LA VISTA ATRÁS – IV

IV.

– Sentí en el alma lo de Remedios, Antonio.

– Ya.

– El destino nos juega a veces estas malas pasadas.

– Supongo.

Quizá Álvaro estaba intentando justificarse ante la opinión de su hermano mayor, pero éste no parecía dispuesto a entrar en detalles, a responder utilizando más de una sola palabra en cada una de sus intervenciones. Álvaro ya conocía al detalle lo ocurrido aquel fatídico día de junio de 1961, el modo en que la pobre Remedios, tan joven y bella, había sucumbido al ritmo cadencioso pero cotidiano de la muerte. No podía ser morboso. No debía hurgar más profundo en la herida que su hermano parecía no haber podido cicatrizar en los casi treinta y cuatro años transcurridos desde la fecha en que se quedó viudo. No había suficientes plaquetas en todo el Universo para hacer postilla de su inmenso dolor.

Álvaro fue el primer pretendiente que rondó a Remedios la “morraña”. Ella no sólo se sentía, como es lógico, halagada, sino que respondía plenamente a todos y cada uno de los pasos que el pequeño de los “paparranes” iba dando en su planteamiento de seducción, no excesivamente románticos, pero sí distintos a los utilizados por el resto de mozos casaderos del pueblo, que consistían, mayormente, en acercarse al patriarca de la familia de la pretendida para pedir permiso. Al menos se besaban y se metían mano a conciencia, a escondidas, protegidos por la falta de iluminación – norma habitual en las noches invernales en los soportales de la Plaza por aquel entonces aún del Generalísimo -. Y eso ya era algo.

Angustias la “carretona” se ponía en evidencia cada vez que su camino se cruzaba con el de Álvaro el “paparrán”. Él lo había notado desde que eran unos críos y compartían juegos con los demás niños del barrio, y siempre se había aprovechado de esa debilidad de su oponente para hacerla sufrir un poquito más cada día. Le parecía raro que una chica mayor que él bebiese por sus vientos tan a la vista de todos. La miraba con ojos que delataban algo más que mutuo respeto, y Angustias vivía y se desvivía con la ilusión de casarse algún día con aquél que constituía su amor platónico. Cuando llegó cabrón el sufrimiento, su padre, Eutiquio el “furraxo”, le dijo que nunca debía haberse puesto en evidencia, que eso sólo lo hacían las mujeres de mala vida. Sufrió en soledad su desgracia. Ya no estaba su hermanastro Carlos a su lado. Él había huido del pueblo a no se sabía aún dónde. Estaba ya resignada Angustias a vestir santos, a ser una más dentro del grupo de solteronas que iban diariamente a misa con un rosario de cuentas negras y un misal entre sus entrelazadas manos. Hasta que apareció Aurelio en escena y la salvó de la quema. Ambos se casaron con la treintena cumplida y bien cumplida. Martín, el mayor de los hermanos de Aurelio hizo las veces de padrino; Anuncia, la mujer del “Stalin”, Ramón de nombre, las de madrina.

Por aquel entonces, Álvaro ya había emigrado, y Remedios la “morraña” ya había fallecido, dejando viudo prematuramente al hermano mayor de Álvaro, Antonio el “paparrán”.

– A ti gustába-che Remedios, ¿non?

– Sí… … Bueno, un poco… pero no congeniábamos del todo, ya sabes.

– Sí, sí, ya sei… ya sei.

Lo sabía, claro que Antonio sabía que Remedios había abandonado a su hermano Álvaro por culpa de los extraños cambios de personalidad de éste último. Pero él no se llegó a sentir jamás plato de segunda mesa. En realidad, no le dio tiempo a sentir casi nada por ella. Estaban empezando a conocerse el uno al otro cuando de repente apareció la Dama de la Guadaña y asestó un certero tajo en el cuello de la joven “morraña”. Ya estaba preñada de la semilla de Antonio cuando murió, pero eso nunca lo llegó a saber nadie. Ni siquiera ella misma había tenido en cuenta aún una falta de tan sólo cuatro días en su ciclo menstrual, por otro lado, muy irregular. Con su ausencia, Remedios se convirtió en la amada, por y para siempre, de Antonio el “paparrán”. El vacío de la casa pesaba como una losa sobre su ánimo, cada día, cada mes, cada año más. Se murió la madre, y eso no le importó tanto. Ya no tenía familia directa a su lado, y se centró en el campo, en su finca de cerezos ubicada a escasos metros de la iglesia de la Virgen de la Quinta Angustia. Llegó a odiar a su hermano Álvaro; llegó a odiarlo de corazón, pero de tanto corazón, ese odio se tornó amor fraterno desde la llegada del hermano pequeño del otro confín del mundo casi treinta y cinco años después de su agria partida. Colombia se había convertido en la segunda patria del menor de los “paparranes”; la primera seguía siendo, en la lejanía pero en el recuerdo constante, Cacabelos, su pueblo del alma. Y ahora estaban los dos hermanos sentados el uno frente al otro, bebiendo chupitos de buen orujo. Treinta y cinco años habían pasado, con sus días, sus noches, sus alegrías y desgracias; separados por miles y miles de kilómetros de agua salada, la mayoría, y también de tierra fértil a ambos lados. Hablaban de sus recuerdos, de todo lo que habían compartido, incluida Remedios la “morraña”.

