LA VISTA ATRÁS – II

II.

Fue un duro invierno aquel de 1942. Nevó copiosamente durante cuatro días, que incluyeron fastidiosos los dos del velatorio y también el del sepelio. El muñeco de nieve asistió impávido, sonriendo desde su puesto de vigilancia en la calle, a pocos metros de la puerta de la casa del “paparrán”, y ya sin nariz, a las exequias por aquel desgraciado al que habían pillado más que infraganti los picoletos en la estación de ferrocarril de Burgos. El “paparrán”, muerto bajo el peso implacable del yugo del miedo y las flechas – tornadas balas – de la justicia (no del todo justa cuando su aliento nos cae cerca) de los hombres.

– Yo tenía tan sólo cuatro años. Eché mucho de menos al padre y, es curioso, ahora sólo soy capaz de recordar aquel muñeco de nieve.

– Eu tamén. Ficímoslo xuntos… … Pero a madre portóse muy bien. Sacónos adelante sin ningún poblema.

– Es buena verdad esa, Antonio.

– Tú pasástelo mal n’aquel tiempo, hermao. Unos días tabas alegre, e outros nun se te podía nin falar. Nun querías xugar con nos.

– Algunos días no estaba para recibir ni consejo. Tienes toda la razón… Creo que incluso llegué a asustar a nuestros amigos en más de una ocasión.

– Sí, ho. Me recuerdo de Carlos o “carretón”, o que se foi pa la Argentina. Teníate miedo. Y eso que de aquela él xa era un mozo.

– Era mi mejor amigo en la escuela. Me enseñó a leer, las cuentas…

– Un día marchou berrando desta casa. Asustástelo de veras.

– Puede que por eso se largase del pueblo cuatro años más tarde, porque no me soportaba delante. El cura, Don Aquilino, llegó a pensar incluso en el exorcismo.

– Veña, ho. Deixate de caralladas, hermao.

Los “paparranes” eran vecinos, casa con casa, de los “carretones”, aunque de estos últimos ya no quedase con vida la única heredera y portadora de tal apodo, Dolores, Lola la “carretona”. Eutiquio, el viudo de la “carretona”, no era descendiente de “carretones” sino de “furraxos”. Pero, por suerte para los hijos, Carlos y su hermana pequeña (hermanastra, para ser justos, ya que sólo compartían madre) Angustias sí que habían conseguido ligar el concepto de “carretón” a sus respectivas personas, y sin el más mínimo esfuerzo por su parte. No querían ser “furraxos”; no querían conexión alguna – sobre todo Carlos, que además ni siquiera era hijo natural de Eutiquio; ni siquiera sabía a quién debía algunos de sus rasgos físicos… No llegaría nunca a saber quién había sido su padre biológico – con tan despectivo mote. Puede que fuese por respeto hacia Dolores, hacia su memoria. Lola la “carretona” se había convertido en una especie de mito retórico entre una parte muy importante de las gentes del pueblo de Cacabelos desde su violenta muerte, acaecida durante la revolución del ’34 en Asturias.

… DE LA VIDA LX…

LX.

Escena final: Pedro e Ingrid en una sidrería de Oviedo; es un domingo de resaca, como casi todos; ambos protagonistas discuten en perfecta simbiosis.

– No te cortes, venga, venga, más… sigue. Si quieres pido una libreta en la barra y me apuntas en ella todos tus conocimientos sobre el séptimo arte… y eso de no-sé-qué de “jot”… pero tú, ¿de qué vas? No eres más que un pedante… patético…

– Desisto. Eres imposible, sabes bien cómo joderme… pero es que vas siempre atacando con lo evidente… no hay manera…

– ¡Hala! No te desesperes… Es que me jode un montón que te las des de listo conmigo; eso mejor lo dejas para los impresentables de tus amigotes.

– ¡Nah!… No insistas; paso de seguir con esta discusión.

– Sí, anda… vámonos a casa, que tengo que tomar una pastilla para el dolor de tarro.

– ¿Pero no te ha pasado todavía?

– Pues ya ves, no… y contigo menos, pesao, que no haces más que aumentármelo.

– Si quieres, yo tengo en mi botiquín aspirinas, gelocatil… ¿o prefieres una de las que tú te has traído…? ¿Cómo puedes estar tomando el puto ‘Prozac’ de los cojones?

– … Ya ves, me las recetó mi médico…

– Tú sabrás… No son más que putas anfetas. Crean adicción… lo sabes.

– Joder con el moralista; cómo si tú no tomaras nunca nada… Lo de ayer noche qué eran, ¿pastillas para la tos?

– ¡Anda la hostia…! El que nos tomemos algún ‘equis’ de vez en cuando no significa que seamos unos yonkis, unos adictos. Tú me aconsejaste sobre todo esto cuando te conocí; ¿ lo recuerdas?

– Claro que lo recuerdo, gilipollas. Pero, ¿recuerdas tú cómo eras cuando te conocí?

– Hombre, aún tengo buena memoria. Era un ser tremendamente gris, en un estado de ensimismamiento continuo… un gilipollas, en definitiva, para qué andar con rodeos.

– Tampoco sería para tanto… Tú eres bueno, eres buena persona; en eso sí que no has cambiado.

– Pero sí que ha cambiado mi actitud ante la vida, que es lo más importante… creo yo.

– Sois dos, el Pedro que ya es historia, Pedro uno, y Pedro dos desde los dieciséis hasta ahora… y que dure, ¿no?

– Sí, que dure. Sabes, eso de los dos Pedros me recuerda una historia que me contó hace un año y pico mi tío Carlos. Resulta que, cuando él era un chaval, se le apareció el fantasma de su madre, de mi abuela Dolores, la de la foto de mi habitación… al menos eso dice él.

– ¿Y tú te lo crees?

– Hombre… no, no del todo… No, no me creo ni una palabra. Además mi tío asegura que mantuvieron hasta una conversación y todo. Dice que ella le explicó una teoría sobre la existencia del ser a través del tiempo… No lo puedo recordar con exactitud, aunque sí que me habló sobre un rollo de cuatro fases en el devenir del ser humano: la primera, la vida en la Tierra; la segunda, como espíritu…

– ¡No me digas! – y en ese instante Ingrid se echa a reír a carcajada limpia, sin poder siquiera contener las lágrimas. Desde el hilo musical de la sidrería se puede escuchar a Alison Moyet cantando «I don’t know what’s going on, it scares me, but it won’t be long…» (No sé que está pasando, me da miedo, pero no durará demasiado…)

–  Joder, pues yo no le veo la gracia…

… DE LA VIDA LVII…

LVII.

La música a todo trapo hace que hasta las paredes se tambaleen. Pedro y Javi están escuchando un disco de los Dead Kennedys – ‘Fresh Fruit For Rotting Vegetables’ (fruta fresca para vegetales podridos) -. Fuman un porro antes de salir por ahí de marcha mientras disfrutan de la voz de Jello Biafra y charlan distendidamente. Es un sábado cualquiera… como otros, pero la madre de Ingrid está muy preocupada porque su querida hija salió el día anterior, viernes, a tomarse unas copas y todavía no sabe nada de ella.

