… DE LA VIDA LII…

LII.

Vaya revuelo había esta noche en casa de mis vecinos, de los padres de Javi. Como casi todas las noches, me estaba costando un huevo coger el sueño, ya no sabía si levantarme y estudiar, o si hacerme una paja para conseguir, al menos, un mínimo de desgaste físico que diese paso a un estado tal de relajación que pudiese disipar mi no deseada vigilia. Por pura y simple eliminación opté por la segunda alternativa, con lo que, automáticamente, di cuerda a mi variada selección de mujeres inaccesibles imaginándomelas rendidas a mis pies y sometiéndose a todas mis sanas perversiones. En éstas estaba – me la estaba chupando Jennifer Tilly, una actriz que últimamente me pone de un burrooo…- cuando un grito seco, aterrador, proveniente de la garganta de una mujer, me sobresaltó. Como consecuencia de ese auténtico aullido, perdí la concentración y dejé mis prácticas de autosatisfacción manual (y a la buena de Jennifer) para mejor ocasión. Me levanté de la cama y me dirigí hacia la ventana; subí la persiana y así pude comprobar que había luz en la habitación de Javi. De allí provenían los gritos, que todavía podían oírse, aunque ya más mitigados. Por sana curiosidad, agudicé mi oído intentando escuchar lo que parecía una conversación; pero no pude, por más que lo intenté, distinguir una sola palabra. Por un instante me pareció oír la voz de Javi… aquello no era posible; con toda seguridad sería su padre el que hablaba. De todos modos, llegué a dudarlo, más que nada por la naturaleza de los gritos de Gloria. ¿Por qué razón estaría gritando de esa manera…? Supongo que aún no se habría acostumbrado al vacío existencial que le produjo la muerte de su hijo.

Ellos, los padres de Javi, no me hablan. Procuran evitarme si me ven en el portal; si tenemos que compartir el ascensor esperan, sin dirigirme la palabra, a que yo haga mi correspondiente viaje arriba o abajo para luego hacer ellos lo propio. No sé… esa actitud histérica de Gloria no hacía más que alimentar mi sensación de culpa por lo sucedido con su hijo. Ya, ya sé que no soy responsable más que de mis propios actos, pero es algo inevitable, no puedes dejar de plantearte cuestiones como ¿y si no hubiese llamado ese día a Javi para salir…?

Cuando se apagó la luz en la habitación de mi amigo, me entró un gran ataque de responsabilidad: nada de pajas, a poner al día todos los apuntes que poblaban desordenadamente mi – por así llamarla – mesa de estudio. En ello estuve enfrascado, en un alarde de concentración impropio de mi innata irresponsabilidad, hasta las ocho y media de la madrugada, hasta que, por puro agotamiento, no pude más y tuve que echarme en la cama a dormir plácidamente. Tres horas más tarde sonó el timbre de nuestra puerta, llamada que yo oí entre las tinieblas del más profundo de los sueños, pero que no hizo que me sintiera aludido, ni mucho menos. Iñigo, que preparaba café para todos mientras silbaba melodías harto irreconocibles por lo que de inventadas tenían, se dignó a abrir la puerta y… ¡oh, sorpresa! Allí estaba Gloria, la vecina del ‘D’, la madre de Javi…”

– Buenos días.

– Buenos días, señora.

– ¿Estará Pedro en casa? Me gustaría hablar con él.

– ¡Eh… ! Sí, claro, claro… pero es que está durmiendo. Espere, que yo lo aviso ahora mismo.

– Gracias… si no es molestia.

– No, no; molestia ninguna… pero pase, pase, no se quede ahí de pie en la puerta. ¿Quiere un café? Acabo de hacerlo.

– No, gracias; no puedo tomar café.

– … entonces ¿un té?, ¿una manzanilla? No sé… a ver qué tenemos por aquííí.

– No te molestes, de verdad, que no quiero nada.

– Como usted prefiera. Voy entonces a avisar a Pedro.