CEREZAS – XI

XI.

– ¿Y cuándo piensas volver por aiquí?

– No lo sé. Creo que pronto; en cuanto pueda volveré…pero para quedarme. Me gustaría morirme aquí, que me enterrasen en nuestra tumba, junto a madre, junto a…

– Veña, veña. Nun e momento pra falar de esas cousas…Sube ya no autobús que ya te coloco eu to los bultos no maletero.

Los dos hermanos “paparranes” se funden en un abrazo por iniciativa de Álvaro; Antonio trata de evitar que aquel gesto se prolongue en exceso. Antonio, con los pies en el suelo y los sentimientos en el núcleo incandescente de la Madre Tierra.

– Has de escribirme tú también, eh.

– Sí, ho…si me recuerdo de cómo se fai, que ya sabes que a min as letras…

Pero Antonio sí que contestará de vez en cuando a las numerosas cartas que irá recibiendo de su hermano desde Colombia, aunque le cueste horrores terminar una frase con su trabajosa caligrafía, plagada de faltas de ortografía, con su particular sintaxis, pero perfectamente legible. Le agradecerá a su hermano pequeño, a pesar de sus protestas iniciales, el regalo que éste le había dejado en la finca antes de cruzar el charco por segunda y última vez en su vida. Antonio no sabía nada sobre nuevas tecnologías aplicadas al mundo de la agricultura; es más, desconfiaba de ellas como el obrero de su patrón. Su hermano, que se había instruido pertinentemente allende los mares, sin embargo, sí. No era la primera vez que Álvaro, como si de un mago alquimista se tratase, experimentaba con semillas tratando de crear nuevos frutos transgénicos, como un híbrido exquisito entre tomate y pera que había conseguido hacía ya cuatro años.

La noche antes de partir, permaneció en vela sentado a la mesa de la cocina trajinando muy concentrado con los huesos de unas cerezas y unas semillas pequeñas, de tono oscuro, de las que se había traído de allá dentro de una bolsa de plástico transparente junto con las hojas ya resecas de coca, hasta conseguir un nuevo tipo de cerezas, o, mejor dicho, una nueva semilla que daría, una vez plantada y con el transcurso del tiempo necesario, una cereza nueva, desconocida hasta entonces por aquellos lares…y por todos los lares del planeta: la cocacereza, como el mismo Álvaro la bautizaría entre risas y sonrisas más propias de un chiquillo que acaba de hacer una buena trastada.

Ese día de finales de verano, Álvaro no madrugó porque ni siquiera se había acostado aún. Antes de dirigirse hacia la finca, buscó por todos los rincones de la casa, valientemente y con extraña determinación, a su antigua sombra, a su desterrado alter ego, pero no lo pudo hallar porque aquél se había ido de su vida definitivamente, para siempre. Contento y sintiendo que la misión, su misión, ya estaba más que cumplida, llegó a la finca. Platicó unos minutos con el pobre Augusto, que se encontraba allí más solo que la una, y, acto seguido, plantó las seis semillas que él, como si de la propia diosa Ceres se tratase, había creado. “Con esto se solucionarán tus problemas, querido hermano. Nadie más volverá a robar tus cerezas,…nuestras cerezas”, constituyó su particular bendición del fruto que acababa de sembrar. Ese era el regalo que le dejaba a su hermano.

Los cerezos crecieron muy aprisa, saltándose a la torera todo el proceso biológico de años de crecimiento, el normal en estos casos; tanto crecieron, que para la siguiente cosecha ya se podrían recoger los primeros frutos. Las primeras cocacerezas. Los primeros que disfrutaron de sus inenarrables efectos fueron, ¡quiénes si no!, los chavales de la pandilla del “peidán”, con el mismísimo José Manuel, nieto del primer “peidán”, a la cabeza. Los efectos no se hicieron esperar. Nunca más volvieron a la finca del “paparrán”, lo que disgustó tan profundamente al Augusto, que éste enfermó irremisiblemente hasta morir de pena, ¿o fue por su último atracón de cerezas, o mejor dicho, de cocacerezas…? Por el contrario, a Antonio sí que le parecieron aquéllas las cerezas más exquisitas que jamás había probado. Tanto, que las iba repartiendo jubiloso con todo aquel amigo o conocido que se le ponía por delante. Todo aquél que las probó comentó que aquellas cerezas eran un manjar digno de los dioses. Y así era, porque Álvaro así lo había querido. Porque sabía que nunca jamás regresaría a su tierra, y se sentía en la obligación de dejar que parte de su vida echase definitivamente raíces bajo el manto que le había visto nacer, bajo la tierra en la que ya ni los huesos perduraban de aquél que una vez había osado compartir un mismo útero con él. Álvaro no lo sabe; obviamente, no lo recuerda, pero sí que se vio en la obligada necesidad de recurrir a su instinto de supervivencia incluso antes de haber salido del cuerpo de su madre. “Estaba muy claro. O tú o yo, hermanito. Sólo me defendí de tu constante acoso.”, pensó Álvaro – aún antes de saber que iba a ser Álvaro y “paparrán” – en el instante en que vio por vez primera, aunque de manera ciertamente borrosa, la luz del sol. Eran las dos de la tarde y su padre, Emilio el “paparrán”, comía cerezas mientras esperaba ansioso la buena nueva. Luego sintió Álvaro unas palmadas en su frágil y sonrosado culo y se echó a llorar. “¡Este ta vivo! ¡Ta vivo!”, proclamó con toda la fuerza de sus pulmones la antigua comadrona de Cacabelos, Maruja la “peidana”. Era el día diez de junio de 1938. Una guerra entre hermanos asolaba al país, y en Cacabelos comenzaban a recoger la cosecha de cereza de ese año, porque, a pesar de guerras y conflictos, junio es el mes de la recogida de las cerezas.