-… ‘Quiero a tu hermana en silencio’

– ¿Qué dices?

– ¡Eh? No, nada, nada. Sólo repetía mecánicamente una frase: ‘quiero a tu hermana en silencio’.

– No jodas… ¿a Andrea?

– Justo, lo que yo decía. A ver cómo cojones te lo explico… O sea, tú acabas de entender que yo estoy colado por tu hermana Andrea.

– Sí, tú lo acabas de decir… yo no me estoy inventando nada.

– Esa frase – ‘quiero a tu hermana en silencio’ – tuve que representarla ayer en clase, en el encerado, delante de todo el mundo. Se trata de una asignatura – Sintaxis Transformacional … todo ese rollo que te conté de Chomsky, ¿lo recuerdas?

– Sí, he de reconocer que era un puto rollo macabeo. No entendí un pijo.

– Pero si es muy fácil, Javi.

– No se te estará pasando por la cabeza volver a contarme todo aquel lío del ‘antecesor común’, de…

– Ya verás cómo hoy lo entiendes, tío.

– Joder, que mal rollo que me está dando. Entre el peta y tú vais a acabar con mis pobres neuronas.

– Tú escúchame atentamente y luego opinas, ¿vale?

– Joder, si no me queda más remedio…

– Es una idea de lo más revolucionaria. Tú imagínate, tío, un ‘pavo’ con veintitrés años recién cumplidos que publica su primera gramática, ¡la hostia…! Pero no una gramática al uso en la que sólo se ven estructuras y más estructuras de distintos tipos de oraciones, sino una que basa todo su razonamiento en lo que él denomina como Gramática Universal, común a toda la raza humana. Todas las lenguas se derivan de un único antecesor común. El dice que la capacidad del lenguaje es innata al ser humano…es una idea muy igualitaria, muy comunista en el amplio sentido de la palabra, ¿no crees?

– Yo no creo nada… nada de nada. Todo eso no son más que chorradas.

– No, no son chorradas. Si leyeses algo de lo que Chomsky escribe alucinarías, pero alucinarías de verdad. No es solamente un siniestro lingüista, también investiga a un niveeel… digamos que sociopolítico. A pesar de ser estadounidense, critica con extrema dureza la política exterior de su país, a la CIA, al FBI… Espera un segundo – Pedro se levanta del suelo, sobre el que estaba sentado casi como un yogui, y se acerca a su pequeña biblioteca, compuesta por una sola estantería, aunque, eso sí, rebosante de volúmenes. Coge uno con su mano derecha y regresa a su sitio para sentarse sobre el frío parqué y leer un párrafo a su amigo Javi -. Escucha esto: ‘Como Estados Unidos continuaba con lo que los nazis habían dejado a medias, tenía mucho sentido usar especialistas en actividades contra la resistencia. Más tarde, cuando se hizo difícil o imposible proteger en Europa a esta gente útil, muchos de ellos (incluso Barbie – se refiere a Klaus Barbie, uno que había sido jefe de la Gestapo en Lyon, el Carnicero de Lyon…)

– Sí, ese sí que me suena. Hace poco que salía en la tele por una condena o algo así.

– Sí… algo así. Pues resulta que al tal Barbie, el Ejército de los Estados Unidos le había encargado espiar a los franceses. Para que veas cómo funcionan las cosas en las cloacas del poder… Por dónde iba… ah, sí. ‘…(incluso Barbie) fueron llevados en secreto a Estados Unidos – ves, lo que yo te estaba diciendo – o a Latinoamérica, a menudo con la ayuda del Vaticano y de curas fascistas.’ Ese es Noam Chomsky.

– Bueno… ¿y qué?

– ¡Bueno y qué! ¡Bueno y qué! ¿Eso es todo lo que se te ocurre?

– Tío, que yo paso de politiqueos. No son más que putos rollos que interesan sólo a los que manejan el poder. A mí ni me van ni me vienen.

– Eso es, configuremos un perfecto rebaño para que todos esos hijos de puta sigan manejando todos y cada uno de nuestros hilos.

– Es mucho más complejo, Pedro… Muchísimo más complejo de lo que tú te puedas llegar nunca a imaginar.

– ¿El qué?

– La vida, tío. La puta vida.

– Tampoco hay porque ponerse trascendentes… no es para tanto… … … … … Si te das cuenta, toda esta conversación deriva de ‘quiero a tu hermana en silencio’. Tan sólo es una oración ambigua, sin más.

– ¿En qué sentido ‘ambigua’?

– Puede tener dos significados: quiero que tu hermana se calle, que esté en silencio, o el que tú habías entendido antes.

– Pues yo sólo veo uno, ese, el que yo había entendido: que te mola mi hermana pero que no se lo dices a nadie.

– A ver, imagínate que ahora Andrea está aquí con nosotros, y que no deja de dar voces y me está molestando un huevo (es algo figurado, eh. No vayas a pensar que tengo algo contra tu hermana) y yo, en vez de dirigirme directamente a ella, te digo a ti en un tono enfadado: ‘¡quiero a tu hermana en silencio!’.

– Pues vaya una cursilada de frase. Conociéndote, seguro que me dirías: ‘¡qué se calle tu jodida hermana de una puta vez, hostia!’

– También es verdad. Por eso no supe responder a la profesora cuando me preguntó allí, frente a toda la clase, por la ambigüedad de esa frase. Por eso la estaba repitiendo de forma mecánica… Yo tampoco era capaz de sacar esa interpretación… me parece, no sé, como muy eufemística aplicada a esa situación.

– Sí.

– Oye, Javi, ¿te encuentras bien? No sé, te veo raro… tienes hasta mala cara.

– No estoy del todo bien. Ultimamente estoy durmiendo fatal, tío.

– ¿Y eso?

– Tengo sueños chungos, pero la hostia de chungos. Puedo estar soñando con una tía, con que juego un partido, con cualquier cosa, y, de repente mi abuelo se introduce en mi sueño y lo jode todo.

– ¡Hostias, como el Freddy Kruger!

– Hombre, no a ese nivel, pero sí que me fastidia.

– Desde luego, sí que es chungo, sí…

– A mí me tiene acojonao… ¿Qué hostias podrá significar…?

– No tengo ni puta idea; no soy Freud. Pero no te preocupes, tío, que ya se irá de tus sueños.

– Espero que sí, porque no creo que lo resista por mucho tiempo… Me da miedo, mucho miedo…

– Tu abuelo murió, ¿no?

– Supongo que sí, porque en mi vida lo he visto.

– Entonces, ¿cómo sabes que es él?

– Por una foto. De mi abuelo, el padre de mi padre, sólo tenemos una foto: está de pie, vestido de miliciano, fumando apoyado en unos sacos que componen una barricada; debe estar tomada en Madrid. Y es esa cara, no tengo la menor duda.