Sin poder aún salir de su asombro, Iñigo sale de la cocina con la intención de despertar a Pedro y ponerlo sobre aviso de tan imprevisible visita. No parece que Gloria venga en son de guerra, sino todo lo contrario; por sus gestos, por su tono de voz, parece tranquila…

– ¡Pedro…! ¡Pedrooooo! Ábreme, que tienes visita.

No sin dejar de sospechar que ésta puede ser una de las múltiples bromas de Íñigo, Pedro se levanta y, sin abrir la puerta de su cuarto, por si las moscas, pregunta desde el interior quién era esa supuesta visita.

– Es Gloria, la madre de Javi.

– ¿En serio? ¡No vengas ahora a tocarme los cojones, que estuve estudiando hasta las ocho y media, joder!

– Sí, tío… de verdad, que no es ninguna broma.

– ¡Joder, la hostia…! Dile que ya voy…

Pedro, ante semejante imprevisto, abre por completo los ojos y despierta con los demás sentidos ya activados. Acelera su proceso ritual de recién despertado: se viste deprisa, corre hacia el cuarto de baño para salpicar su cara con chorros de agua fría, se peina, a continuación, frente al espejo, que devuelve aumentadas sus ojeras, las cuales destacan sobre manera entre la normalidad de los demás rasgos faciales, y, sin pensárselo dos veces para no seguir así estimulando su creciente temor ante la duda que le provoca tan inesperada visita, sale del baño en dirección a la cocina, donde le espera la madre de su colega muerto.

– Hola, Gloria.

– Hola, Pedro, buenos días; y perdón por haberte despertado tan… temprano – Todo esto, dicho así, acompañado de una espontánea sonrisa, supone un cambio radical de actitud para con él, algo que no deja de causar la extrañeza lógica en Pedro, pero que al mismo tiempo constituye un gran alivio de conciencia.

– No te preocupes; tendría que levantarme tarde o temprano.

– Bueno, yo os dejo, que tengo que irme para clase. ¡Hasta luego!

Íñigo apura su café solo y se despide premioso al darse cuenta de que está de más en la cocina. Gloria y Pedro se despiden de él sin prestarle excesiva atención, y se quedan solos en el ring, sin jueces… aunque, después de tanto precalentamiento, al final no va a haber pelea, el combate queda anulado hasta nueva orden.

Gloria trae consigo una gran bolsa de plástico que contiene algo que se dispone a sacar de su interior en ese preciso instante.

– Mira, el motivo de mi visita es éste – Y muestra a Pedro una cazadora negra de cuero con una inscripción en la espalda, dos letras en mayúscula y un número: MC5

– ¡Mi chupa!

– Sí… creo que tenía que habértela devuelto antes, pero… no sé… no sé lo que me pasaba; estaba muy confusa y descargaba parte de mi ira echándote a ti la culpa de lo que le ocurrió a mi hijo.

– No era necesario, Gloria… te comprendo perfectamente. Ahora mismo voy por la cazadora de Javi y te la devuelvo.

– ¡No… ! No la quiero, no la necesito. Mejor quédatela tú como recuerdo… como recuerdo de un amigo.

– Como quieras… y gracias, muchas gracias.

– No hay de qué… ¿Sabes? Ayer por la noche hablé con mi hijo… como suelo hacer todas las noches desde que murió… pero esta vez fue distinto: fui a su habitación antes de irme a dormir… y allí estaba él; bueno, no era él, sino su espíritu, su silueta, su forma… Desprendía un aura de un tono como azulado. Al principio me asusté, como es lógico, pero luego noté que trataba de decirme algo, y entonces me calmé. Me dijo algo sobre no sé qué de unas fases en el devenir del Universo… o algo así. La verdad es que yo no entendí nada, pero tampoco me interesaba ese tema lo más mínimo; a continuación me habló de ti… dijo que no debía culparte de lo sucedido, que se lo tenía merecido por lo que había hecho en el pasado… también me transmitió un mensaje para ti; “Dile a Pedro que deje de comerse el coco con lo ocurrido, que yo soy culpable de mis actos pasados y he tenido que pagar por ellos. Cuéntale también que yo era amigo de Víctor cuando vivíamos en Madrid… él lo entenderá”, me dijo, y, sin darme tiempo para replicar, desapareció. Sé que no lo volveré a ver… es algo intuitivo… … Pensarás que estoy loca, ¿no?