CEREZAS – X

X.

(Un día de verano, una vez cosechada y vendida toda la cereza, los “paparranes” se encontraban tomando el café que sigue al almuerzo en el Hogar del Pensionista. Antonio jugaba su eterna partida de mus con el compañero y los contrincantes de siempre. Álvaro, en cambio, miraba un rato la televisión mientras saboreaba su tercer café. Ponían un documental sobre tiburones, que parecía interesarle muchísimo – Álvaro era un gran aficionado a todo tipo de documentales -. Estaba sumamente concentrado, casi ensimismado, escuchando la explicación que allí daban sobre las peculiaridades del proceso de reproducción del tiburón tigre, cuando algo alteró repentinamente su ritmo cardiaco. “…El ‘galeocerdo cuvier’ se caracteriza por su gran voracidad, llegando incluso, debido al gran número de crías que la hembra puede llevar en su interior, y en un bello aunque salvaje proceso de selección natural, al canibalismo intrauterino…”, comentó el narrador como si aquel hecho fuese lo más natural del mundo. Pero para Álvaro no lo era. Empezó a sudar, a sentirse realmente enfermo. La desagradable imagen de aquel feto de elasmobranquio tigre – conservado en formol como un auténtico monstruo de vientre desproporcionado – cuyo nombre científico acababa en ‘cerdo’ empezaba a actuar en su interior como un virus más que maligno. Álvaro, contagiado y contrariado al mismo tiempo, bajó su mirada y contempló en un acto casi reflejo su prominente barriga. “…Canibalismo intrauterino”. Y la imagen de un feto humano frente a sus ojos, a escasos centímetros, flotando alegremente en el líquido amniótico, se insertó en su pensamiento sin dejarle apenas tiempo para asimilarla. El feto de tiburón tigre se volvía por momentos “paparrán”. La tan temida resurrección podía producirse en cualquier momento. Secó el sudor frío que empapaba su frente y se levantó del sillón que ocupaba delante del televisor. Ya no quería seguir viendo aquel programa. Ya no. Y a pesar de su odio visceral por todo tipo de juegos de naipes, decidió buscar a alguien que no estuviese ya jugando para echar una partida que disipase aquella imagen y lo devolviese raudo a la puta realidad. Del juego que fuese, tute, subastao, julepe, incluso mus si era menester…¡daba igual!, que él los recordaba todos, o casi todos.

Esa misma noche comunicó a Antonio que regresaría a Colombia en cuanto pudiese. Como excusa puso sus plantaciones, que se acercaba la época de recolección. Antonio sintió una profunda pena en su interior, pero no la exteriorizó. Nunca exteriorizaba nada. Tan sólo preparó, dos días más tarde, una caja a modo de paquete llena de cerezas, las más verdes para que así pudiesen aguantar todo el viaje sin estropearse excesivamente, para que su hermano se las llevase consigo a Colombia; a “Diutana”, como diría el propio Antonio.)

CEREZAS – IX

IX.

Álvaro, tras su mítica lucha contra su otro yo, se aferró con fuerza al trabajo. Era capaz de seguir perfectamente el ritmo infernal que imponía su hermano. Antonio no salía de su asombro: el que antaño había destacado por su poco espíritu de trabajo ahora parecía uno más del pueblo, de los que estaban acostumbrados a soportar sobre sus espaldas intensas jornadas de trabajo en época de cerezas, en época también de vendimia, que no sólo de cerezas vivía el pueblo; jornales y más jornales de viñedos se extendían por todos los alrededores de Cacabelos. Pero los “paparranes” no habían heredado ninguna viña. Era una de las pocas familias que no podía presumir de elaborar sus propios caldos, aunque sí que podían disfrutar de aquéllos que tan cuidadosamente elaboraban muchos de sus convecinos. Antonio siempre ayudaba en las tareas de vendimia a todo aquél que se lo proponía, e incluso sin propuesta alguna, él corría presto a colaborar en la vendimia del “barájamelnaipe”, del “asturiano” o de Eleuterio, el carnicero de la plaza, su compañero de siempre el los avatares del mus.

