… DE LA VIDA XXXV…

XXXV.

El tío Carlos preparaba sus maletas colocando cada prenda con sumo cuidado. Los pantalones bien dobladitos, en perfecta simetría con la raya de cada pernera; las camisas, bien planchadas, ocupando cada una su lugar la una encima de la otra hasta formar una consistente pila, no superior al ancho de la maleta… Pedro observaba atento la escena desde la puerta del cuarto. Carlos era una persona casi desconocida para él hasta hace tan sólo unos días. Siempre existen referencias familiares sobre los que se van, los que emigran a tierras lejanas y se convierten, sin ellos quererlo, en seres pertenecientes a la mitología de la familia. No había sucedido eso con Carlos, el paria, el desterrado por propia iniciativa. Carlos, el argentino en su tierra, y el gallego, como tantos otros, en el Río de la Plata.

Pedro supo que su madre tenía un hermano al hacer la Primera Comunión, al recibir un regalo sorpresa (una camiseta del “River Plate”), enviado desde Buenos Aires por correo aéreo urgente. Desde entonces hasta el momento presente, poca información había llegado a oídos de Pedro acerca de su tío, salvo el viaje sorpresa de hace unos años con la excusa de una pequeña herencia, aunque Pedro, en aquella ocasión, era demasiado pequeño como para poder entablar una consistente relación con su tío.

Carlos seguía con sus preparativos. Sólo restaba ya cerrar las maletas, pero antes de hacerlo, guardó la foto de su madre con mucho mimo en uno de los bolsillos laterales de uno de los bártulos.

– Por fin estás conmigo, viejita. – Susurró

– Quedó bien la foto, eh, tío.

La intervención de Pedro sobresalta a Carlos, que se creía en la más absoluta de las intimidades.

¡Ché! Pero vos que hasés acá. ¿Cómo es que no estás en misa con tus papás?

– ¡En misa yo? ¡Que va hombre! Renegué de toda religión hace más de un año. Ya te he dicho en otra ocasión que soy ateo, pero por puro convencimiento, después de reflexionar a conciencia sobre el tema.

Pucha con Pedrito. Recuerdo cuando mi hermana me desía en sus cartas que vos eras un niño modélico: obediente, cariñoso, sentadito cada domingo en el banco de la igleeeesia… Además, cuando vine hase seis años, vos no salías de la sacristía.

– Ya, es cierto. Pero no te creas, que lo mío me ha costado llegar donde estoy. Buenas riñas he tenido que aguantar. Y lo que me queda…

– No te preocupés, seguro que tenés una vida fásil; al menos mucho más de lo que lo ha sido la mííía.

– Ya, claro. Siempre decís lo mismo… Oye, ¿por qué no nos vamos a tomar unos vinos para abrir el apetito?

– Por supuesto, sobrino. Nada mejor que un tinto de criaaansa para abrir el apetito. ¿Sabés? Sho sé mucho de viiinos…

– ¿En serio?

El pueblo había cambiado totalmente ante los ávidos ojos de Carlos. No reconocía ni sus casas ni a sus gentes. Pocos amigos de su infancia vivían ya en él. Sólo la gratificante visita a Doña Anunciación, una antigua amiga de su madre, había satisfecho por completo sus ansias de recuerdo.

Para Pedro, que conocía de vista a la anciana señora, al igual que a todos los habitantes del lugar, aquella visita había sido, sin embargo, toda una revelación. El poder conocer la historia de su abuela por boca de una de las compañeras de fatigas de Dolores, contribuyó especialmente a la creación de un referente imaginario en el mundo de las ideas de Pedro. Si no hay dioses, al menos tienen que existir símbolos que santifiquen y justifiquen, en cierta medida, algunas de las acciones ante las que la indecisión puede llegar a volvernos completamente chiflados.

Pero el plato fuerte, el más inverosímil, aún no había sido desvelado. Esa misma noche, después de la visita a la vieja Anuncia, Pedro y el tío Carlos se quedaron solos en la cocina al calor que desprendían el brasero recién encendido, y la yerba mate que Carlos acababa de preparar.

Conversaban plácidamente, en buena armonía, como si fuesen dos amigos de toda la vida.

Sabés, pibe: Hay algo sobre mi vieja que nunca he contado a naaaadie, absolutamente a naaaadie; y hoy te lo voy a contar a vos.

– Vaya, me siento privilegiado

– No te lo tomés a chirigota. Escuchame atentamente. ¿Vos creés en los espíritus?

– ¿En los espíritus? ¿En que existen fantasmas o algo así?