– No, por supuesto que no.

– ¿Crees en los fantasmas… en que hay otra vida?

– No. No creo que exista una vida distinta a ésta.

– ¡Ves…! Entonces no te has creído ni una sola palabra de lo que te acabo de contar.

– No, no. No es eso… exactamente. Mira, puede que haya algo, algo desconocido, pero yo eso lo atribuyo a un poder de sugestión. Nuestra mente está predispuesta, en determinados momentos, a crear fantasmas, espíritus… o lo que sea, pero sólo con la intención de reconfortarnos interiormente, o de explicarnos lo de por sí inexplicable. No lo sé. La verdad es que no tengo idea…

– Bueno, pero al menos es una bonita teoría.

– Sí, puede que sólo sea eso, una bella teoría. Me aterra todo lo que no se puede explicar racionalmente… ni siquiera creo en que haya un dios o algo parecido. Yo hablo con la foto de mi abuela Dolores, y a veces me da la impresión de que me responde, que me aconseja y me guía.

– Puede que esa sea tu propia fe, ¿no?

– Puede…

De repente se callan; se interrumpe la conversación porque ambos sienten la necesidad de darse un fuerte abrazo mutuo, y eso hacen, dejando a un lado toda actitud represiva que indique que lo mejor sería no haber llegado hasta ese punto. Impulsada por un subliminal instinto escondido, Gloria, en la efusividad del momento, tan eróticamente inexplicable, separa lo justo su cabeza del hombro de Pedro hasta poner su cara frente a la de él. No lo puede evitar, le da un beso, al que Pedro responde instintivamente, sin pararse a pensar en lo que está haciendo. El siguiente paso de Gloria consiste en trasladar su mano derecha hacia la entrepierna del joven amigo de su hijo. Acaricia sus genitales, primero por fuera de la bragueta, y, poco después, tras librarse de la barrera que suponían los botones de los tejanos, así como del siempre impertinente botón de los boxers, agarra con fuerza el miembro viril que, en apenas dos segundos, se pone tan duro como el mármol. Pedro se deja llevar por el calor de la pasión momentánea y también pasa a la acción: en primer lugar, pone al descubierto los pechos de Gloria; luego, con la ayuda de su mano izquierda, y sin dejar al mismo tiempo de chupar sus pezones, se adentra en las profundidades de los muslos de la madre de su amigo. Súbitamente, como si un rayo católico hubiese descargado toda su furia sobre sus espaldas, Pedro se separa de la acción justo en el preciso instante en que comienza a correrse.

– No, Gloria, no. No es justo… no está bien – dice mientras no cesa de manchar con su blanco líquido la negra falda de Gloria, vestida con un riguroso luto.

– ¡Cómo que no… cómo que no está bien… ! Yo lo deseo, quiero que me folles, que me hagas sentir lo que tanto hace que no siento… venga, Pedro, no pares ahora.

– ¡No, no quiero! Es por Javi… ¿No lo entiendes… ? No es justo… por él.

– Pero, ¡qué más te da, ya no nos puede ver! Además, tú no crees en fantasmas, me lo acabas de decir…

– ¡Qué chorrada! Eso no es necesario para respetar la memoria de un amigo. Basta con el recuerdo.

– Pero, ¡tú te has corrido… me has manchado toda la falda! ¡Y yo quiero tener mi orgasmo…! Sabes, mi marido no me hace ni caso, no me folla casi nunca y yo…

– Está bien, de acuerdo. Si yo me acabo de correr, tú también tienes derecho a correrte… Favor por favor.