– Te quedarás pra vendimia, ¿no?

– No sé…quizás. Depende de un par de cuestiones.

– Ya sabes que por mí nun hay ningún poblema.

– Ya, eso ya lo sé. Me refiero a cuestiones personales. Vine a buscar mi paz interior y creo que estoy en el buen camino. Por otro lado, tampoco puedo dejar aquello solo, a la buena de Dios.

– Cómo tú veas.

Y Álvaro veía. Veía como se iba librando día tras día de todo su lastre interior, si es que no se había librado ya definitivamente de él. Le apetecía contárselo todo a su hermano mayor, pero quizá sería mejor dejarlo todo tal y como estaba. Algunas cosas no están al alcance de los que no creen, o no quieren creer; y Antonio era de ésos.

Perder de vista a su otro yo, y recuperar al hermano perdido, esos dos hechos parecían satisfacer plenamente sus expectativas previas al viaje, sino plenamente mítico, al menos trascendente. Sabía de sobra que Antonio no aceptaría ningún presente de su parte, pero ya buscaría la manera más apropiada de dejarle algo como regalo sin que éste se diera cuenta. Es más, ya lo tenía pensado y requetepensado. Sabía que no llegaría a la vendimia porque tenía que marcharse pronto para Colombia, antes de que hubiese lugar a una no deseada resurrección de fantasmas por fin superados.

CEREZAS – VII

VII.

Dos días transcurrieron lentos y sin que los dos hermanos apenas se vieran las caras. El uno enfrascado en “la cereza”, y el otro buscándose a sí mismo a años luz de la extensa realidad que le rodeaba. Antonio pensaba desde siempre que su hermano pequeño estaba un poco trastornado; Álvaro, por el contrario, no era capaz ni de pensar siquiera en estos días en los que se debatía gran parte de su ciclo vital. No cruzaron ni palabra. Antonio ya es de por sí poco hablador, y Álvaro, sencillamente, no tenía ganas de platicar. Antonio desayunaba mientras su hermano todavía dormía; Antonio recogía cerezas en la finca mientras su hermano todavía permanecía encerrado consigo mismo en su habitación. Coincidían a la hora del almuerzo, pero con sus respectivos silencios respetaban inconscientemente la paz de cada una de sus fortalezas; fortalezas, sí, aunque no inexpugnables.

Antonio, mañana despiértame cuando tú, que voy ir a trabajar contigo”, fue la frase que rompió la tregua de silencio que se había prolongado durante casi dos días y medio. “Vale”, fue la escueta y aséptica respuesta que Antonio dio a su hermano pequeño, el que aún se cagaba en los paños higiénicos cuando su hermano mayor ya arrancaba de una rama baja de un árbol su primera cereza.

Veinticuatro horas antes, Álvaro trataba de vencer de la manera más digna su prolongada vigilia. De la más pequeña de sus maletas sacó una bolsa de plástico transparente que contenía unas cuantas hojas de alguna extraña planta, ya resecas; introdujo en ella su mano derecha, separó una del resto y se la metió dentro de su boca colocándola suavemente, con un movimiento ascendente de su lengua, en todo lo alto del paladar. Era una hoja de coca; Álvaro parecía recaer en el mal de las alturas; pero ahora ya no estaba en las montañas de Duitama y no tenía excusa para “darle a la coca”. Temía que él regresase. Estaba realmente nervioso: no sabía a ciencia cierta si lo había matado definitivamente o si, por el contrario, éste aún vivía escondido en algún rincón perdido de la casa, de su corazón, de su memoria…

No, su otro yo no había desaparecido del todo, y allí estaba ahora, otra vez visible y con más ganas de guerra que nunca. Álvaro apretó con fuerza la punta de su lengua contra el cielo de su boca. En esta ocasión no cerró los ojos; había que coger al toro por los cuernos y voltearlo de una puta vez y para los restos.

– Tú la mataste, ¿verdad?

– ¿A quién?

– ¡A quién va a ser! ¡A quién coño va a ser…No te hagas el sorprendido conmigo ahora, que te conozco más que a mi propia persona!

– Te equivocas de pleno. No fui yo. Ella murió de forma accidental.

– Ya. Pero tú sabes cómo sucedió, ¿no?

– Sí, claro. Yo estaba allí. Me gustaba mirarla mientras dormía al lado del patán del Antonio. ¡Ella tenía que haber sido nuestra…! ¡¡Y te largaste sin pelear, como un puto cobarde de mierda!!

– ¡No cambies de tema ahora, joder…! Te vio. Ella te vio y la mataste del susto. ¡Dime la verdad!