– También yo sólo conozco a mi abuela Dolores a través de fotografías… Me hubiese gustado poder conocerla en persona, aunque sería muy distinto: ahora sería una viejecita refunfuñona, y no esa guapa mujer de aquella fotografía. A lo mejor ella se introduce en mis sueños, como tu abuelo… la diferencia está en que yo nunca recuerdo ni un puto sueño, ¡ni uno!

– Ya me podía pasar eso a mí, joder… ¡Si yo nunca me he interesado por él…! Fue un cabrón de mierda. Le hizo un hijo a mi abuela – mi padre – y desapareció… y digo que fue un cabrón, pero yo no sé si eso es verdad o no. No sé de dónde era, sólo sé que no era de Madrid… pero sí que estaba allí cuando la guerra, resistiendo como uno más… puede que le hubiese ocurrido algo, pero ya es coincidencia que justo el día en que mi abuela Juana le contó que estaba embarazada de él, el tío va y desaparece misteriosamente; se esfuma… Demasiada coincidencia me parece a mí. Creo que se llamaba (o llama, porque igual está vivo aún) Manuel. Tampoco estoy muy seguro… mi padre nunca quiere hablar del tema, y mi abuela murió cuando mi padre tenía ocho años, así que…

– A mi abuela Dolores le ocurrió exactamente lo mismo. Eso si que es una coincidencia… La abandonaron a su suerte con un hijo en su vientre – mi tío Carlos, el que está en Buenos Aires.

– Sí, lo recuerdo… recuerdo toda la historia de tu abuela. Me la contaste el año pasado, un día que había tormenta y que nos quedamos aquí bebiendo y fumando porros.

– Sí, es verdad.

La música ya no suena. Jello Biafra se calló hace ya un cuarto de hora, y el silencio total se hace harto necesario para que cada uno estrangule los recuerdos no vividos, pero que al fin y al cabo pertenecen a su familia, a lo más hondo de cada una de sus conciencias. Pedro enciende un cigarrillo y se atreve luego a romper el muro de silencio que divide su habitación en dos.

– Oye, Javi; si no te apetece salir, aviso a Carlos y nos quedamos aquí.

– No, hombre, tampoco me siento tan mal como para quedarme en casita un sábado, como un gilipollas.

– Cómo quieras.

– ¿Con quién has quedado?

– Bueno, aparte de con Carlos, con Silvia y Marta, las de mi clase.

– Mola, tío. Silvia esta buenísima… y es una tía supermaja. ¿A ti te mola?

– Sí, claro. Pero no es más que una amiga de clase. No quiero yo rollos chungos con ninguna tía de clase, ni de la Facultad, que luego tendría que verla a diario.

– Joder, a buenas horas vienes tú con prejuicios. Yo, cualquier día de estos le entro a saco, tío.

– Bueno; ése es tu problema.

– ¿Qué es, que te parece mal?

– ¡Pero tú eres gilipollas o qué!

– Joder, tío, no tienes porque ponerte así.

– ¡Así cómo?

– Como un puto basilisco.

– Pero si tú no sabes ni lo que es un basilisco, joder.

– ¿Un obispo o algo así?

– ¡Un obispo! ¡ja, ja, ja, ja, jaaaa…!

– Joder, yo lo decía porque me suena así como a basílica… a obelisco, ¿no?. A ver, listo de los cojones, qué coño es entonces un puto basilisco.

– Es un bicho, tío, un reptil pequeñajo parecido a una iguana.

– ¡Dios mío; estoy frente a un diccionario con patas…! ¡Adoremos al sumo gurú de la infinita sabiduría!

– Venga, déjate de gilipolleces y hazte otro peta.

– Sus deseos son órdenes, ¡oh, pontífice del basilisco…! ¿Te cuento un chiste?

– Vale. Pero, mientras, te vas haciendo el peta.

– Pásame el papel… Un sargento de la Guardia Civil, todo uniformado y tal, entra en una farmacia y grita: ‘¡VICKS VAPORUB!’, y el farmaceútico va y reacciona como un sputnik y contesta: ‘¡VICKSVA!’.

… DE LA VIDA XLII…

XLII.

De pequeño me gustaba mucho coleccionar cromos; era mi pasatiempo favorito: iba casi todos los días a la librería de la esquina con la paga semanal, o con las monedas que había podido sisar a mi madre de la vuelta del pan o de la leche… mi corazón latía cada vez más aprisa – ¡pum, pum! ¡pum, pum! – a medida que me acercaba al templo del tesoro; una vez allí pedía cuatro, cinco… no sé, los paquetes de cromos que fuese posible en relación proporcional con el número de monedas que llevase. Los abría uno a uno nada mas salir, unas veces despacio y pasando, a continuación, cada cromo con sumo cuidado: “lo tengo, lo tengo, lo tengo… ¡No! ¡Bieeeen!”. Otras, cuando la colección no era una de mis preferidas, los pasaba rápido, casi hasta con desdén…

Los cromos daban mucha cancha: el acto comunicativo de intercambiarlos – no sin antes llegar a un buen acuerdo, que un cromo difícil valía muchos otros, puede que hasta cien en el mercado negro; un juego al que llamábamos ‘montar’, que implicaba una vigilancia extrema a las posibles trampas del contrincante – aunque yo no estoy para dar lecciones, que me engañaba cualquier imbécil a la mínima de cambio…

La dinámica de ‘montar’ era en sí muy sencilla: dos o mas jugadores, cada uno con su respectivo montón de cromos; después dibujábamos una raya en la pared (a la altura del pecho, más o menos) y desde esa línea, por riguroso orden de sorteo, uno a uno íbamos dejando caer un cromo de cada vez apoyándolo primero contra la pared para luego soltarlo, procurando, si eras realmente hábil, dirigirlo un poco, hasta que un cromo caía justo encima de otro. “¡Monta!”, decía el que tenía esa suerte, y se llevaba como premio todos los cromos que estaban esparcidos por el suelo en ese momento. Si ‘picaba’ un poco no era válido, había que seguir tirando. ‘Picar’ ocurría cuando la esquina de un cromo tocaba ligeramente a otro sin llegar a cubrir, al menos, la tercera parte del total de la superficie de éste, más o menos. Ahí radicaba la madre de todas las discusiones: “¡Qué sí!”… “¡Qué no!”… “¡Monta claramente!”… “¡Qué dices, si sólo pica un poco…! ¿No lo ves?”… En estas circunstancias un niño tan alelado como yo tenía todas las de perder. Nunca llegué a ganar un cromo de los considerados importantes jugando a ‘montar’…

Aún conservo todas mis colecciones; están guardadas dentro de una caja de cartón en el desván de la casa de mis padres: “Heidi”, “Un, Dos, Tres”, “La Guerra de las Galaxias” (recuerdo como si fuera ayer mismo estar pegando el último cromo que me quedaba, uno de la Estrella de la Muerte, mientras las Baccara cantaban en Aplauso ‘Yes Sir, I can Boogie – bat ai nid a serten song’),