Y Pedro masturba a Gloria con su dedo anular derecho, moviéndolo acompasadamente de un lado a otro encima del prominente clítoris, que destaca como un pene en miniatura entre los labios vaginales de Gloria. (En su percepción, su propio dedo se confunde con el recuerdo de Ingrid…) Ella acaba obteniendo lo que quería, su orgasmo; pero Pedro no puede dejar de pensar en qué diría Javi si pudiese verlos… Javi, el antiguo colega de instituto de Víctor.

Antes de irse para su casa, Gloria le pregunta a Pedro que si él sabe lo que significa eso que le había dicho su hijo de ‘yo soy culpable de mis actos pasados y he tenido que pagar por ellos’. Pedro responde que no tiene ni la más remota idea de lo que Javi habría querido decir con aquella frase tan sentenciosa, mientras su mirada se traslada desde el sujetador negro de Gloria hasta el platero, sobre cuyo estante reposa la edición de 1982 de la editorial inglesa Picador de ‘Midnight’s Children’

… DE LA VIDA XXXVII…

XXXVII.

Desde el mismo día en que Pedro decidió sucumbir a la siempre temible maldición de Onán, su obsesión se centró en los grandes pechos, ubres fellinianas que poblaban densas su fértil imaginación. “¡Vaya buena que está Begoña! Sólo le harían falta unas tallas más de sujetador”. Pero eso no constituía ningún impedimento que no permitiese a Pedro hacerse una buena paja en honor de la tal Begoña: bastaba con aumentar en varias tallas las tetas de la chica con la suficiente dosis de fantasía, que no de silicona, que los pechos de las mujeres no tienen porque desafiar premeditadamente a las leyes de Newton sobre la gravedad.

Siempre he buscado explicaciones válidas para esta fijación: no sé, algo freudiano, cronológicamente hablando, dentro de mi existencia hasta el momento presente… Si me paro a analizar mis experiencias con mujeres de grandes protuberancias mamarias podría remontarme a mi época de feliz lactante. (No es que yo lo recuerde, por supuesto que no, pero, según dice mi madre, estuve ‘tirando del teto’ hasta los quince meses… Aunque sí estoy convencido de que, hasta cierto punto, toda mi estrecha relación anterior con el mundo del catolicismo la habría mamado de la leche de mi madre, o puede que tan sólo sea una ardua elucubración para justificar mi oscuro pasado ante mí mismo… Quién sabe.) El caso es que puede existir aquí, en este simple hecho, un indicio de explicación a mis obsesiones mamarias… mi madre supera con creces la talla ciento cuarenta. Pero ahí no se acaba la cosa, digamos que el… sesenta y cinco por ciento, grosso modo, de las mujeres de mi pueblo padecen el mismo problema a la hora de comprar alguna pieza superior de lencería… y eso marca, y mucho.

También tuve que ordeñar alguna que otra vaca, aunque, lógicamente, no pienso recurrir a este tópico porque, la verdad sea dicha, me daba un poco de asco tirar con saña del largo pezón de la ubre de la Pinta, o de la Carmela. No, no; no va por ahí… esa imagen puede sugerir muchas otras cosas. Recuerdo que en “Viridiana” la todavía monja Silvia Pinal Simon of the Desertprotagonista interpretada por Silvia Pinal – ésta si que me sigue poniendo burro cada vez que la veo… ¡En “Simón del Desierto” enseñaba una teta! No excesivamente grande, pero siempre apetecible – acaricia con sutileza el fálico pezón de una vaca. Yo creo que Buñuel habría cambiado, sin ningún tipo de reparo, aquel pezón por su miembro viril… ¿Se cepillaría a la Pinal?