– ¡Qué no, hostias!………Bueno, sí que pudo haberme visto…¡pero sólo un instante, una décima…una centésima de segundo! Todavía no se había dormido. Esa noche se la veía inquieta, nerviosa. Jugueteaba en su boca con un hueso de cereza. Lo chupaba y lo chupaba…(una fea costumbre que se le había pegado del Antonio). Sus ojos miraron hacia la posición que yo ocupaba, escondido entre el lado derecho del armario y la pared…Yo sabía que el Antonio no podía verme, pero ella…ella……Se atragantó con aquel puto hueso de cereza. Ni siquiera pudo toser. Se taponaron por completo sus vías respiratorias…Se puso roja, luego morada…Se murió allí mismo. Y el Antonio durmiendo a pierna suelta a su lado sin poder siquiera darse cuenta de lo que le estaba sucediendo…Yo…yo…bueno, ya sabes que yo no podía hacer nada. Yo no existía…¡Yo nunca nací…! Y eso fue todo.

– Joder…eso fue todo. ¡Eso fue todo! ¡Qué gilipillez…! ¡Qué muerte tan gilipollas! Y yo allí, tan lejos, sin saberlo. Pero, pero ¿por qué cojones te diste a ver? ¿Por qué?

– No lo sé. No me di ni cuenta. Te habías ido, me habías dejado solo aquí, y ellos no me podían ver; no la madre y el Antonio, tú lo sabes, pero quizá…quizá ella sí…Ella no era como ellos; estaba hecha de otra pasta…No les pertenecía, y tú lo sabes bien. No lo sé, hermano, te juro que no lo sé…No te pudieron avisar a tiempo, aún no tenían ni tus señas ni tu número de teléfono. Te avisaron cuando lo de madre… Antonio te envió un telegrama urgente…pero tampoco viniste.

– No estaba preparado aún. Pero sufrí su muerte, ¡vaya si la sufrí! Yo quería mucho a madre; más de lo que tú puedas llegar nunca a imaginar……Lo de ella me lo había contado madre en su primera carta. Ya habían pasado casi siete meses…Me jodió, me jodió en el alma, por Antonio, también por mí, pero seguí adelante…yo solo…¡Yo solo! ¡¡¡YO SOLO!!! ¡¡¡¡Me cago en Dios!!!!

Y, por fin, Álvaro pudo hablar solo de verdad entre las paredes de aquélla que había sido, durante sus primeros veintidós años de vida, su morada. Él se había volatilizado, había sido abducido para siempre por sus propios pensamientos. Al fin Álvaro había podido cambiar su decorado. Lo había matado, y pensó que en realidad no había resultado tan complicado, aunque eso es fácil de decir después de treinta y cinco años disfrutando a pleno corazón de la soledad elegida conscientemente, después de siete lustros sintiendo la libertad de su propia carne corriendo veloz por sus venas a cada latido de su corazón.

CEREZAS – IV

IV.

Álvaro no podía evitar que una risa interior le enviase luminosas señales de júbilo. “Este Antonio sigue siendo el mismo de siempre: mandón cual general en época de guerra”. Era el mayor, y eso ya no tenía solución. La finca seguía igual que antaño: todos y cada uno de los cerezos distribuidos arbitrariamente en un terreno de cuatro “jornales”, como se diría y mediría en Cacabelos, lo cual supone unas dos hectáreas y media, más o menos, si tenemos en cuenta que un “jornal” se correspondería con 0’625 hectáreas en el sistema métrico decimal. Antonio no sabía lo que era una hectárea; “esas pijadas nun ayudan pra que haiga una bona cosecha. Una vez viño un biólogo de esos y nos quería aconsellar pra que aumentásemos a pro…produ… produtividá, o algo así…¡menudo langrán! Y ainda hubo algún que y fixo caso: Camilo el del Foyo cogió ese año menos da mitá que el año anterior…y todo por facer caso de inorantes, que muito habrán estudiao, pero que del campo nun teñen ni idea, ¡ni puta idea!”, solía repetir Antonio en el Hogar del Pensionista cuando alguno comentaba que iba a cambiar su estrategia agrícola con respecto a las cerezas. Ése es Antonio, el más firme descendiente de la cultura popular.

– Ahora que estoy yo aquí, te puedo ayudar a “pañar” las cerezas.

– Ya sabes que esto tamén es tuyo, así que fai o que che de a gana, que eu arréglomelas muy bien solo.

– De acuerdo. Entonces, ¿cuándo empezamos?

La continua perseverancia de Álvaro destrozaba por momentos a Antonio; ya hasta le estaba empezando a costar bastante trabajo ser tan hostil; comenzaba a darse cuenta de que el combate se empezaba a decantar para el lado colombiano, y más valía ceder un poco para que al menos la lucha continuase, que perder por KO técnico a las primeras de cambio.

– …pero, si aquí hay un montón de huesos de cereza por el suelo. Alguien viene a comerte las cerezas.

– Ya, ya o sei. E o nieto do “peidán”, que veñe casi to los días con outros rapaciños.

– Entonces habrá que tomar las medidas oportunas.