“Spiderman” y, por supuesto, todas las ligas de fútbol desde la temporada 74/75 hasta la 83/84, junto con los Mundiales del ’74, ’78 y ’82; y no es por presumir, pero las completé todas… bueno, miento, casi todas: Mundial del ’78, Argentina; precisamente de la selección del país anfitrión me faltaba el único cromo para completar el álbum: Daniel Passarella. En una ocasión estuve a punto de cambiárselo a Lázaro, el hijo del panadero, por Hansi Krankl, un delantero austríaco que venía al Barça después del campeonato del Mundo, y que no sé por qué razón, a mí me salía repetidas veces, aunque era uno de los difíciles, de los que les faltaba a muchos otros coleccionistas. Pues no, al final no pudo ser: en el momento más “oportuno” apareció el cabrón de Jorge, el del molino, y me hizo una opa de lo más hostil para conseguir a Passarella, al ansiado capitán de la albiceleste. Ofreció como intercambio al citado Krankl, sumado éste a otros dos jugadores de la selección de Irán de los cuales, lógicamente, no recuerdo sus nombres.

Ayer mismo recibí carta de mi tío Carlos; con la misiva me enviaba también una foto suya con Passarella, además – ¡SORPRESA! – del anteriormente mencionado cromo, dedicado y firmado: “Un saludo muy fuerte para Pedrito. El seleccionador de Argentina, Daniel Passarella”. Es curioso, ¿cómo habrá sabido mi tío lo del cromo…? ¿Cómo cojones lo habrá conseguido…? En la carta me cuenta que se enteró por mi abuela Dolores, que ella le había dicho que me faltaba ese cromo para completar la colección del Mundial ’78… que desde que le di la foto habla mucho con ella, casi cada noche… ¡Ay!, mi tío y sus historias paranormales. Desde luego, imaginación no le falta, no.”

… DE LA VIDA XL…

XL.

Lo prometido siempre genera deuda, y, tras la alucinante e increíble historia del fantasma de mi abuela, mi tío Carlos se dedicó pacientemente a ponerles nombre a todos y cada uno de los rostros que acompañaban la breve pero intensa vida de ‘La Carretona’. Extraña historia la de mis antepasados: no existe ni una sola foto en la que salga mi abuelo Eutiquio y, sin embargo, ‘El Stalin’ aparece en unas cuantas. Ramón, al que apodaban ‘El Stalin’ por salir siempre en defensa del jefe soviético por aquella época, era el marido de la mejor amiga de mi abuela, Anuncia, pero, en aquellas fotos de juventud idealista, él siempre se situaba a la vera de Dolores ‘La Carretona’. Mi tío Carlos especula con el hecho de que debieron ser novios. Yo no digo nada, tan sólo trataré de ser objetivo a la hora de relatar mi propia versión de los hechos acontecidos entre 1926 y 1934; versión elaborada con partes de aquí y de allí, con la historia según mi tío Carlos, según Doña Anuncia, y aderezado, todo ello, con los significativos silencios de mi madre después de alguna de mis comprometedoras preguntas al respecto. Seré breve.

Cacabelos, otoño de 1926. Mi abuela se queda embarazada de mi tío Carlos. Por aquella época mi abuela no tenía novio, tan sólo pretendientes. Quince días después de que Antonio ‘El Carretón’ cruzase la cara de su hija Dolores de una buena hostia al enterarse de tan ingrata noticia, un hombre desaparece de la faz del pueblo de Cacabelos; era Manuel, el hermano del ‘Stalin’, uno de los que con más ansias pretendía a mi abuela. Poco después del nacimiento de Carlos, fue el propio Ramón el que empezó a acercarse a Dolores – puede que tratando de cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad que, se supone, debería haber recaído sobre su hermano Manuel-Anuncia dice que Dolores nunca jamás mencionó el nombre del padre de su hijo Carlos, ni bajo la mayor de las amenazadoras coacciones de su padre. Era el tema tabú entre ellas. Aunque, claro, en un pueblo pequeño siempre acaba por saberse toda la verdad sobre cualquiera de sus habitantes. Eso es lo malo de un pueblo: la puñetera falta de intimidad que te invade, te rodea y te asola a cada paso que das fuera del camino señalado.

Ramón y Dolores se hicieron novios – incluso la propia Anuncia no tiene ningún reparo a la hora de reconocer ese hecho -. Pero aparece Eutiquio en escena, y todo se complica. De repente, Dolores dice que se va a casar con Eutiquio, el de ‘La Furraxa’. ¿Por qué? Puedo especular, y puedo dar en el clavo, pero no lo voy a hacer; no es ese mi estilo… Tan sólo puedo reflejar el gesto de la anciana Anuncia al rechazar contestar a una de las preguntas de mi tío Carlos (al que, luego, desde el primer día en que se instaló en la casa de ‘Los Carretones’, Eutiquio hizo la vida imposible; imposible hasta verse obligado a emigrar lejos, muy lejos): ladeó su cabeza, cerró los ojos con fuerza, hasta que los párpados se perdieron entre tanta arruga, y abrió levemente su boca para emitir un pequeño suspiro de fastidio. “Lógico. A nadie le gusta ser plato de segunda meeesa”, como dijo mi tío Carlos cuando comentamos ese gesto de la vieja Anuncia… Anuncia, la que era capaz de caminar durante horas y horas por los montes de los Ancares sólo para llevar provisiones e información a los maquis que aún hacían la guerra…

Ramón ‘El Stalin’ y Anuncia se hicieron novios cinco meses después de que él hubiese roto sus relaciones con Lola ‘La Carretona’, o, para ser exactos, cinco meses después de que Eutiquio “secuestrase” literalmente los sentimientos de mi abuela – aunque se casaron unos años más tarde, el cinco de Junio de 1935 -. Mi tío Carlos dice que eso tuvo que ser fruto de un vil chantaje, que Eutiquio ‘El Furraxo’ seguro que sabía algo que obligó a mi abuela Dolores a ceder a sus pretensiones de boda. Yo no sé, no contesto; pero, en este punto, todo se complica en demasía… son demasiadas reacciones en cadena y sin un motivo aparente que las justifique.

