… DE LA VIDA XV…

XV.

“Hoy he pasado mi primer día en Asturias. He buscado piso, lo que me ha llevado casi todo el día. El piso está bien, me gusta mi habitación: amplia, no da a la calle, ¡pero sí que tiene una cama de matrimonio para mí solo! Ni siquiera he deshecho aún las maletas, y eso que aquí empieza a oler a chorizo que tira para atrás. Me da igual. Mis compañeros de piso parecen majos; tendré que ir tanteándolos, no quiero yo problemas de convivencia, aunque, eso sí, cada uno a lo suyo.

Sólo he pegado en la pared una vieja foto de mi abuela Dolores. ¡Qué guapa era! Murió joven, en la plenitud de su belleza, aquí en esta misma ciudad.

Abuela Dolores, estoy aquí; vengo a rescatarte, a salvar tu espíritu de las cadenas del tirano. ¡Salve al pueblo soberano que lucha por derrocar al tirano!

Mañana comienzo las clases, y todavía no sé cómo se llega a la Facultad de Filología; pero no pasa nada, ya le preguntaré a alguno de éstos, que ellos sabrán el camino ya que llevan viviendo aquí tres años.

Esta misma noche – dentro de un rato, para ser exactos – quieren sacarme por ahí de copas. Pues nada, habrá que estrenar mi nueva ciudad.

¡Hola, Oviedo! Ya estoy aquí; me tienes en tus entrañas. ¿Acaso me esperabas?”

Este fue el primer y último día que Pedro escribió algo similar a un diario.

La hoja reposaba plácidamente dentro de una carpeta clasificadora con las tapas verdes, entre muchas de las cartas que Ingrid le había escrito, todas ordenadas cronológicamente, leídas y releídas en multitud de ocasiones de autocrítica depresión, incluso subrayadas en un vano intento de buscar indicios, señales que pudiesen mostrar algo más que una simple, aunque sólida amistad.

… DE LA VIDA… XIV

XIV.

– Comenzamos a hablar después de haber permanecido unos minutos en el más absoluto de los silencios. A mi lado, ella parecía un gigante (como el rey de su cuento…), cada cosa que me contaba sonaba a nuevo para mí. Estaba aprendiendo, tomando buena nota para comenzar de nuevo mi vida desde cero. Todo lo que para mí era antes perfectamente válido, se destruía… Para más cojones, me sentía fascinado por ella. ¡Jodeeeer!…

Pedro vuelve a iniciar una de sus pausas. Parece que sigue recordando para sí mismo y contándose el resto de la historia.

Fernando sigue respetando todos y cada uno de los silencios; deja que su amigo exprese todo lo que siente en cada momento. No se ve capaz ni de preguntar por no interrumpir la conexión establecida entre Pedro y su musa inspiradora.

– Perdona, tío. Me he quedado ensimismado, en blanco. Es la primera vez que hablo sobre mi historia con ella. No sé, el recuerdo de su cara, de su voz, de todo su ser, me deja totalmente aplatanado.

– Nada, hombre. Tómate el tiempo que necesites, que no hay prisa, ¿no?

– No, claro que no. Joder, ahora que me doy cuenta, no te he ofrecido nada. ¿Te apetece un café?

– Por mí no te molestes.

– Yo, por lo menos, voy a prepararme uno. Lo mismo me da hacer para dos.

– Vale, de acuerdo, tomaré un café con leche.

Y se dirigen a la cocina. Una cocina en la que destaca el relieve de todos los cacharros amontonados en el bañal y sin fregar, el suelo pegajoso, y unas cuatro o cinco bolsas de basura descansando libremente en una esquina muerta.

– Hoy le tocaba fregar a Carlos. ¿Conoces a Carlos?

– Si, en la última fiesta me lo presentaste.

– ¡Ah! Si, claro. Pues eso, el tío se tenía que pirar a toda hostia para clase, y se ha dejado todo esto acumulado para cuando vuelva. La consiguiente putada, es que  ahora tengo que hacer una inmersión manual en el fregadero para buscar la cafetera y un par de tazas, que no queda ninguna limpia.