– ¡Qué medidas nin que oito cartos…! Aquí o que hay que facer e chevarse bien con tol mundo. Nun te jode el listo éste, acaba chegar y…

– ¿Y el perro qué?

– ¡Este? Nah, éste sólo sabe vaguear. E una acémila. Eu creo que nun sabe ni ladrar.

Esa mañana “pañaron” doce cestas de cerezas. Las que antes habían osado madurar ya estaban listas para el consumo. Antonio tenía la sana costumbre de repartir con sus convecinos. Era una tradición. Yo cerezas; tú cebollas; el otro alguna que otra lechuga; la de más allá algún kilo de patatas a finales de agosto o algún chorizo por la matanza…Gente del campo. Gente que rara vez visitaba uno de esos tan “avanzados” supermercados que en la última década habían sustituido amenazantes a las tiendas de siempre: la de Angustias la “ranga”, la del “tocaiquí”. Se comía, y eso era lo que importaba; y si había que freír, nada de aceites, margarinas o mantequillas, no, que para eso ya tenían la manteca de cerdo, totalmente prohibida por “el del seguro” (tal y como se designaba al médico de la Seguridad Social en el pueblo), pero, cómo nunca antes habían oído hablar de “eso del colesterol”, hacían, casi unánimemente y por inconsciente consenso, caso omiso de tales consejos.

Al mediodía, Los “paparranes” almorzaron cada uno un chorizo tumbado a toda la larga de una buena rebanada de pan de hogaza de Chas y una sopa de gallina que ya sabía un poco a rancio de tantos días como llevaba hecha. Por descontado que de postre cayeron al menos dos kilos de cerezas, uno por cabeza. Casi no cruzaron una sola palabra durante la primera parte de la comida, pero, al final, las cerezas parecían haber devuelto el habla a los dos hermanos. Hasta ese momento, Álvaro no había hecho más que observar atentamente a su hermano; sus ojos parecían decir que se sentía muy orgulloso de él. Estaba en casa. Estaba a gusto.

Extrañamente, Antonio tomó la iniciativa y estranguló al gato que no cesaba de arañarlo por dentro:

– ¿Y cómo es Colombia?

– Es una tierra hermosa, muy hermosa.

– O sitio donde vives…nun recordo o nome.

– Duitama, en la montaña.

– Eso, “Diutana”. Es bonito, ¿no?

– Es como un paraíso. Es tan distinto a todo esto… Me gusta aquello, allí soy feliz. Vivo bien… Bueno, para ser justos, he de decir que algo de dinero sí que he hecho; pero mi trabajo me ha costado; muchos, muchos esfuerzos.

– Nas tuas cartas nunca me contaras a qué che dedicabas.

– Mira, Antonio, soy hijo y nieto de agricultores, de campesinos, como tú, como todos los del pueblo…y no podía alejarme de la tierra, de su contacto, de su olor…Soy agricultor; tengo unas fincas allá en la montaña.

– ¿Y e bona terra aquela pras cerezas?

– No, demasiado húmedo el clima tropical para cultivar cerezas, al menos tan buenas como las de por aquí. Ese sabor…- Álvaro introduce en su boca una picota gorda y rojísima – Lo recordaba, pero el recuerdo no es comparable al hecho de meterte una en la boca y hacerla estallar en su interior.

– ¿Y entós que carallo plantas?

Álvaro hace una pausa; come una, dos, tres cerezas, sin prisa, y mira a su hermano dispuesto a contestar de la manera más eufemística posible. Pero en ese preciso instante se da cuenta de que su otro yo, el amigo invisible al que había abandonado hacía treinta y cinco años, está observando atentamente desde la puerta toda la escena. “Venga, cacho cabrón, atrévete a decírselo. Díselo ya, no esperes más…¿De qué tienes miedo, eh, cobarde?” Álvaro sabe de sobra que esa voz sólo llega hasta su cerebro. Sólo él puede verlo, oírlo… Nunca se atrevió a presentárselo a su hermano, ni, por supuesto, a la madre. Llegó a la sana conclusión de que sería mucho mejor omitir algún que otro detalle en su siguiente respuesta.

– Tengo unos cuantos jornales en los que cultivo una planta autóctona de Colombia. Vamos, una que aquí en España no se da, quiero decir. Pero se exporta a casi todo el mundo, incluida España, claro.

– Ya. Seguro que por ailí hay frutas y plantas que por aiquí nun se dan. O mundo e muy grande, hermao.

Sí, Antonio, quizá demasiado grande”, contesta Álvaro a su hermano, y añade, de forma imperceptible para que así Antonio no pueda escucharlo, “…para los dos”, a la vez que gira lo justo su cabeza con la intención de que sus ojos se encuentren de lleno con los del otro “Álvaro”, el “Álvaro” joven, el cual, dándose inmediatamente por aludido, le envía un “si crees que te vas a librar de mí, lo tienes jodido, pero que muy jodido”, que se clava certero en el miedo ya olvidado de aquél de los “paparranes” que se había largado, sin previo aviso, a tierras colombianas treinta y cinco años atrás. El mismo día en el que la antorcha olímpica encendía el pebetero del Estadio Olímpico de la vieja ciudad de Roma. El mismo día en que Antonio comunicó a su madre que tenía pensado casarse con Remedios, la de los “morraños”.