Sin más influencias conscientes, podríamos ya trasladarnos a mis trece años, octavo de E.G.B. – hasta que dejemos de estudiar de una puta vez, los estudiantes siempre medimos los años por el calendario escolar, como si cada curso fuese una temporada de la liga de fútbol -. La aparición de Doña Loli fue algo tremendamente espectacular. En la clase de ciencias naturales todos los repetidores se agolpaban en las primeras filas para así poder seguir de cerca cada uno de los movimientos de la escultural profesora… ¡Ahora lo entiendo…! ¡Vaya forma de alimentar la imaginación para cumplir con las pajas del día…! Y yo a uvas. La verdad es que la tía estaba que se salía de buena: morena, de pelo largo y rizado, ojos verdes, y con unas medidas más cercanas a Silvana Mangano que a… Daryl Hannah, pongo por caso. Yo, dentro de mi natural recato por aquel entonces, procuraba disimular mis fisiológicas reacciones, por otro lado propias del pre-adolescente que empieza a notar la inminente invasión de extraños pelos que, por momentos, rodean amenazantes a la indefensa “pilila” – que absurdo nombre para designar parte de nuestro aparato reproductor… Claro, utilizando por aquel entonces semejante término, ¿para qué la iba yo a usar excepto para mear? “Pilila” es directamente proporcional al noble acto de mingitar, así como “polla”, “picha”, “cipote”, etc., etc. implican la expulsión de algún líquido distinto en densidad y color al casi siempre amarillo pis -. En más de una ocasión salí de la clase de naturales con una erección en toda regla. ¿Qué coño… perdón; qué cojones era aquello? Oía como los demás chicos comentaban cosas sobre ella: que si vaya cómo se le marca toda la raja con esos vaqueros tan ajustados, que si hoy no lleva sujetador y se le notan todos los pezones en pleno apogeo… Me daba la vaga impresión de que me estaba perdiendo algo, que aunque todo aquello pudiera sonar a ofensa no la estaban insultando de manera consciente. Creo que ella provocó mis primeras poluciones nocturnas, semen traumático que pringaba mis sábanas, y que me obligaba a cambiar escaqueadamente de pijama. Mi madre no preguntaba, algo que yo agradecía de veras, tan sólo cambiaba el juego de sábanas y luego colocaba bajo mi almohada un pijama limpio… ¡Vaya un lío!

La excursión de fin de E.G.B., en la que nos fuimos a Torremolinos – ¡vaya una cutrada! – vino a mí como un ligero soplo desinhibidor. Doña Loli y Don Amadeo nos acompañaban; entre los niños el alboroto crecía día tras día a medida que se acercaba la fecha de partir; las niñas, en cambio, componían “bellos” poemas en honor del maestro más guapo de todo el colegio.

Por suerte, nos tocó a los tres más pardillos de todo el viaje, por no decir de toda la escuela: Lucio, Toño Menéndez y, por descontado, Pedro “El Carretón”, que soy yo, instalarnos en la habitación contigua a la de los profesores que, ahora que lo pienso detenidamente, ¡compartían habitación! Joder, menuda suerte la del puto Amadeo de los cojones… ¡Ah! No, no, que me estoy confundiendo. Este Amadeo era el de Inglés, el que daba clase en octavo B, y yo estaba en el A, aunque, coincidencias que depara el destino, sí que había otro Amadeo, que era el de matemáticas, el cual sí me daba clase a mí. Además hasta se parecían un poco… El caso es que al Amadeo de Inglés, al que fue con nosotros a la excursión, lo pillaron infraganti hace más o menos unos tres meses: un chaval de séptimo curso se la estaba chupando alegremente en los lavabos del colegio… Ahora que lo analizo con la calma que da el paso inexorable del tiempo, en aquella excursión los que corríamos verdadero peligro éramos nosotros… Ya da igual… Tempus Fugit. A lo que iba, que se me está yendo un poquitín la olla. El baño teníamos que compartirlo con los profes ya que la habitación trescientos doce, que era la nuestra, y la trescientos catorce, la de los docentes, disponían de un solo aseo al que se accedía bien a través de nuestro cuarto por una puerta situada a la derecha del pasillo que veías nada más entrar, o bien a través de la puerta de la trescientos catorce, que, por pura lógica, debía estar a la izquierda de la puerta de entrada de su habitación. Tú entrabas al baño y una vez allí te encargabas, en aras de preservar la intimidad de tus empujones anti-estreñimiento, de cerrar bien la otra puerta con el correspondiente cerrojo. Fácil, ¿no? Pues yo la vi desnuda, ¡en pelota picada!… Era el último día de nuestro periplo por tierras andaluzas. Bajé a desayunar con mis compañeros, los cuales aparecieron en el comedor con todo su equipaje ya preparado. Yo lo había dejado arriba, que no había excesiva prisa ya que aún quedaba casi una hora para que partiese nuestro autocar. Nada más terminar, subí a mi cuarto a por mi bolsa de viaje y, de paso, a lavarme los dientes. No oí la ducha porque puse el hilo musical para despedirme así de mi nuevo descubrimiento radiofónico. Entré en la habitación, me dirigí al baño, abrí el grifo del lavabo y comencé a echar pasta de dientes en mi cepillo de “La Guerra de las Galaxias”… Al levantar la cabeza para verme en el espejo lo que vi fue a una venus desnuda emergiendo de las profundidades del océano marca “Roca”. Casi me atraganto con el cepillo… Me puse totalmente colorado de – podemos designarlo así – vergüenza ante la situación. No sabía dónde meterme. Ella me vio y como si nada, tan sólo me dijo: “¿Cómo es que no estás abajo con los demás, Pedro?”. Su tono de voz ni siquiera denotaba extrañeza, ¡qué va!… siguió secándose como si tal cosa a la vez que me miraba de reojo en alguna ocasión… No me acordé ni de enjuagarme la boca. ¡Anda que no me habré hecho yo pajas con carácter retrospectivo! ¡Qué oportunidad perdida, madre mía!, al menos a nivel imaginativo…