– Eso es, en las aparisiones, en que hay una vida, o algo paresido, después de la mueeerte.

– Pues la verdad, no, no mucho. Soy bastante escéptico al respecto. Sólo creo en lo que pueda percibir con mis cinco sentidos; y aún así…

Sho pensaba como vos, hasta que la vi; y la vista es un sentiiiido, ¿no? Pero es que no sólo la vi, platiqué con eeesha largo y tendido.

– ¿Con ella?

– Sí, con esha, con mi viejita… con tu abueeeela.

– ¡Con la abuela? ¡Venga ya!

– Vos escuchame, y luego opinás.

– Vale, vale; no te enfades, tío, que soy todo oídos.

… DE LA VIDA XXVIII…

XXVIII.

Muchas veces Pedro se quedaba ensimismado observando las fotografías de su abuela, esas fotos en un rancio blanco y negro retocadas hasta dar un tono angelical a la expresión que emanaba de cada rostro allí plasmado para los restos… esa mirada siempre desafiante, en duro contraste con el amago de sonrisa que estaba presente en todos y cada uno de los retratos. Se imaginaba gestos y, algunas veces, partiendo del fotograma que tenía enfrente, continuaba la acción: Dolores posaba; el estallido de luz daba paso a una ligera conversación entre el retratista de Cacabelos, llamado Honorio, y esa mujer a la que acababa de inmortalizar. En la mayor parte de esas ocasiones, Pedro despertaba de sus ensoñaciones al oír la voz de su madre que requería su presencia para solventar cualquier nimiedad.

– ¡Mamá?

– Dime, hijo

– ¿Cuándo murió la abuela?

– ¡Uf! Hace mucho tiempo ya, en el 34. Yo casi no me acuerdo de ella, de verla, me refiero. Yo era casi un bebé cuando nos dejó.

– Y ¿de qué murió tan joven?

– Ay, hijo, ni me acuerdo. A mi me contaron tantas historias distintas que ya no sé ni cuál de ellas puede ser la verdadera. Además, sabes de sobra que no me gusta hablar de ese tema.

– Pero, es que…

– Ni peros ni nada. Hala, ayúdame a subir la ropa al desván, que ya sabes que yo no puedo con tanto peso, que mi espalda ya no está para estos trotes.

Angustias, aunque disponía de una lavadora de carga superior, gustaba de lavar la ropa blanca a mano, desafiando conscientemente al progreso; y no se iba al río a hacerlo porque le daba vergüenza, que eso sólo «lo hacían ya las gitanas» y, claro está, no le gustaría ser comparada con ellas. Ya se sabe, el racismo amparado por el catolicismo extremo. Pedro, con sus catorce años, estaba ya lo suficientemente fornido como para subir dos pisos con una carga de casi quince kilos de ropa mojada. Las sábanas blancas tendidas en el desván, impregnando todo el ambiente de un penetrante olor a limpio, constituían una de las imágenes preferidas por Pedro, que solía utilizar como fondo para sus lecturas de batallas y demás eventos que aparecían en los libros de historia.

“¿Por qué no hay fotos del abuelo?”, la pregunta tabú, la pregunta que sólo había osado plantear tres años atrás, por pura y simple curiosidad. La respuesta: silencio y miradas entrecruzadas entre Aurelio y Angustias para, acto seguido, cambiar de tema sin molestarse siquiera en decir un simple “no”. Pedro, el gran observador, no se atrevió jamás a repetirla al darse cuenta de que nunca jamás recibiría una respuesta.

Una familia unida se resquebrajaba por momentos. Tres miembros, y dos bandos atrincherados esperando el próximo ataque enemigo. A veces, la situación de tregua se prolongaba durante unos días, llegando, a duras penas, a la semana. Entonces, sin previo aviso, llegaba un ataque por sorpresa del soldado Pedro y todo su ejército unipersonal. Ese día, nada más terminarse el postre, saca del bolsillo izquierdo de su pantalón vaquero un paquete de cigarrillos rubios americanos, extrae uno del interior, se lo coloca entre los labios y lo enciende con la ayuda de su mechero nuevo de gasolina; luego da una calada inhalando el humo con toda la potencia de sus pulmones, lo expulsa a continuación, y mira intrigante a los dos componentes del batallón enemigo. Observa su reacción para poder adelantarse así a su más que previsible contraataque.

– ¿Has visto, Angustias? Tu hijo ya no respeta nada.

– ¡Ay! Este hijo mío se nos pierde, se nos pierde, Aurelio.