CEREZAS – III

III.

– Antonio…¡cuánto tiempo!

– Sí, muito. Muito tiempo. ¿Has tenido bon viaxe?

– Sí, sí, gracias.

– Podes deixar as maletas na habitación do fondo…na de siempre…na tua, vamos.

– Sí, sí, claro.

– Eu me voy pra cama. Estuve na finca y estou mu cansao. Ta mañana.

– …Hasta mañana, Antonio. Buenas noches.

Y Álvaro se encerró en su antiguo dormitorio tragándose para sus adentros todas las preguntas que tenía que hacerle a su hermano. La habitación no había cambiado ni un ápice su aspecto: la vieja cama de hierro forjado; sobre ella, el colchón de lana que su madre vareaba todos los veranos; la vieja mesilla de noche, de madera de castaño, barnizada en tonos oscuros, y ya carcomida por el inexorable paso del tiempo…Toda, absolutamente toda la estancia le devolvía al pasado, a su ya lejano pasado en Cacabelos. Esa particular regresión en el tiempo empezaba a asustarlo. Se miró en el espejo del viejo ropero de nogal y, a pesar de que allí se reflejaba un señor canoso, de unos cincuenta y cinco años, de mediana estatura y con algún que otro problema de obesidad, él no vio más que a un joven de veintidós años, delgado, con la cara de despabilado que da el hambre y una mirada triste que delataba traidora su estado interior.

– Viejo amigo…mi viejo y buen amigo. ¿Cómo te ha ido?

– ………………

– No puedo reprocharte nada. No me contestes si no te apetece, pero al menos escúchame, ten el valor de escucharme.

– ¡No me sale de los cojones escucharte ahora! ¿Por qué me dejaste aquí, eh, por qué?

– Sabes que tenía que irme. Tú lo sabes.

– Esa no es razón suficiente como para dejarme aquí, abandonado a mi suerte, viendo como el Antonio iba haciéndose más y más viejo cada día, cada mes, cada año…treinta y cinco años, hijo de puta…No, hoy no pienso escucharte, tragarme tus cínicas y miserables explicaciones…Me largo, pero volveré, volveremos a vernos las caras; de eso sí que puedes estar seguro.

– Está bien, hermano. Por lo visto hoy nadie tiene ganas de hablar conmigo…

Álvaro se acostó vestido en la cama. Trató de conciliar el sueño, de adaptar su cuerpo y su mente al nuevo horario. “Son las once de la noche, no las cinco de la tarde; son las once de la noche, no las cinco de la tarde…”, se estuvo repitiendo en voz baja durante un largo cuarto de hora, como un relajante mantra que permitiese trasladar las intenciones de su activo cerebro hasta los intransitables bajos fondos del sueño. Pero sus ojos permanecían abiertos como bocas de cráteres. Sin él pretenderlo, su mirada no cesaba de buscar a su otro yo, al amigo invisible, al que había abandonado a su oscura suerte en el verano de 1960…al que ni siquiera pudo llegar a nacer de veras. Se había ido, era verdad que se había ido de la habitación en la que ahora moraba el “Álvaro” desconocido, por el que el tiempo sí que había ido dejando todas y cada una de sus muescas. Y no soportaba que aquél, desde los veintidós años, hubiese vivido una sola vida por los dos. No era justo.

Antonio pensó que su hermano no había cambiado. “Ese cabrón sigue falando solo, como cuando éramos unos rapaciños”, se dijo justo antes de dar media vuelta en la cama para buscar su postura preferida, la que siempre lo encaminaba aceleradamente hacia el más profundo de los sueños, el que había sido capaz de atraparlo entre sus densas redes hasta no llegar a notar los temblores que había provocado el terremoto del ’69 – 5,2 en la escala Richter.

Álvaro no fue capaz de conciliar el sueño en casi toda la noche, pero eso le daba exactamente igual, no era muy dormilón, con cuatro horitas bien dormidas bastaba. Pero esa noche tenía algo que la distinguía de muchas otras: estaba en casa, al cobijo de su techo de siempre; su hermano y su pasado compartían con él el mismo oxígeno… y eso era bueno.

Cuando Álvaro se levantó, Antonio ya estaba recogiendo el tazón del desayuno y guardando la hogaza de pan recién hecho.

– Buenos días, hermano – dijo Álvaro en tono conciliador.

– Bos días. Ahí teis leite y pan recién feito. Si nun te gusta la nata, la apartas con una cuchara antes de echar a leite no tazón, que nun teño colador – De sobra sabía Antonio que su hermano no soportaba la nata de la leche, pero utilizaba el condicional intencionadamente: “Aquí confianzas las mínimas”, pensaba.

– Ah, muy bien, muy bien. Cuántas ganas tenía ya de volver a comer de este pan. ¡Qué bien huele! ¿Sigue siendo el de Chas?