Durante el trayecto de regreso se lo conté confidencialmente a Lucio, que no tardó ni cinco minutos en chivarse a Mariano, ‘Tocinín’, y a Juanma, los dos macarras del grupo, los cuales, a su vez, no esperaron ni diez segundos para airearlo a viva voz por todo el autocar. Loli, ante mi embarazosa postura, se acercó hasta mi asiento y me tranquilizó, me dijo que no me preocupase, que no pasaba nada, que la desnudez del cuerpo humano era algo muy natural. (Supongo que lo será, que lo sería en aquel caso, pero el mal ya estaba hecho: sus senos acababan de imprimirse para siempre en un chip de mi memoria.) Se despidió con un beso en mi mejilla… ¡Qué bien olía la muy cabrona! Me sentí por primera vez en toda mi vida importante. ¡Ah! Por cierto, se me olvidaba comentar el aspecto lúdico: el prepotente tamaño de sus tetas, dos globos aerostáticos luchando ávidamente por mantener su turgencia… Si he de ser sincero, casi no recuerdo su cara…

Dejando a Ingrid a un lado – ella constituye una historia muy diferente; no consta única y exclusivamente de pechos – podemos pasar página, por no decir teta, claro: Eugenia, una señora madura, de unos cuarenta años, que pasó un verano en mi pueblo.

Dos años antes de Eugenia (dos años A. E., si la tomo yo como mi referente en el tiempo, como otros hacen con Cristo, aquel que sólo fue hombre, pero que acabó por engañar a todo ‘cristo’, valga la redundancia), mis padres habían comprado el piso contiguo al nuestro por un módico precio ya que sus dueños, ya ancianos, decidieron irse a vivir a Málaga para huir así de los fríos inviernos de Cacabelos. Aprovecharon, mis padres, casi todos los muebles; pintaron paredes y techos, arreglaron alguna puerta desvencijada por el paso del tiempo, y decidieron alquilarlo en temporada veraniega.