Pedro hunde su mano y antebrazo derechos entre la montaña de platos, sartenes, ollas y demás utensilios de cocina, hasta que va descubriendo los ansiados tesoros: una taza, otra taza, una cucharilla y, ¡por fin!, la cafetera, sucia y, como era más que previsible, sin desmontar.

– Voy al baño a fregar esto, que aquí no hay dios que se desenvuelva.

Fernando sigue recorriendo con su hambrienta mirada toda la estancia. Ese anárquico desorden tiene mucho encanto para él, para una persona acostumbrada hasta a que le planchen los calcetines… ¡Cómo le apetecería vivir lejos de la impuesta compañía de sus padres!

– ¡Pedro!

– ¿Sí?

– ¿Te ayudo con algo?

– No, no hace falta… Bueno, sí, ya que te ofreces tráeme un rodillo para secar esto, anda. Están en el cajón del platero, en el de la derecha.

Abrió el mencionado cajón, pero allí dentro sólo pudo encontrar dos barajas, un libro de recetas “forrado” con todo tipo de manchas de distintas variedades de grasa, y unas tijeras de quirófano.

– ¡Aquí no están! ¿Miro en otro sitio?

– ¡No, no hace falta! Seguro que están todos en el cubo de la ropa sucia; hace ya casi tres semanas que no se pone una lavadora en esta casa. Joder, llevamos un descontrol…¡Déjalo, anda, que los seco con una toalla!

Fernando esboza una sonrisa cuando Pedro aparece en la cocina, con una toalla blanca entre sus manos, secando una de las piezas de la cafetera. Al finalizar el proceso de secado, los dos se dan cuenta de que la toalla ha adquirido un ligero tono marrón. No pueden evitar reírse a carcajada limpia. Empezaban, de alguna manera, a entenderse.

– Voy a resumirte un poco la historia, que se me está yendo un poco la olla. Para mí, ese día es muy trascendente. Ahí comenzó mi particular salto al vacío, en el que aún estoy… sin comerlo ni beberlo.

Ahora estaban sentados a la mesa de la cocina, el uno frente al otro, mirándose a los ojos al hablar, siendo inconscientes de que comenzaba a surgir un aura de complicidad entre ellos.

… DE LA VIDA XIII…

XIII.

Pedro apuró las últimas caladas del porro y bebió whisky de la petaca que Ingrid se había traído consigo. Comenzaba a sentirse, de nuevo, un poco mareado. No quería hacer nada, tan sólo dejarse perder en el agujero negro de su interior, y escuchar lo que la chica morena que había conocido hacía unas horas le tenía que decir. Ni siquiera pensaba en sus padres, ni en lo que pudiera ocurrir cuando llegase el momento de marcharse para casa. Sentía, cada vez con más convicción, lo futil que había sido su vida hasta ese momento, no ya por haber probado las drogas, o haberse estrenado, aunque sin éxito, en el terreno sexual. No, lo único que sentía era que hasta ese día había vivido como un caracol, un puto caracol que vive con suma lentitud, y que siempre opta por el camino más fácil, el que contenga menos obstáculos. Ahora estaba decidido a buscar rincones, recovecos de vida nueva que pudieran aportarle sensaciones distintas cada día. Punto final a las aburridas partidas de ajedrez, a las horas malgastadas como ratón de biblioteca rodeado por insulsas novelas históricas y tomos de las más variopintas enciclopedias. Como primer paso a tomar, debería buscarse algún amigo. Sentada a su lado podía estar su primera oportunidad, su nueva amiga , o puede que su primer amor, opción que dependía exclusivamente de ella, ya que él estaba dispuesto a todo, listo para la batalla.

– Cuéntame algo, el silencio me agobia, y llevamos ya un buen rato callados. No sé… qué estudias, si sales con alguna chica… Lo que se te ocurra.

– Pues no se me ocurre nada. Mi vida podría contártela en un par de minutos como máximo, pero prefiero no hacerlo porque entonces pensarías que soy un gilipollas, que lo soy, seguramente… Y tú eres mi primera chica; nunca me había fijado en ninguna… Bueno, María José era mi amiga, y yo debía gustarle y todo eso, pero hace tres años aún no había yo desprecintado mi cerebro… Ni hace dos años, ni hace dos días, hace tan sólo … (Pedro interrumpe su diatriba para mirar la hora en su reloj, y ve que es la una menos cuarto de la madrugada) … unas dos horas, más o menos.