En Noviembre del ’32 nació mi madre. Casi dos años más tarde, en Octubre del ’34, mataron a mi abuela en Oviedo mientras Eutiquio, su marido, se encargaba de las labores de la vendimia en Cacabelos. Ramón ‘El Stalin’ también estaba en Oviedo aquel día, hecho que puede parecer lógico si tenemos en cuenta que ambos eran compañeros de partido, militantes del Partido Comunista desde 1930; pero, por otro lado, ilógico a todas luces si nos remontamos a su relación de noviazgo entre l927 y 1931…

Yo, con sangre de ‘Carretones’ y con sangre de ‘Furraxos’, habría preferido llevar en mis venas y arterias sangre del ‘Stalin’. El mote de ‘Carretón’ no me molesta lo más mínimo. Se lo pusieron a mi bisabuelo Antonio porque se dedicaba, allá a finales del siglo pasado y principios de éste, a hacer mudanzas con su carreta de bueyes. Sin embargo, no me gusta ser ‘Furraxo’. Es un término absolutamente despectivo; se utiliza en cualquier contexto en el que tengas que decir que algo es totalmente inútil, inservible. “Estos apuntes son una auténtica furraxa”, le dije yo hace poco a Fernando al referirme a unos apuntes que me había dejado una compañera de clase, y que eran realmente malos: mal redactados, con muchas faltas… ¡No quiero ser un ‘Furraxo’ de mierda! He de reconocer también que estoy un poco mediatizado por todo lo que mi tío Carlos me contó sobre él, ya que mi madre no tiene nunca ganas de hablar sobre mis abuelos. Eutiquio murió en 1965, y me da la impresión de que a partir de ahí mi madre comenzó a respirar: comenzó su propia vida, se casó, llegué yo, etc., etc.

El Stalin’ falleció hace tan sólo tres años, el único de los tres – sin olvidarnos de Anuncia, claro está; pero a ella no la estoy incluyendo en ese triángulo… supongo que amoroso, que formaban Dolores, Eutiquio y Ramón – que llegó realmente a viejo. Ahora me acuerdo del anciano ‘Stalin’ con su cayado de roble, caminando muy encorvado y con la pava de un puro siempre colgando del lado izquierdo de su boca. Después de la Guerra Civil estuvieron a punto de matarlo, pero en su defensa salió Eutiquio, que no había luchado en la guerra con ningún bando alegando una falsa diabetes – aunque tampoco tardó demasiado en unirse al tren de los vencedores -, diciendo “ahora hay que sacar esto adelante, y necesitamos buenos panaderos como Ramón”. Se libró gracias al pan. Otros no tuvieron esa suerte: su hermano Manuel, que había regresado al pueblo de Cacabelos tras la contienda, fue fusilado, junto a otros quince ‘rojos’, al pie del muro de la iglesia de la Plaza del Generalísimo, puto Generalísimo. Por él nadie intercedió; ni siquiera su propio hermano abrió la boca para pedir clemencia por él.

Ramón ‘El Stalin’ siempre que me veía por la calle me saludaba con un especial afecto: “¿Cómo va eso, pequeño ‘Carretón’?”. “Bien, va todo bien. Gracias. ¿Y a usted?”, solía responder yo con toda mi buena educación cristiana. “Ya ves, hijo: viejo, muy viejo… más cerca de allí que de aquí… Cada día te pareces más a tu abuela Dolores. Tienes todos sus rasgos… sus gestos”, me comentaba siempre el viejo ‘Stalin’ de Cacabelos. “No lo sé, señor. Yo no la conocí”. “Yo sí, pequeño… Yo sí”, y se alejaba calle arriba en dirección al Hogar del Pensionista donde cada tarde jugaba una o dos partidas de tute…”

… DE LA VIDA… XXXVI – EL FANTASMA DE LOLA, LA CARRETONA

XXXVI.

EL FANTASMA DE LOLA, “LA CARRETONA”