El mismo verano en que conocí a Ingrid vivían enfrente Eugenia y su marido Alfonso, gente maja y muy agadable venida de Madrid, ciudad de la que habían escapado dejando atrás su caluroso y agobiante estío. Por las noches solían venir a nuestra casa a jugar al julepe o a la pocha. A veces yo me unía a la partida con la sana intención de sacar algo de pasta para alimentar mi nueva afición: las juergas nocturnas. Con asidua facilidad conseguía mil o mil quinientas pelas; nunca perdía… Bueno, alguna que otra mano, pero eso se debía en parte a la pérdida de concentración que me provocaban los dos apéndices mamarios, que hacían del relieve de aquella estupenda señora un imán para mis salidos ojos. Eugenia era, sobre todo, una señora elegante, pero elegante en el amplio sentido de lfaster_pussycat_kill_kill_poster_03a40a palabra: sus gestos, su forma de hablar, de mirar… todo, en definitiva. Algunos podrían ponerle un pero, y es que estaba un poco entradita en carnes, que no gorda, que es distinto. Pero eso a mí, no es que me diese lo mismo, es que incluso me daba más morbo. Gustos de cada uno. Se parecía un poco a Tura Satana, la protagonista de “Faster Pussycat! Kill! Kill!”, la película de Russ Meyer, algo que en realidad descubrí tres años después al ver la película en casa de mi amigo Javi. Desde entonces, para mí, “Faster Pussycat -Tura Satana” es Eugenia.

Quince de Septiembre; el verano tocaba a su fin, (por desgracia, nos lo recordaba el “Dúo Dinámico” desde la radio de la cocina: ‘el finaaal del veranooo llegó y tú partirás…’). Ese día mi madre me despertó mucho antes de lo normal para que arreglase una de las persianas estilo veneciano que protegían del sol la galería del piso de nuestros, ya por pocas horas, vecinos. Regresaban a Madrid después de haber cargado sus baterías en contacto con lo que de Naturaleza pueda quedar en mi pueblo. De muy mala hostia, me levanté diciéndole a mi madre que si no podía esperar a que se marchasen, que me había acostado muy tarde…Después de haberme lavado la cara, de haberme bebido a continuación un buen tazón de Cola-Cao bien frío, ya me sentía yo más animoso, y silbando la puñetera canción del dúo musical antes mencionado (todo se pega, eso sí que es verdad) me dirigí presto a solventar el problema de la dichosa persiana. Me abrió Eugenia la puerta; entré como un autómata en la casa sin reparar para nada en su aspecto, sólo quería desfacer cuanto antes el entuerto persianesco para regresar luego al sobre y cumplir con mis correspondientes ocho horas de sueño. Me subí a un taburete cojo, el que antaño usaba mi padre para apoyar su pierna derecha cuando le daba el ataque de gota; arregle en enganche del cordel que subía y bajaba la persiana – se había soltado – y me dispuse a bajar a suelo firme. Lo que sucedió a continuación fue algo, en principio, espontáneo, fruto de mi caída del taburete cojo. Eugenia, al ver que me iba de bruces contra sus pensamientos recién regados, se abalanzó sobre mí haciéndome un estupendo placaje, digno del mejor pilier. Caí panza arriba con toda aquella señora encima, notando sobre mi torso el grandioso volumen de sus mamas, lo que provocó en mí una repentina y sobresaliente erección. Esperé a ver su reacción mientras intentaba, sin demasiado empeño por mi parte, todo hay que decirlo, incorporarme a una posición más vertical. Ella sonrió, me dio un beso en los labios a la vez que, con su mano izquierda, tanteaba mi zona genital. “¡Qué es lo que tenemos aquí!… ¡Vaya con Pedrito!”, dijo justo antes de levantarse la blusa para dejar al descubierto dos enormes globos que terminaban en dos pezones largos y sonrosados, rodeados por una gran aureola de diámetro incalculable… Yo… pues qué podía hacer yo: chupar y chupar de aquellas dos fuentes de vida; chupar, que no soplar, que seguro que estáis pensando en la inverosimilitud de este hecho, que estoy tomando “Amarcord” como referencia; pero no, todo fue tan real como que el propio Fellini rodó la citada película. Prosigo: Eugenia había tomado el mando de las operaciones. Bajo su larga blusa sólo llevaba puestas unas minúsculas braguitas que no dudó en apartar rápidamente a un lado para así poder frotar, como poseída por el dios de la ninfomanía, su húmedo sexo contra mi tiesa polla. Todo muy bonito, muy instructivo: ella encima de mí, yo feliz debajo de ella… y a punto de correrme, que ella ya había disfrutado de su orgasmo clitoriano… ya nos disponíamos a pasar a la fase de penetración cuando, como alarma que avisa del peligro inminente, sonó un timbre… “¡Coño, mi marido!”, dijo ella antes de descabalgarme para contestar al portero automático. Efectivamente, era Alfonso, el aguafiestas, el que solía tomarse unos vinos antes del almuerzo… ¡Ya podía haber tomado otro par de tintos en la bodega de Rosario! ¿No?… “Venga súbete el bañador y haz como que sigues arreglando la persiana”. Obedecí raudo, pero aquello no bajaba ni a la de tres, lo cual me hizo pasar un muy mal rato mientras simulaba colocar una pieza de la puta persiana bajo la atenta mirada del señor Alfonso. “¡Qué raro! Si ya había yo arreglado la persiana esta por la mañana temprano”, dijo mientras limpiaba sus gafas. No me atreví a buscar con mi mirada le de Eugenia por dos motivos: uno, que tenía que pensar en algo que hiciese retroceder a mis comandos sanguíneos hacia miembros menos comprometedores; y dos, que estaba aterrado pensando que aquel pobre paisano pudiese descubrirnos por medio de un gesto, de una mirada, de una palabra a destiempo…