– ¡Joder, qué fuerte! Así que tú eres el típico niño bueno, aplicado en clase y sin ninguna falta de disciplina en su vida. ¡Bah! No creo que sea culpa tuya, aún no te habría llegado el momento de espabilar.

– Nunca es tarde para rectificar. No sé, hay un mundo fuera de las cuatro cosas que yo hago: voy a misa los domingos con mi madre, como un autómata; estudio para sacar buenas notas… pero eso no me sirve, ahora lo veo claro. Nunca me había parado a analizar el porqué de las cosas. Tengo todo ante mis ojos y yo siempre paso de largo…

– Creo que no soy muy buena dando consejos, pero puedo decirte que yo llevo casi tres años viviendo un poco al límite. Dentro de poco cumpliré dieciocho, y no creo que sienta nada especial llegado ese momento. Seré mayor de edad, legalmente hablando, pero me da la impresión de que he madurado antes de tiempo…Tú estás en el momento ideal, procura no pasarte con lo que decidas hacer, controla todos tus actos, todos tus vicios, si es que los vas a tener, claro, y, sobre todo, no te dejes dominar por ellos.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira, llevo tres años metiéndome de todo, pero sé cuándo hacerlo y cuándo no. No sé si me entiendes.

– La verdad es que no, no entiendo lo que tratas de decirme.

– A ver… El que yo fume porros no quiere decir que lo tenga que hacer todos los días, ni desde que me levanto hasta que me voy a dormir. Puedo pasarme un mes de vida sana, yendo al monte, a correr en bici… Joder, eso, que si vas a lanzarte al vacío, debes llevar un buen paracaídas mental.

– Vale, lo tendré en cuenta.

Pedro se sentía inferior, a lo que también contribuía el hecho físico de estar sentado en el suelo mientras Ingrid permanecía casi tumbada decubito supino unos escalones más arriba. Notaba toda la fuerza que emanaba de su interior, de cada palabra que ella pronunciaba con ese tono de voz tan envolvente, tan agradable y tan seguro al mismo tiempo. No estaba a su altura, no debía hacerse demasiadas ilusiones. Habían follado, y ella no le estaba dando la menor importancia a ese hecho, lo que le hacía presuponer que ella estaría más que acostumbrada a manejar a los chicos a su antojo; y con él no tenía ni para empezar. Se consideraba a sí mismo como un oponente demasiado fácil, una buena presa, un antílope tullido ante una leona hambrienta.

– ¡Ingrid?

– ¿Qué?

– Sobre lo de antes… Bueno, ya te dije que era la primera vez, en todos los aspectos, vamos.

– ¡Bah! No te preocupes, tío. Sencillamente me apeteció y punto. No vayas a creer que me gustas, o que me estoy enamorando de ti. Me caes bien. Eres un tío raro, de los que quedan pocos. La verdad es que, bien mirado, se puede decir que eres hasta guapo, pero te sacas muy poco partido: ese pelo, esa pinta tan de señor mayor.

Ingrid acarició el pelo de Pedro, luego se incorporó, flexionó su tronco y le dio un beso fugaz, de una décima de segundo, en los labios. Con ese gesto cariñoso, Pedro comprendió que no tenía ninguna opción para enamorar a aquella chica. A él sí que le gustaba Ingrid, se había colado por una chica por vez primera, pero, en un corto intervalo de tiempo, ya comenzaba a notar en sus vísceras los sinsabores de su recién estrenado desengaño amoroso; sensación que hizo aumentar los efectos secundarios del costo fumado y del whisky bebido. La Tierra comenzó a rotar mucho más aprisa. Notó como su estómago empujaba con fuerza hacia arriba e intentaba expulsar de su interior lo poco que aún contenía. Dos arcadas, y se tuvo que poner de pie e irse corriendo a una esquina para vomitar por segunda y última vez. En esta ocasión, Ingrid sí que se ocupó de él. No todo estaba perdido, al menos podrían ser amigos.

… DE LA VIDA XII…

XII.

