LA VISTA ATRÁS – I

I.

– ¿Recuerdas aquel invierno que nevó constantemente (y con una fuerza inusitada) durante cuatro días?

– Sí. Cómo nun o voy recordar, ho.

Por supuesto que Antonio lo recordaba perfectamente, como si hubiese sucedido ayer mismo. Su memoria funcionaba a las mil maravillas; era un preciso reloj suizo dentro de su envejecido cerebro. Recordaba sobre todo aquel muñeco de nieve que permaneció sonriente la friolera (nunca mejor aplicado el término) de una semana frente a la puerta de su casa. La nariz de zanahoria sólo resistió como tal un día y unas pocas horas. La madre la necesitaba para reforzar el caldo semanal. No es que hubiese necesidad. No es que pasasen hambre, que legumbres, hortalizas, fruta y algo de cerdo, aunque sólo fuese tocino, nunca faltaban en la mesa. Era un pueblo, ganadero y agrícola. En Cacabelos no necesitaban cartillas de racionamiento para sobrevivir decentemente a la dureza extrema de los primeros años de posguerra. El padre, don Emilio, más conocido entre sus convecinos por el sobrenombre de “paparrán”, había probado fortuna, había tentado a la suerte demasiadas veces, y un día ésta le fue esquiva para siempre. Lo abatieron a tiros en la estación de ferrocarril de Burgos. Se dedicaba al extraperlo; quería que sus dos hijos llegasen a disfrutar de una vida que él no había nunca ni olido. Pero su sangre acabó mezclándose con parte de la harina de trigo que escondía bajo el forro de su raído abrigo de lana. “¡Alto!”, le dio la pareja de la Guardia Civil, y Emilio el “paparrán” no obedeció la voz de la autoridad. Echó a correr instintivamente hacia la zona más oscura de la estación. Era noche cerrada, noche de cuarto menguante. No quería acabar con sus huesos en la cárcel, a morirse de frío, de hambre, de pena, de hostias… Dos tiros a bocajarro, a traición, por la espalda. Emilio el “paparrán” murió casi en el mismo instante en el que el plomo hizo contacto con su piel. Su viuda amortajó el cadáver ayudada por su madre y hermanas. Emilio no tenía ya madre, y nunca había tenido hermanas. Era, por tanto, un asunto exclusivo de la familia política. Doña Angustias, la madre de Asunción, esposa y viuda del “paparrán”, a pesar de su gran destreza en esas artes, no fue capaz de borrar del rostro de su yerno – el rigor mortis había ganado por tiempo a la anciana compostora – aquella mueca de fastidio que delataba misteriosa algo más que un accidente. Porque eso fue lo que les contaron; eso fue lo que trascendió oficialmente: un accidente al saltar del tren en marcha.

Pero si teñe dos bujeros de bala na espalda”, comentó sorprendida Adoración, una de las cuñadas del difunto. “¡Ca la boca, rapaza!”, replicó su madre, “¡nun ves que podes metenos a todos nun buen follón! Trata de vestilo y na más.” Nadie lloraba, que eso no se podía hacer cuando se amortajaba a un difunto; las lágrimas debían asomar a la vista de los ávidos ojos del pueblo en pleno; convenía guardarlas pues. A Asunción sólo le quedaba ya ser una buena, diligente y resignada viuda y cuidar de sus dos pequeños, Antonio y Álvaro, de siete y cuatro años respectivamente. Por fin, tras dos horas de ardua labor, el cadáver quedó sellado con la rúbrica de los dos algodones que taponaban sus fosas nasales. Él podía ya reposar en paz, y ellas podían pasar a hacer compañía a las plañideras más expertas de la comarca, que ya esperaban impacientes en el salón, ensayando cada una su gemido más lastimero.

CEREZAS – IX

IX.