– Si, claro, ¡por qué iba a cambiar eu de panadería?

– No sé, como ahora hay tantas…está todo tan cambiado.

– Tá todo como siempre. Nada ha cambiao…al menos n’esta casa nos últimos treinta y cinco años.

Antonio cortaba igual que una cuchilla de afeitar. Álvaro entendía perfectamente cada mensaje, cada gesto de su hermano. Lo conocía como a la vida misma y sabía que con paciencia podría llegar hasta el fondo de sus sentimientos. Sabía más que de sobra que su hermano iba a ser lo más telegráfico posible con él; sabía que no haría ni una sola pregunta, como antes había sabido que no le iba a contestar ni a una sola de sus cartas. Se habían criado juntos; habían chupado de los mismos pezones y eso, por cojones, tiene que terminar uniendo. Es como el pegamento. Pura cola de contacto fraterno. Pero Álvaro no necesitaba que nadie le preguntase nada para contar una historia, una anécdota; detalles, en definitiva, de su desconocida vida allá en Colombia, ¡de lo que fuese! La curiosidad acabaría por matar al gato que con tanto celo guardaba dentro de sus vísceras Antonio el “paparrán”.

– Eu vou pra finca, que ainda teño c’acabar de preparar as jaulas.

– Ah, muy bien; pues entonces me voy contigo.

– Cómo quieras. Pero a la finca vase a traballar, nun a dar la lata. ¿Comprendido?

CEREZAS – I

I.

Junio es el mes de la recolección de la cereza. Pero ese año la cosecha parecía ser temprana para la pandilla de José Manuel el “peidán” y sus amigos: después del colegio se dedicaban a hacer una excursión hasta la finca de Antonio el “paparrán”, donde se ponían morados a cerezas con la siempre bienvenida connivencia de Augusto, el pastor alemán que, se suponía, vigilaba la finca de gañanes roba-frutas, y que tenía lo mismo de pastor alemán que su dueño de poeta, ya que en realidad era un cruce entre un Pastor yugoslavo y una Fila brasileira, dos razas que por separado son de lo más agresivas, pero que al cruzarse daban una especie de perro de carácter apacible y algo bobalicón. Augusto siempre jugaba con todos los niños; no era rencoroso. Día tras día, olvidaba las jugarretas que le hacían sus “amiguitos”, las cuales, en época de cerezas, consistían principalmente en empachar del mencionado fruto al pobre animal hasta que, literalmente, le salían a éste los huesos por las orejas. “¡Cómo coño cagará tanto este perro!”, solía proclamar airado el “paparrán” cada vez que por mayo se acercaba a ver in situ los progresos de sus cerezos y, de paso, también a dar buena cuenta de todos los preparativos previos a la recogida del rojo fruto.

Ese año, la cosecha era de órdago: casi triplicaba la del año anterior, y eso ponía muy contento a Antonio el “paparrán”, hijo y nieto de paparranes, pero no padre de otro u otros paparranes. El destino había querido que enviudase al mes y cinco días de haberse casado; y el destino tampoco había querido juntarlo posteriormente con otra mujer que pudiese haberle dado los tan deseados hijos. Y ahora ya estaba demasiado viejo como para empezar una nueva travesía. Se conformaba con sus labores agrícolas y con su diaria partidita de mus en el Hogar del Pensionista.

A principios de junio de ese año llegaba su hermano de Colombia, tierra a la que había emigrado, según creyeron todos, ante la falta de futuro en el pueblo. Álvaro, también “paparrán”, tenía muchas ganas de volver a ver la tierra que lo había cobijado hasta cumplir los veintidós años, más incluso que a su hermano mayor, con el que no se llevaba demasiado bien; si le escribía no era por más motivo que el de mantener un ancla con sus añoradas raíces. Y ahora iba a venir a su pueblo a pasar casi todo el verano. “¿A qué cojones vendrá éste ahora? ¿Qué coño se le habrá perdido por aquí?”, se preguntó malhumorado Antonio tras leer, con la dificultad de siempre, provocada, a la par, por su incipiente y no cuidada miopía y por su casi iletrado estado, la carta que comunicaba la inminente presencia de su hermano.

Antonio ya se había acostumbrado a vivir solo; la soledad era su mejor compañera y aliada en todos y cada uno de los momentos que regían su imperturbable existencia, y lo que más le jodía ahora era tener que compartir, después de tanto tiempo, una porción de vida con su hermano pequeño en la misma casa, que, para ser exactos, también pertenecía a Álvaro, ya que los dos la habían heredado, como todo lo demás, al cincuenta por ciento. Antonio siempre había pensado que Álvaro no se la merecía, no merecía ser copropietario de esa casa, ni de la finca; “¡menudo hijoputa, si ni siquiera tuvo la decencia de aparecer por aquí cuando murió la madre…!” Su innata desconfianza le hacía temer que su hermano venía para usurpar su puesto, todo lo que era suyo. Nada más lejos de la intención del bueno de Álvaro.