Pedro decidió estudiar Filología Inglesa porque le apasionaba el Inglés. Sus grupos musicales preferidos eran casi todos británicos o estadounidenses. Podía pasarse horas y horas escuchando música, siguiendo las letras de las canciones, para luego traducirlas. También le gustaba el cine. No se perdía ninguna película en versión original con subtítulos que pasaban por la tele, en el Cine-Club de la segunda cadena. Se sabía los títulos originales de las películas, lo que le hacía parecer un pedante de lo más pretencioso cuando llegaba al Instituto y conversaba con sus amigos: “Joder, tengo un sueño de la hostia. Ayer me quedé a ver Freaks, de Tod Browning, hasta las tres menos cuarto de la madrugada. Es una película cojonuda, con todos esos seres deformes…”

“¡Ah, sí! Te refieres a La Parada de los Monstruos; también me quedé yo a verla. Pero si dices siempre el título en Inglés, ni dios te va a entender”, solía contestar alguno que todavía no había huido.

El Inglés era su futuro: escribiría, traduciría, compondría canciones, vería películas sin subtítulos – todas las de Peckinpah, Wilder, Hitchcock, Altman, Coppola,… -. No veía aún cercano el momento en que se marcharía de casa. La situación con sus padres era casi insostenible. El choque generacional estaba llegando a su límite. Lo mejor sería separarse de ellos para poder hacer su vida sin las consabidas interferencias paternas. La cuestión era: “¿Adónde me voy yo a estudiar?”. León estaba demasiado cerca del radio de acción de papá y mamá, y, además, sólo podría estudiar allí el primer ciclo para luego tener que irse o otro sitio a terminar su licenciatura en Filología Inglesa. Decidió irse a Oviedo después de pasar un fin de semana de juerga con sus amigos, entre los cuales estaba Humberto, que llevaba dos años en Oviedo estudiando Psicología. Humberto le contó todas las ventajas de estar allí: una ciudad no excesivamente grande, con mucho ambiente nocturno, y sin ser éste exclusivamente universitario, algo que ambos odiaban visceralmente – tunas y demás algarabía con un tufo muy, pero que muy decadente -. Además, había que contar con el resto de Asturias: Gijón, Avilés, Mieres, Llanes, todas las fiestas y romerías en pueblos de la costa y de la montaña… Parecía un buen plan el irse a estudiar a Oviedo.

A todo lo anteriormente mencionado, Pedro unió la parte sentimental, propia e intransferible. Se sentía genéticamente muy revolucionario: su abuela, miembro del Partido Comunista desde 1930, Había estado en Asturias durante la Revolución de Octubre del 34, ayudando a sembrar ilusiones renovadoras en la gente oprimida. Iban a conquistar el mundo. El pueblo vencería, si duda…

Pero la abuela Dolores murió en las calles de Oviedo. Franco había tomado el mando de las operaciones contrarrevolucionarias, y un regular se cruzó en su camino, y tras dispararle en su pierna derecha, atravesó el frágil cuerpo de Dolores con su maldita bayoneta calada. Se desangró allí mismo, tirada en la calle y sin que nadie pudiese ayudarla. Esa era, al menos, la versión de la señora Anuncia, una antigua amiga de Dolores, viuda de Ramón ‘El Stalin’, el cual también había participado en aquella mítica revolución del ’34 junto con muchos otros compañeros bercianos, aunque él tuvo más suerte que Dolores: murió en el ’91, de puro viejo.

A Pedro le gustaría saber dónde había muerto su abuela, en qué calle, en qué dos metros cuadrados había respirado por última vez. Le rendiría el homenaje merecido.

Toda esta historia, aunque pueda formar parte de un mito, aunque pueda haber sido exagerada un poco debido a la literatura oral popular, se la había oído contar a su tío Carlos cuando éste estuvo de visita – para confirmarla, Carlos llevó a Pedro a casa de la anciana Anuncia para que así su sobrino pudiese escuchar todo el relato por boca de una amiga de su abuela; por boca de la que, ocho meses después de lo ocurrido en Asturias en el ’34, se casó con ‘El Stalin’, que había vivido casi en directo, según contaba él cuando se ponía en plan batallitas, la agonía de Dolores. Su madre, que no quería recordar las aventuras proletarias de “Mamá Dolores”, no contestaba nunca a las preguntas que Pedro le hacía al respecto. Hacía ya dos años que Pedro se interesaba por la vida y milagros de su abuela; le gustaba ver aquellas fotos antiguas en las que se veía a su abuela, junto con otras mujeres, en la Cooperativa de Tabacos que habían montado.