Álvaro, tras su mítica lucha contra su otro yo, se aferró con fuerza al trabajo. Era capaz de seguir perfectamente el ritmo infernal que imponía su hermano. Antonio no salía de su asombro: el que antaño había destacado por su poco espíritu de trabajo ahora parecía uno más del pueblo, de los que estaban acostumbrados a soportar sobre sus espaldas intensas jornadas de trabajo en época de cerezas, en época también de vendimia, que no sólo de cerezas vivía el pueblo; jornales y más jornales de viñedos se extendían por todos los alrededores de Cacabelos. Pero los “paparranes” no habían heredado ninguna viña. Era una de las pocas familias que no podía presumir de elaborar sus propios caldos, aunque sí que podían disfrutar de aquéllos que tan cuidadosamente elaboraban muchos de sus convecinos. Antonio siempre ayudaba en las tareas de vendimia a todo aquél que se lo proponía, e incluso sin propuesta alguna, él corría presto a colaborar en la vendimia del “barájamelnaipe”, del “asturiano” o de Eleuterio, el carnicero de la plaza, su compañero de siempre el los avatares del mus.

– Te quedarás pra vendimia, ¿no?

– No sé…quizás. Depende de un par de cuestiones.

– Ya sabes que por mí nun hay ningún poblema.

– Ya, eso ya lo sé. Me refiero a cuestiones personales. Vine a buscar mi paz interior y creo que estoy en el buen camino. Por otro lado, tampoco puedo dejar aquello solo, a la buena de Dios.

– Cómo tú veas.

Y Álvaro veía. Veía como se iba librando día tras día de todo su lastre interior, si es que no se había librado ya definitivamente de él. Le apetecía contárselo todo a su hermano mayor, pero quizá sería mejor dejarlo todo tal y como estaba. Algunas cosas no están al alcance de los que no creen, o no quieren creer; y Antonio era de ésos.

Perder de vista a su otro yo, y recuperar al hermano perdido, esos dos hechos parecían satisfacer plenamente sus expectativas previas al viaje, sino plenamente mítico, al menos trascendente. Sabía de sobra que Antonio no aceptaría ningún presente de su parte, pero ya buscaría la manera más apropiada de dejarle algo como regalo sin que éste se diera cuenta. Es más, ya lo tenía pensado y requetepensado. Sabía que no llegaría a la vendimia porque tenía que marcharse pronto para Colombia, antes de que hubiese lugar a una no deseada resurrección de fantasmas por fin superados.

CEREZAS – I

I.

Junio es el mes de la recolección de la cereza. Pero ese año la cosecha parecía ser temprana para la pandilla de José Manuel el “peidán” y sus amigos: después del colegio se dedicaban a hacer una excursión hasta la finca de Antonio el “paparrán”, donde se ponían morados a cerezas con la siempre bienvenida connivencia de Augusto, el pastor alemán que, se suponía, vigilaba la finca de gañanes roba-frutas, y que tenía lo mismo de pastor alemán que su dueño de poeta, ya que en realidad era un cruce entre un Pastor yugoslavo y una Fila brasileira, dos razas que por separado son de lo más agresivas, pero que al cruzarse daban una especie de perro de carácter apacible y algo bobalicón. Augusto siempre jugaba con todos los niños; no era rencoroso. Día tras día, olvidaba las jugarretas que le hacían sus “amiguitos”, las cuales, en época de cerezas, consistían principalmente en empachar del mencionado fruto al pobre animal hasta que, literalmente, le salían a éste los huesos por las orejas. “¡Cómo coño cagará tanto este perro!”, solía proclamar airado el “paparrán” cada vez que por mayo se acercaba a ver in situ los progresos de sus cerezos y, de paso, también a dar buena cuenta de todos los preparativos previos a la recogida del rojo fruto.

Ese año, la cosecha era de órdago: casi triplicaba la del año anterior, y eso ponía muy contento a Antonio el “paparrán”, hijo y nieto de paparranes, pero no padre de otro u otros paparranes. El destino había querido que enviudase al mes y cinco días de haberse casado; y el destino tampoco había querido juntarlo posteriormente con otra mujer que pudiese haberle dado los tan deseados hijos. Y ahora ya estaba demasiado viejo como para empezar una nueva travesía. Se conformaba con sus labores agrícolas y con su diaria partidita de mus en el Hogar del Pensionista.

