmo cardíaco. Piensa que quizá no tenía que haber animado a su amigo a convertirse en fantasma, y más aún cuando se da cuenta de que, claro, no dejaría de ser un ánima de seis años. “Sería algo así como Tom Hanks en ‘Big’, sólo que al contrario… Supongo”. De esta forma apura sus últimos pasos, que ya denotan algo más de prisa, hasta empujar el portón y salir del camposanto. Una vez a salvo, da un fuerte resoplido de alivio, y controla con suma avidez que, de puertas afuera, todo sigue en su sitio: la fábrica de cementos en frente, coches que pasan en dirección a Quilós, Canedo o Vega de Espinareda…

A mi que me incineren, y que tiren mis cenizas donde les salga de los cojones”, se dice a sí mismo.

Al día siguiente regresa a Oviedo y, como siempre que viene del pueblo, llega cargado de viandas típicas de la tierra: chorizos, botillos, jamón, y conservas caseras de pimientos, castañas, y cerezas en aguardiente, que, entre los cuatro del piso, no suelen durar más de una semana. Esa misma noche se beberán todo el aguardiente y se comerán también las ricas cerezas, impregnadas de buen orujo hasta el mismísimo hueso; ya aniquilarán medio jamón, así como cinco o seis chorizos. Si sus padres supieran de este consentido y compartido saqueo, no se esforzarían tanto en preparar todos esos manjares para tener bien alimentado a su vástago.

Cargado como una mula, se dirige hacia la salida de la estación de autobuses. Se para cada seis o siete pasos para ir cambiando los paquetes de mano, y así compensar, de alguna manera, tamaño peso. Se va imaginando las caras de hambrienta alegría de estudiantes-en-piso que el contenido de los paquetes provocará en los demás.

Llega hasta el portal del número 36 de Fray Ceferino, posa en el suelo los bultos, y busca las llaves en el bolsillo de su pantalón. Gira su cabeza para tocar el timbre ya que no puede dar con las malditas llaves, y entonces ve, pegada en el cristal de la puerta, una esquela. Centra su vista lo más que puede, al no contar con la inestimable ayuda de sus gafas o de sus lentillas, y lee, bajo la jodida cruz de siempre, el nombre y los apellidos de su amigo: Javier Antonio Carril García. “Me cago en dios, ¡¡NO!!”. Su amigo Simón no debía ser muy amigo de la Vieja Dama. Lógico, con seis años sólo quieres tener amigos de tu edad.

… DE LA VIDA XXXIII…

XXXIII.

“Me parece increíble que ése que está ahí postrado, entubado hasta la médula, sea yo. Joder, ¿estaré muerto?… No, no me lo parece: aún tengo respiración, aunque sea asistida. Pero si no estoy muerto, ¿entonces qué coño hago yo aquí, observando mi propio cuerpo? ¡Qué sensación más extraña… ! ¿Dónde estoy? ¿Por qué sigo pensando, sintiendo…? Alguien se acerca; parece un doctor… no, son dos. Mejor me escondo, aunque no creo que sea necesario… ¡Qué tontería!”.

– ¿Qué opina usted, doctor Hevia?

– Creo que es inútil seguir manteniéndolo así. Fíjese: encefalograma plano, muerte cerebral… ya no queda nada por hacer. Deberíamos pedir permiso a la familia para desconectar el respirador… y que la naturaleza siga su curso.

– Sí, sí, opino exactamente lo mismo: ya no queda otro remedio… Le acompaño, entonces.

“Bueno, ¡ya está!, me da la impresión de que he muerto. Ahora mismo no soy capaz de recordar las causas que me condujeron hasta aquí. Sé que había salido el sábado por la noche con Pedro, con Silvia… estábamos en el ‘Chanel’, Poty estaba poniendo ‘Here Comes Trouble’ de los Lazy Cowgirls… no sé, es lo último que recuerdo con claridad.

Como casi siempre, nos metimos de todo: farlopa, pastis, whiskies, cervezas… Mi memoria se pierde en un punto de la noche, y a partir de ahí todo se difumina… ¡Qué más da! La cuestión es que yo ya no me encuentro entre los vivos. ¿Y mis padres? Joder, mis padres deben de estar hechos polvo… Lo que más me jode es que mi hermana se quede con todos mis discos, con todos mis libros; ya no tendrá que pedirme permiso para ponerse mi chupa de cuero negro, pero, por otro lado, ahora seguro que sufrirá por todo que injustamente discutió conmigo… pobre.

Se acerca gente de nuevo… ¡Hostia, si son mis padres con uno de los médicos de antes… !”.

– … les repito que no hay nada más que hacer por nuestra parte, su hijo está clínicamente muerto.