– ¡Apaga ese cigarro ahora mismo, que aquí no se fuma!

Pedro se levanta de la mesa para coger uno de esos tan llamativos ceniceros que sólo sirven para decorar las baldas del armario de la cocina, o también para depositar en él los huesos de las aceitunas cuando Angustias las pone como entremés. Se sienta de nuevo, sin dejar de fumar y denotando con su mirada más desafío incluso, sin molestarse siquiera en responder a las advertencias paternas.

– ¡Cagüendiós! ¡Ya estoy hasta los mismísimos cojones! – Aurelio da un manotazo a la altura de la muñeca del brazo izquierdo de su ahora rebelde hijo. El cigarrillo cae al suelo, y Aurelio lo pisotea como un poseso mientras sigue jurando sobre todos los estamentos.

– Papá, ya no respetas nada. En esta casa no se pueden decir tacos, que nos molestan. ¿A qué sí, mamá? – Y enciende otro cigarrillo, esta vez entre unos labios que dibujan una sonrisa demasiado irónica como para poder ser consentida. La batalla parecía ganada. El enemigo no sabe ya que medidas estratégicas tomar; sólo debe dejar que el impulso guerrero dicte los pasos a dar. Aurelio agarra la botella de gaseosa, de un macizo y duro cristal, la levanta amenazante contra su hijo y suelta un bramido casi ultrasónico que hace temblar hasta los pilares de la Tierra. Angustias reacciona y entra en combate con la intención de frenar al kamikaze que se dispone a asestar el golpe definitivo. Le agarra el brazo con todas sus fuerzas.

– ¡Aurelio, no te pierdas! ¿Qué vas a hacer, insensato?

“Muy bien”, piensa Pedro sin inmutarse lo más mínimo ante los movimientos tácticos de sus contrincantes. “Ahora se pelean entre ellos, y yo aprovecho para pirarme”.

Suena el teléfono, justo la excusa que Pedro necesitaba para levantarse definitivamente de la mesa y salir del campo de batalla sin ser perseguido.

– ¿Sí?

– ¡Hola? ¿Quién sos ahí?

– Yo soy Pedro. ¿Con quién hablo?

Ché, Pedrito. Soy tu tío Caaarlos.

– Hombre, tío, ¡qué sorpresa!

Esteee… acabo de shegar. Estoy en Madrid, y mañana mismo voy para el pueeeblo. Desile a tu mamá que se ponga, sha verás vos que contenta se pooone.

– ¡Mamáaaa! ¡Al teléfono!

Carlos, el hermano mayor de Angustias, su único hermano, que con diecisiete años se había ido para la Argentina a buscarse la vida. Vida que en el ‘44 se hacía harto dura en su tierra, sobre todo siendo rojo y bocazas, dos aspectos incompatibles en aquellos tiempos, y que, con toda seguridad, darían con sus huesos en una de las lúgubres cárceles franquistas.

Pedro había conocido a su tío Carlos hacía ya cinco años, cuando éste había venido desde Buenos Aires para solucionar unos pequeños problemas que habían surgido con la herencia de un pariente que había dejado unas fincas para dividir entre dieciséis primos. Guardaba una grata impresión de aquella visita. Le caía bien aquel señor tan parlanchín que no cesaba de meterse sanamente con su madre, lo que, debido a la extrema susceptibilidad de su madre, casi siempre derivaba hacia discusiones un poco subidas de tono.

– Aurelio, mañana llega mi hermano Carlos.

– ¡Joder! El que nos faltaba ahora. Eramos pocos y la abuela en cinta. ¡No te jode!

– Bueno, bueno, ya sabes cómo es. Sólo va a estar unos días, así que vamos a llevarnos todos bien, que no quiero yo disgustos, que luego ya sabes cómo me atacán al corazón ¿De acuerdo? Además, es mi hermano, por mucho que nos pese.

Pedro consideraba la venida del tío Carlos como la inminente llegada de tropas aliadas. No era difícil comprobar que no todo fluía relajadamente entre sus padres y su tío. La situación se presentaba muy, pero que muy interesante. Apagó su cigarrillo, y se fue para clase sin poder evitar una gran sonrisa, tarareando feliz “The Cutter”, de Echo and the Bunnymen, “conquering myself, until I see another hurdle approaching. Say we can, say we will, not just another drop in the ocean.” (Conquistándome a mí mismo hasta que vea como se aproxima otra valla. Di que podemos, di que lo haremos, no – seremos – tan sólo otra gota más en el océano.)