Febrero de 1944. Un invierno especialmente crudo en el pueblo
de Cacabelos cubría con su blanco manto de hielo y escarcha cada calle, cada acera, cada tejado, cada carro que, por no tener sitio en la cuadra, dormía a la intemperie.
Poco había ya que trabajar en los viñedos, ya podados y con su alfombra de arcillosa tierra recién arada. El vino fermentaba pacientemente en las barricas de roble. Cada familia elaboraba sus propios caldos, de la manera tradicional, y, por supuesto, según las necesidades, bien de consumo personal, o bien de venta en el caso de aquellos que regentaban una de las muchas bodegas que se sucedían a lo largo de la Calle Santa María.
Carlos, “El Carretón”, ayudaba a su padrastro en la bodega, a la vez que aprendía los múltiples secretos del arte de la enología. A sus dieciséis años había superado con creces a Don Eutiquio, famoso en toda la región por sus tintos jóvenes con aroma afrutado, dignos del mejor bodeguero, pero siempre reacio a vender al por mayor para evitar, de esa manera, el disfrute de sus convecinos.
Eutiquio era un hombre huraño, de carácter reservado y frío; un ser anti-social, un punki de los años cuarenta… Sólo tenía ojos para su hija Angustias. Para Carlos sólo quedaba trabajo y más trabajo a cambio de cama y comida. Y gracias.
Una tarde, Carlos comprobaba la fermentación del orujo, licor que los más osados expertos también elaboraban. Fuera, en la calle, tres grados bajo cero; dentro, en la bodega contigua a la cuadra, un agradable calorcillo que emanaba vaporoso de cada una de las humeantes barricas. Decidió sentarse al calor, no sólo de la uva fermentando, sino también de una botellita de aguardiente de tres cuartos de litro de la cosecha de dos años atrás; doble efecto calorífico – etílico que acaba por cerrar sus cansados ojos.
Transcurridas unas dos horas, una luz cegadora despierta súbitamente a Carlos. Todavía adormecido, no es capaz de distinguir nada, tan sólo tapa sus ojos con las manos para evitar instintivamente que semejante resplandor dañe su vista, recién llegada del desconocido mundo de los sueños. Restriega sus ojos procurando no presionar en demasía los párpados. Aunque realmente asustado, decide afrontar con decisión la presencia de aquel resplandor, para lo cual separa los dedos anular y corazón de su mano derecha, dejando así el hueco suficiente como para poder ver a través de él… La luz, de un tono azulado, se ha vuelto más tenue, ya no resulta tan molesta. Carlos se lamenta, “joder, no tenía que haberme bebido todo el orujo… ¡Puto frío de los cojones!”. Llegado a este punto, se siente capaz de abrir también su otro ojo; fija bien su vista para distinguir entre los halos de luz que aún permanecen ante él, una silueta que parece humana. Automáticamente, sin darse apenas cuenta de sus actos, estira su brazo derecho hasta una altura en la que puede asir, con toda la fuerza posible, el mango de una pala que, hasta ese momento, reposaba verticalmente apoyada contra el cubeto del blanco.
– ¡¿Quién anda ahí?! – Su voz suena firme, aunque sí que denota cierto tono de nerviosa impaciencia.
No hay respuesta, sólo un ligero acercamiento de la luminosa silueta hacia la posición que ocupa Carlos.
– ¡No te muevas, que te meto un palazo que te dejo ahí seco, cagondiós! – Por un instante piensa que aquello puede ser una especie de aparición mariana… o marciana.
La extraña presencia sigue acercándose, a la vez que comienza a mover una extremidad parecida a un brazo con un gesto tranquilizador. Se sitúa a un metro escaso de Carlos, que, no soportando ya por más tiempo la sensación de pánico, decide descargar toda su adrenalina asestando un buen golpe de pala al intruso.
– ¡¡Me cago en tu puta madre… toma, hijo de puta!!
El golpe seco contra el duro suelo, debido al efecto de retroceso, se vuelve contra él autodescargando toda la fuerza antes empleada sobre la extrema tensión muscular de sus brazos. Como respuesta al calambrazo suelta la pala, que cae justo a los pies de su supuesta víctima… No puede salir de su asombro. ¿Cómo ha podido fallar el golpe?
– ¿Q-q-quién eres? ¿Qué quieres de mi? ¡No me hagas daño!
No le queda otro remedio que intentar una negociación. Sus pulsaciones han llegado al límite de lo humano… Esos rasgos que ahora puede distinguir casi perfectamente le resultan familiares, a pesar de estar muy difuminados. Se da cuenta de que a través de esa cara puede ver la portezuela de acceso a la corripa de los cerdos. “¡Madre mía, es transparente! ¡Es un fantasma!”, piensa aterrado mientras cede humillado toda la iniciativa a “aquello”. Comienza también a notar como la orina caliente moja sus pantalones y se desliza por entre sus piernas en dirección a sus pies…
– No tengas miedo, Carlos, que soy yo.
– Pero… ¿y quién es usted?
– Soy Dolores, tu madre.
– ¿Mi madre? Mentira. Eso no puede ser. Mi madre murió hace ya once años y cuatro meses… ¡Lárguese! ¡Déjeme en paz!
– Soy yo, Carlitos… Claro, no puedes reconocerme… ¡Ay! Eras tan pequeño… ¿Aún conservas la cadenita de plata con la imagen de San Antonio que te regaló tu madrina?
– ¿Mamá…? Pero, ¿de verdad eres tú?
– Sí, hijo, sí. Perdona por haberte asustado, pero no me quedaba otra alternativa. Es necesario…
– ¿El qué? ¿Qué es necesario?
– Esto… el aparecerme así, de repente, ante ti, sin poderte avisar. Es nuestra obligación.
– Ya, todo lo que tú quieras, pero casi me cago de miedo.
– ¡Qué va! Si has sido muy valiente. Muchos otros escapan o se desmayan…
– ¿Muchos? Joder, ¿qué es, que vas apareciéndote por ahí a todo el mundo?
– No hombre, no. No me refiero a mí. Lo digo por lo que me han contado otras ánimas. Esta es mi primera y también última presencia ante un ser vivo, de los que estáis en la fase uno.
– ¿Y por qué a mí? ¿Por qué me has elegido a mí?
– Porque eres mi hijo… Veo que tienes una vida muy difícil, que Eutiquio no sabe, o no quiere, ser tu padre.
– Es un auténtico hijo de puta. Me la armaste buena, madre, al traerlo a casa…
– Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Si tú supieras todo lo que he sufrido por ti… No sería capaz ni de explicarlo… Pero ahora escúchame con atención, Carlos: Va a ser mejor que te vayas del pueblo, que te alejes lo más posible de tus problemas aquí… Además… además aquí tu vida corre peligro.
– Ya me lo imaginaba. Si sigo aquí por mucho tiempo, o mato al cabrón del Eutiquio, o me empluman por rojo. Soy comunista, como tú.
– Sigue mi consejo, hijo. Hazme caso… Mírame a mí, que estoy donde estoy por defender mis ideas; aunque no reniego y no renegaré nunca de ser lo que he sido en mi fase uno, mejor hubiese estado a vuestro lado, cuidándoos.
– Ya no hay vuelta de hoja, mamá. Lo hecho, hecho está.
– Tienes razón; ése es otro de los motivos por los que estoy aquí ahora.
– Pero… ¿Dónde estás en realidad? ¿Qué haces?
– Me encuentro en la segunda fase de la existencia cósmica. La primera para mí se acabó el cinco de octubre de 1934… Perdí mi cuerpo.
– Y ahora, ¿te queda sólo el alma?
– No, no es exactamente lo que entendéis por alma. No existe el cielo, tampoco el infierno… Sólo existe un único Universo en el que estamos todos, los vivos y los no-vivos.
– O sea, que todos los fantasmas andáis por aquí, dando sustos por el mundo, ¿no?
– No, todos no. Los de la cuarta fase pueden estar en cualquier otro rincón del Universo, después de haber realizado su viaje interestelar.
– ¡Ah! Muy curioso… Mira, aunque seas el espíritu de mi propia madre no me creo ni una sola palabra… Eso de las fases, no sé, suena a chino…
– No, si yo no pretendo convencerte; mi misión consiste tan sólo en avisarte del peligro que corres si te quedas. Vete lejos, muy lejos, lo más que puedas… ¡Ah!, y ten mucho cuidado con el color rojo.
– ¡Pero yo soy comunista y no…!
– No, bobo. Me refiero al rojo perceptible, al color de… de… del mango de esta pala, por ejemplo, no al matiz político, que ese está bien. Ten en cuenta que cualquier cosa de color rojo puede causar muchos quebraderos de cabeza a nuestra familia…
– Ya. Creo que ya lo entiendo: si veo algo de color rojo desconfío, ¿no?
– Eso es, hijo, eso es… Bueno, no tengo más tiempo… debo irme ya.
– ¿A la siguiente fase?
– No, todavía no. Debo esperar pacientemente a que nazca la siguiente generación de nuestra familia… A ver si no me hacéis esperar mucho… No me está permitido explicar nada más sobre este tema.
– No entiendo nada, absolutamente nada… De todas formas, madre, haré todo lo que esté en mi mano…
– No lo olvides: el color rojo es el contrapunto negativo de nuestra familia… ¡Vaya una contradicción!
– Lo tendré siempre en cuenta. Oye, ¿y cómo es la tercera fase? No me has contado nada sobre ella.
– Ni yo sé muy bien en qué consiste esa fase… Creo que tiene algo que ver con el ciclo de la vida.
– ¡Madre! ¡Qué yo dejé de estudiar a los diez años! ¿Qué coño es eso del ciclo de la vida?
– La materia no se crea, tan sólo se transforma.
– Pues muy bien, cojonudo… en tu fase debéis ser todos listísimos…
– Ten paciencia, hijo mío, que ya te enterarás cuando llegue el momento… Terminó mi tiempo. ¡Adiós, Carlos! ¡Te quiero! ¡Cuídate mucho!
– ¡Adios, madre! ¡Hasta siempre!
El espectro se va alejando lentamente hasta convertirse en un punto de luz casi imperceptible. Carlos se despierta de nuevo y se da cuenta de que todo ha sido un sueño. “¡Menos mal!”, piensa antes de comenzar a notar los efectos de la aguardentosa resaca. Se incorpora, sacude el polvo arcilloso de sus pantalones negros de pana, acto con el que descubre que está completamente mojado por la zona de su entrepierna. “¡Joder, me he meado! Vaya borrachera, coño”, se dice mientras echa a andar en dirección a la puerta de la bodega, aunque sin dejar aún de quitar su vista del húmedo cerco de sus pantalones. Oye entonces la voz de su padrastro que lo está buscando para que vaya con él a recoger unos cántaros de vino. Carlos, al apresurarse para darse pronto a ver y que así la bronca sea mínima, dentro de la supuesta gravedad de su falta, se tropieza con el rojo mango de la pala de remover el estiércol en la pocilga. “¿Quién cojones habrá puesto ahí esta pala?”, se pregunta extrañado justo antes de contestar al impaciente Eutiquio con un sonoro “¡ya va! ¡Ya vaaa!”.