A principios de junio de ese año llegaba su hermano de Colombia, tierra a la que había emigrado, según creyeron todos, ante la falta de futuro en el pueblo. Álvaro, también “paparrán”, tenía muchas ganas de volver a ver la tierra que lo había cobijado hasta cumplir los veintidós años, más incluso que a su hermano mayor, con el que no se llevaba demasiado bien; si le escribía no era por más motivo que el de mantener un ancla con sus añoradas raíces. Y ahora iba a venir a su pueblo a pasar casi todo el verano. “¿A qué cojones vendrá éste ahora? ¿Qué coño se le habrá perdido por aquí?”, se preguntó malhumorado Antonio tras leer, con la dificultad de siempre, provocada, a la par, por su incipiente y no cuidada miopía y por su casi iletrado estado, la carta que comunicaba la inminente presencia de su hermano.

Antonio ya se había acostumbrado a vivir solo; la soledad era su mejor compañera y aliada en todos y cada uno de los momentos que regían su imperturbable existencia, y lo que más le jodía ahora era tener que compartir, después de tanto tiempo, una porción de vida con su hermano pequeño en la misma casa, que, para ser exactos, también pertenecía a Álvaro, ya que los dos la habían heredado, como todo lo demás, al cincuenta por ciento. Antonio siempre había pensado que Álvaro no se la merecía, no merecía ser copropietario de esa casa, ni de la finca; “¡menudo hijoputa, si ni siquiera tuvo la decencia de aparecer por aquí cuando murió la madre…!” Su innata desconfianza le hacía temer que su hermano venía para usurpar su puesto, todo lo que era suyo. Nada más lejos de la intención del bueno de Álvaro.

ANTES…

“Aquellos cíclopes saldrán esta noche y mañana de las entrañas de la tierra, y con sus barrenos, con sus picos, con sus cartuchos de dinamita, intentarán hacer saltar la Historia”- Joaquín Maurín, dirigente comunista del P.O.U.M., Octubre de 1934.

– … ¡Vamos, Dolores, corre que nos alcanzan esos hijos de puta!

– Ya no puedo más… creo que me he roto un tobillo. Sigue tú ¡Ánimo compañero…! Hasta siempre, mi amor…

– ¡Toma, coge esta pistola y dispara si es necesario!

El compañero de Dolores lanza el arma a los pies de su amiga. Ella, dolorida, agotada de puro cansancio, no duda ni un instante en recoger el arma del suelo. Ramón, que así se llamaba el compañero de partido de Dolores, también venido desde El Bierzo, como ella, a luchar por la Revolución, se encamina hacia la Calle Cimadevilla. Están escapando de los regulares y de la policía gubernamental, que los persiguen con saña para hacerlos prisioneros… o, en el peor de los casos, para matarlos. Tras ese primer instante en el que prevalecía el propio instinto de conservación, Ramón da marcha atrás a su veloz carrera, y regresa hasta la posición en la que había dejado abandonada a su amiga y compañera. Teme por su vida. Pero sólo tuvo tiempo para llegar y ver como un regular apuntaba desde bastante cerca a Dolores, disparaba y la hería en su muslo derecho, rematándola justo después clavando con saña su bayoneta calada en el estómago de aquella mujer indefensa que no había sabido manejar la pistola, y que sólo dispone ahora de un instante de vida, el suficiente para escupir en la cara al regular y llamarle ‘¡hijoputa fascista!’. Ramón mata al asesino antes de proseguir con su huida. No se le había pasado ni por la imaginación que alguno de aquellos que los perseguían podía actuar de forma tan rastrera, tan cobarde… Ya es demasiado tarde y no hay tiempo para las lágrimas, para lamentar la impune pérdida de su amiga, de su compañera, de su amante, de la esposa de uno de sus mejores amigos de adolescencia, aunque ya no se dirigían la palabra el uno al otro. “A ver cómo le cuento yo esto a Eutiquio… y esos dos niños, qué van a hacer ahora sin su madre…”, iba pensando Ramón mientras aceleraba su paso y cargaba al mismo tiempo el fusil arrancado de los brazos de aquel regular. De la bayoneta todavía chorreaba la sangre roja de su compañera. Era el día cinco de octubre de 1934, comenzaba la Revolución en Asturias.

“Las estadísticas oficiales publicadas por el régimen que acabó con la República estimaron en 4.336 el total de las bajas habidas en los sucesos de octubre, distinguiendo entre muertos, heridos y desaparecidos, así como entre paisanos y militares. La cifra más alta de muertos (1.051) y heridos (2.051) correspondía a los civiles, naturalmente”. – David Ruíz, INTRODUCCIÓN A OCTUBRE DE 1934.