No quedaba la más mínima duda, Oviedo era el sitio idóneo para irse a estudiar, o a lo que fuese menester. El espíritu de la abuela Dolores le protegería, seguro.

… DE LA VIDA XI…

XI.

     Un cigarrillo rubio se consumía apoyado sobre un cenicero blanco, recuerdo de uno de los pocos pasos de Pedro por un hotel. La habitación se iba llenando paulatinamente de humo, y los ojos de Fernando comenzaban ya a pedir auxilio a lágrima viva de lo irritados que estaban, aunque ni siquiera se atrevía a restregárselos por no perder ni un solo ápice de atención a lo que estaba escuchando. Seguía atentamente cada uno de los movimientos de Pedro, cada gesto, cada una de las palabras que, en conjunto, estallaban en el interior de su masa cerebral como petardos de satisfacción. Sin darse ni cuenta, acercó su mano derecha al paquete de cigarrillos que estaba sobre la cama, sacó un pitillo de su interior y pidió fuego.

     – Hombre, el que no fumaba, el que se queja del humo en clase.

     – Ya ves, si no puedes con el enemigo… pues eso, únete a él.

     – ¡Ya! Voy a abrir un poco la ventana. No te creas, que a mí también me molesta el olor a tabaco, sobre todo para dormir. No soporto dormir con un cenicero lleno de colillas dentro de la habitación.

     Pedro odiaba los refranes, las expresiones hechas y aplicables, de una forma harto evidente, a situaciones concretas. Pensó que igual no era Fernando la persona más indicada para escuchar su gran problema existencial. Sin embargo, al abrir la ventana y recibir un poco de aire fresco en sus pulmones, cambió de idea: probablemente, el hecho de explicar todo el asunto a alguien que sólo le provocaba sensaciones neutras, ayudaría a dar objetividad a su decisión final. Los consejos que podía recibir no estarían tan mediatizados. Además, Fernando parecía, tras una primera impresión, una persona analítica y con paciencia para escuchar. Decidió tantear un poco la actitud de su compañero de Facultad.

     – No sé, igual te sientes incómodo… Tampoco me conoces lo suficiente, y ahora te estoy metiendo todos estos rollos, que no dejan de ser mis propios problemas.

     – ¡Qué va! No estoy incómodo en absoluto. Ya sé que no somos muy amigos y todo eso, pero me caes muy bien, te tengo bastante aprecio. Puedes contar conmigo para lo que sea.

     – Gracias, tío.

     El agradecimiento era sincero por parte de Pedro. Ya podía continuar con su relato, podía confiar en Fernando – mejor una persona discreta que cualquier colega cotilla de los que cuentan todos los detalles de tu vida al primero que se pone a tiro.

     – Pues nada. Entonces seguiré contándote mi historia. Puede parecer un poco larga, igual sería mejor ir directamente al grano, pero creo que para entender lo que ha ocurrido es necesario sentar todos los precedentes. Tienes que saber quién es Ingrid (aunque eso no creo que lo sepa nadie) y tienes que saber también quién soy yo.

     Y enciende otro cigarrillo para luego tumbarse cómodamente sobre las sábanas revueltas.

     – Después de mi primer polvo, de haber vomitado hasta la bilis por culpa de toda la mezcla que llevaba dentro, lo siguiente que recuerdo es a mi madre lanzándome reproches, y yo, que hasta ese día había sido tan buenín, el ejemplo de hijo modélico, mandé a mi madre a tomar por el culo y, acto seguido, me fui; salí del salón para buscar algo de aire fresco y así aclarar un poco mis ideas. Necesitaba asimilar las dos últimas horas de mi vida. También buscaba a Ingrid, no dejaba de mirar hacia la puerta para ver si ella entraba o salía. De repente, alguien me toca por la espalda. Era ella, que venía de meterse unas rayas de coca con su hermano. El se largó, y ella se quedó conmigo. La cosa, en principio, prometía.