… DE LA VIDA XXXV…

XXXV.

El tío Carlos preparaba sus maletas colocando cada prenda con sumo cuidado. Los pantalones bien dobladitos, en perfecta simetría con la raya de cada pernera; las camisas, bien planchadas, ocupando cada una su lugar la una encima de la otra hasta formar una consistente pila, no superior al ancho de la maleta… Pedro observaba atento la escena desde la puerta del cuarto. Carlos era una persona casi desconocida para él hasta hace tan sólo unos días. Siempre existen referencias familiares sobre los que se van, los que emigran a tierras lejanas y se convierten, sin ellos quererlo, en seres pertenecientes a la mitología de la familia. No había sucedido eso con Carlos, el paria, el desterrado por propia iniciativa. Carlos, el argentino en su tierra, y el gallego, como tantos otros, en el Río de la Plata.

Pedro supo que su madre tenía un hermano al hacer la Primera Comunión, al recibir un regalo sorpresa (una camiseta del “River Plate”), enviado desde Buenos Aires por correo aéreo urgente. Desde entonces hasta el momento presente, poca información había llegado a oídos de Pedro acerca de su tío, salvo el viaje sorpresa de hace unos años con la excusa de una pequeña herencia, aunque Pedro, en aquella ocasión, era demasiado pequeño como para poder entablar una consistente relación con su tío.

Carlos seguía con sus preparativos. Sólo restaba ya cerrar las maletas, pero antes de hacerlo, guardó la foto de su madre con mucho mimo en uno de los bolsillos laterales de uno de los bártulos.

– Por fin estás conmigo, viejita. – Susurró

– Quedó bien la foto, eh, tío.

La intervención de Pedro sobresalta a Carlos, que se creía en la más absoluta de las intimidades.

¡Ché! Pero vos que hasés acá. ¿Cómo es que no estás en misa con tus papás?

– ¡En misa yo? ¡Que va hombre! Renegué de toda religión hace más de un año. Ya te he dicho en otra ocasión que soy ateo, pero por puro convencimiento, después de reflexionar a conciencia sobre el tema.

Pucha con Pedrito. Recuerdo cuando mi hermana me desía en sus cartas que vos eras un niño modélico: obediente, cariñoso, sentadito cada domingo en el banco de la igleeeesia… Además, cuando vine hase seis años, vos no salías de la sacristía.

– Ya, es cierto. Pero no te creas, que lo mío me ha costado llegar donde estoy. Buenas riñas he tenido que aguantar. Y lo que me queda…

– No te preocupés, seguro que tenés una vida fásil; al menos mucho más de lo que lo ha sido la mííía.

– Ya, claro. Siempre decís lo mismo… Oye, ¿por qué no nos vamos a tomar unos vinos para abrir el apetito?

– Por supuesto, sobrino. Nada mejor que un tinto de criaaansa para abrir el apetito. ¿Sabés? Sho sé mucho de viiinos…

– ¿En serio?

El pueblo había cambiado totalmente ante los ávidos ojos de Carlos. No reconocía ni sus casas ni a sus gentes. Pocos amigos de su infancia vivían ya en él. Sólo la gratificante visita a Doña Anunciación, una antigua amiga de su madre, había satisfecho por completo sus ansias de recuerdo.

Para Pedro, que conocía de vista a la anciana señora, al igual que a todos los habitantes del lugar, aquella visita había sido, sin embargo, toda una revelación. El poder conocer la historia de su abuela por boca de una de las compañeras de fatigas de Dolores, contribuyó especialmente a la creación de un referente imaginario en el mundo de las ideas de Pedro. Si no hay dioses, al menos tienen que existir símbolos que santifiquen y justifiquen, en cierta medida, algunas de las acciones ante las que la indecisión puede llegar a volvernos completamente chiflados.

Pero el plato fuerte, el más inverosímil, aún no había sido desvelado. Esa misma noche, después de la visita a la vieja Anuncia, Pedro y el tío Carlos se quedaron solos en la cocina al calor que desprendían el brasero recién encendido, y la yerba mate que Carlos acababa de preparar.

Conversaban plácidamente, en buena armonía, como si fuesen dos amigos de toda la vida.

Sabés, pibe: Hay algo sobre mi vieja que nunca he contado a naaaadie, absolutamente a naaaadie; y hoy te lo voy a contar a vos.

– Vaya, me siento privilegiado

– No te lo tomés a chirigota. Escuchame atentamente. ¿Vos creés en los espíritus?

– ¿En los espíritus? ¿En que existen fantasmas o algo así?

– Eso es, en las aparisiones, en que hay una vida, o algo paresido, después de la mueeerte.

– Pues la verdad, no, no mucho. Soy bastante escéptico al respecto. Sólo creo en lo que pueda percibir con mis cinco sentidos; y aún así…

Sho pensaba como vos, hasta que la vi; y la vista es un sentiiiido, ¿no? Pero es que no sólo la vi, platiqué con eeesha largo y tendido.

– ¿Con ella?

– Sí, con esha, con mi viejita… con tu abueeeela.

– ¡Con la abuela? ¡Venga ya!

– Vos escuchame, y luego opinás.

– Vale, vale; no te enfades, tío, que soy todo oídos.

… DE LA VIDA XXVIII…

XXVIII.

Muchas veces Pedro se quedaba ensimismado observando las fotografías de su abuela, esas fotos en un rancio blanco y negro retocadas hasta dar un tono angelical a la expresión que emanaba de cada rostro allí plasmado para los restos… esa mirada siempre desafiante, en duro contraste con el amago de sonrisa que estaba presente en todos y cada uno de los retratos. Se imaginaba gestos y, algunas veces, partiendo del fotograma que tenía enfrente, continuaba la acción: Dolores posaba; el estallido de luz daba paso a una ligera conversación entre el retratista de Cacabelos, llamado Honorio, y esa mujer a la que acababa de inmortalizar. En la mayor parte de esas ocasiones, Pedro despertaba de sus ensoñaciones al oír la voz de su madre que requería su presencia para solventar cualquier nimiedad.

– ¡Mamá?

– Dime, hijo

– ¿Cuándo murió la abuela?

– ¡Uf! Hace mucho tiempo ya, en el 34. Yo casi no me acuerdo de ella, de verla, me refiero. Yo era casi un bebé cuando nos dejó.

– Y ¿de qué murió tan joven?

– Ay, hijo, ni me acuerdo. A mi me contaron tantas historias distintas que ya no sé ni cuál de ellas puede ser la verdadera. Además, sabes de sobra que no me gusta hablar de ese tema.