– Pero mire: respira, su corazón sigue latiendo…

– Sí, tiene usted razón, señor. Javier puede permanecer así, como un vegetal, durante meses, incluso años… Pero su cerebro ya no le pertenece. La muerte cerebral no es otra cosa que la muerte misma… Hágase a la idea de que nunca más podrá hablar, ni caminar, ni…

– ¡Basta, no siga! No tiene usted corazón… ¿Cómo puede hablar así de mi hijo? No ve que está vivo… ¡¡ESTÁ VIVO!!

– Vuelvo a repetirle que la medicina ya no puede hacer nada más por su hijo. Está en las manos de Dios… o de lo que sea… aunque la decisión final depende exclusivamente de ustedes. Les dejo a solas para que puedan hablar tranquilamente y llegar a una determinación. Si al final deciden que sea desconectado… bueno, esto es realmente duro de decir, pero como ustedes ya sabrán, hay mucha gente esperando, gente que puede seguir viviendo gracias a los órganos de su hijo…

– ¡Lárguese de aquí! ¡Quítese de nuestra vista…!

– Está bien, está bien… comprendan que es mi obligación como médico… De acuerdo, estaré en mi despacho por si me necesitan.

“¡Joder, qué fuerte! Si mi madre dejase de llorar, de exteriorizar su amargura se me haría todo mucho más fácil. Yo estoy bien, me siento a gusto… Si fuese posible comunicárselo a ellos de alguna manera… Si es que es lo mejor, ¿para qué van a rendir culto a un cuerpo inerte durante años…? Yo ya no soy ese que está postrado en esa fría cama de hospital…

Nunca habría podido imaginarme que morirse consistiese en esto: tu cuerpo se queda ahí, pero tú sigues adelante… piensas, hablas contigo mismo ¿Será el alma? ¿Habrá un cielo o algo similar? ¡Bah!, no creo… sigo siendo ateo, sigo pensando como antes, y además supongo que si hubiese un paraíso al que ir o algo parecido ya me habrían enviado alguna señal, ¿no?”

– ¡Está aquí, Juan! Te digo que siento que vive, que quiere vivir, que me necesita.

– Claro que está aquí, yo también lo estoy viendo… pero no es él, nunca más volverá a ser él, ¡nunca más! ¿Para que le vamos a hacer sufrir? ¿Con qué razón nos vamos a mortificar día tras día…? Se ha muerto, Gloria, se ha ido para siempre.

  – ¡Qué fácil lo ves todo…! ¡Qué fácil!

– No llores… Venga, ven aquí. Tenemos que ser fuertes, apoyarnos el uno en el otro, y dar a partir de ahora todo nuestro cariño a la nena.

– Entonces crees que lo mejor…

– Sí, ahora mismo aviso al doctor para que lo desconecten. También creo que es mejor que donemos sus órganos… así, al menos, vivirá en alguna otra persona que los necesite.

– ¡Ay, Dios mío! ¡Mi hijo, mi hijo… ! Y todo por culpa de ese cabrón… Nunca me gustó que saliera por ahí con ese Pedro… Esas juergas que se corrían viniendo a casa tan tarde…

– Venga, mujer, no culpes así a Pedro. Es un buen chico, son jóvenes…

– ¡Qué no le culpe, qué no le culpe… ! Pero tú viste lo que dijo el doctor el otro día: toda la cantidad de droga y alcohol que llevaba en la sangre… Antes de conocer a los del ‘C’ nuestro hijo no era así; en Madrid casi nunca salía… era un chico más introvertido…

– Anda, cálmate, mujer. Despídete de él mientras yo me acerco a avisar al doctor Hevia.

“¡No, no es justo! No debéis responsabilizar a Pedro. Estáis recurriendo a una postura simplona… no busquéis el camino más evidente… Además, yo soy libre y hago lo que me da la puta gana, ¡joder!, que nadie me ha obligado nunca a hacer nada que yo no quisiera… Y menos mal que han optado por desenchufarme de todos estos horribles aparatos, porque me da la impresión de que mientras sigan manteniendo mis constantes vitales yo no podré salir de aquí, irme a donde tenga que irme. Estoy impaciente ya; ¡qué nervios!… A ver si muero rápido…

Me gustaría poder echarle un cable a Pedro; no quisiera que mi madre lo atosigara de ninguna manera… Bueno, ya pensaré en algo… Y mi madre sigue ahí, llorándome, despidiéndose de mí. ¡Qué raro! ¿Cómo puede ser que el llanto amargo de mi madre no llegue siquiera a tocar mi fibra sensible? Claro, debe ser porque yo ya no poseo ningún tipo de fibra ni nada material… ¡La hostia!”