– Pero, es que…

– Ni peros ni nada. Hala, ayúdame a subir la ropa al desván, que ya sabes que yo no puedo con tanto peso, que mi espalda ya no está para estos trotes.

Angustias, aunque disponía de una lavadora de carga superior, gustaba de lavar la ropa blanca a mano, desafiando conscientemente al progreso; y no se iba al río a hacerlo porque le daba vergüenza, que eso sólo «lo hacían ya las gitanas» y, claro está, no le gustaría ser comparada con ellas. Ya se sabe, el racismo amparado por el catolicismo extremo. Pedro, con sus catorce años, estaba ya lo suficientemente fornido como para subir dos pisos con una carga de casi quince kilos de ropa mojada. Las sábanas blancas tendidas en el desván, impregnando todo el ambiente de un penetrante olor a limpio, constituían una de las imágenes preferidas por Pedro, que solía utilizar como fondo para sus lecturas de batallas y demás eventos que aparecían en los libros de historia.

“¿Por qué no hay fotos del abuelo?”, la pregunta tabú, la pregunta que sólo había osado plantear tres años atrás, por pura y simple curiosidad. La respuesta: silencio y miradas entrecruzadas entre Aurelio y Angustias para, acto seguido, cambiar de tema sin molestarse siquiera en decir un simple “no”. Pedro, el gran observador, no se atrevió jamás a repetirla al darse cuenta de que nunca jamás recibiría una respuesta.

Una familia unida se resquebrajaba por momentos. Tres miembros, y dos bandos atrincherados esperando el próximo ataque enemigo. A veces, la situación de tregua se prolongaba durante unos días, llegando, a duras penas, a la semana. Entonces, sin previo aviso, llegaba un ataque por sorpresa del soldado Pedro y todo su ejército unipersonal. Ese día, nada más terminarse el postre, saca del bolsillo izquierdo de su pantalón vaquero un paquete de cigarrillos rubios americanos, extrae uno del interior, se lo coloca entre los labios y lo enciende con la ayuda de su mechero nuevo de gasolina; luego da una calada inhalando el humo con toda la potencia de sus pulmones, lo expulsa a continuación, y mira intrigante a los dos componentes del batallón enemigo. Observa su reacción para poder adelantarse así a su más que previsible contraataque.

– ¿Has visto, Angustias? Tu hijo ya no respeta nada.

– ¡Ay! Este hijo mío se nos pierde, se nos pierde, Aurelio.

– ¡Apaga ese cigarro ahora mismo, que aquí no se fuma!

Pedro se levanta de la mesa para coger uno de esos tan llamativos ceniceros que sólo sirven para decorar las baldas del armario de la cocina, o también para depositar en él los huesos de las aceitunas cuando Angustias las pone como entremés. Se sienta de nuevo, sin dejar de fumar y denotando con su mirada más desafío incluso, sin molestarse siquiera en responder a las advertencias paternas.

– ¡Cagüendiós! ¡Ya estoy hasta los mismísimos cojones! – Aurelio da un manotazo a la altura de la muñeca del brazo izquierdo de su ahora rebelde hijo. El cigarrillo cae al suelo, y Aurelio lo pisotea como un poseso mientras sigue jurando sobre todos los estamentos.

– Papá, ya no respetas nada. En esta casa no se pueden decir tacos, que nos molestan. ¿A qué sí, mamá? – Y enciende otro cigarrillo, esta vez entre unos labios que dibujan una sonrisa demasiado irónica como para poder ser consentida. La batalla parecía ganada. El enemigo no sabe ya que medidas estratégicas tomar; sólo debe dejar que el impulso guerrero dicte los pasos a dar. Aurelio agarra la botella de gaseosa, de un macizo y duro cristal, la levanta amenazante contra su hijo y suelta un bramido casi ultrasónico que hace temblar hasta los pilares de la Tierra. Angustias reacciona y entra en combate con la intención de frenar al kamikaze que se dispone a asestar el golpe definitivo. Le agarra el brazo con todas sus fuerzas.

– ¡Aurelio, no te pierdas! ¿Qué vas a hacer, insensato?

“Muy bien”, piensa Pedro sin inmutarse lo más mínimo ante los movimientos tácticos de sus contrincantes. “Ahora se pelean entre ellos, y yo aprovecho para pirarme”.

Suena el teléfono, justo la excusa que Pedro necesitaba para levantarse definitivamente de la mesa y salir del campo de batalla sin ser perseguido.

– ¿Sí?

– ¡Hola? ¿Quién sos ahí?

– Yo soy Pedro. ¿Con quién hablo?

Ché, Pedrito. Soy tu tío Caaarlos.

– Hombre, tío, ¡qué sorpresa!

Esteee… acabo de shegar. Estoy en Madrid, y mañana mismo voy para el pueeeblo. Desile a tu mamá que se ponga, sha verás vos que contenta se pooone.

– ¡Mamáaaa! ¡Al teléfono!

Carlos, el hermano mayor de Angustias, su único hermano, que con diecisiete años se había ido para la Argentina a buscarse la vida. Vida que en el ‘44 se hacía harto dura en su tierra, sobre todo siendo rojo y bocazas, dos aspectos incompatibles en aquellos tiempos, y que, con toda seguridad, darían con sus huesos en una de las lúgubres cárceles franquistas.

Pedro había conocido a su tío Carlos hacía ya cinco años, cuando éste había venido desde Buenos Aires para solucionar unos pequeños problemas que habían surgido con la herencia de un pariente que había dejado unas fincas para dividir entre dieciséis primos. Guardaba una grata impresión de aquella visita. Le caía bien aquel señor tan parlanchín que no cesaba de meterse sanamente con su madre, lo que, debido a la extrema susceptibilidad de su madre, casi siempre derivaba hacia discusiones un poco subidas de tono.

– Aurelio, mañana llega mi hermano Carlos.

– ¡Joder! El que nos faltaba ahora. Eramos pocos y la abuela en cinta. ¡No te jode!

– Bueno, bueno, ya sabes cómo es. Sólo va a estar unos días, así que vamos a llevarnos todos bien, que no quiero yo disgustos, que luego ya sabes cómo me atacán al corazón ¿De acuerdo? Además, es mi hermano, por mucho que nos pese.

Pedro consideraba la venida del tío Carlos como la inminente llegada de tropas aliadas. No era difícil comprobar que no todo fluía relajadamente entre sus padres y su tío. La situación se presentaba muy, pero que muy interesante. Apagó su cigarrillo, y se fue para clase sin poder evitar una gran sonrisa, tarareando feliz “The Cutter”, de Echo and the Bunnymen, “conquering myself, until I see another hurdle approaching. Say we can, say we will, not just another drop in the ocean.” (Conquistándome a mí mismo hasta que vea como se aproxima otra valla. Di que podemos, di que lo haremos, no – seremos – tan sólo otra gota más en el océano.)