Después de comer bajamos a despedirlos: intercambiamos todos los dos besos de rigor, los apretones de manos, las buenas intenciones para volver a vernos cuanto antes. (“¡Sí, sí, lo antes posible!”, pensé.) Antes de meterse dentro del coche, ella me envió un gesto de lamento que no hizo más que aumentar mis imperiosas ganas de masturbarme para, de ese modo, expulsar todo ese superávit de semen que ella había contribuido a generar.

Esperaba ansioso que volviesen a Cacabelos al año siguiente, como habían prometido. Se presentaba ante mí un verano no sólo caluroso, sino también caliente entre los senos de Eugenia… Todas mis esperanzas se difuminaron en marzo: como hacían todos los lunes después de la cena, mis padres gastaban sus últimas horas de vigilia del día ante “Quién Sabe Dónde”; mientras tanto, yo leía “Trópico de Cáncer” sentado en un sillón, bajo la luz de la lámpara de pie, hasta que algo interrumpió súbitamente mi lectura: “Anda, ¿no es ese Alfonso, el de Madrid?”, mi padre, siempre presto y dispuesto a comentar todas y cada una de las imágenes que emitía la pantallita de marras. Así era, así de triste por lo que a mí respecta: mi futuro sexual inmediato como aprendiz de jodedor en manos de una experta y necesitada dama se había disipado en la nada… No sé si ella al final volvió al hogar o no, sólo sé que no regresó más a Cacabelos. Una pena, una auténtica pena.

Puedo parecer un obseso – algo que, en realidad, me trae sin cuidado -; alguien podrá decir: “Este sólo distingue dos tipos de mujeres: las matronas de muy curvo perfil y las demás, que ya no le merecen tanto la pena”. ¡Pues no! ¡Falso! Sólo es una cuestión de gustos; me gustan más así, con buen culo y buenas tetas, pero no le haré nunca ascos a una mujer que no cumpla con estos cánones de belleza; mientras me guste…

Odio, por norma, los refranes, pero hay uno que, en cierta medida, podría definir mi afinidad con los pechos meyerianos: ‘teta que la mano no pilla no es teta, es espinilla. Teta que la mano no cubre no es teta, es ubre’. UBRE, que según define el “Pequeño Espasa”, que es el que tengo más a mano en estos momentos, sería ‘cada una de las tetas de la hembra, en los mamíferos’; concisa, pero no hace más que darme la razón, porque la mujer no deja de ser un mamífero, y según este concepto más hembra, en los mamíferos humanos, sería Anita Ekberg que Jane Birkin, por poner un ejemplo… ¿no?

Todavía me queda hablaros de Sharon , mi profesora particular de Fonética Inglesa durante unos meses. Suspendí Fonética de segundo curso de Filología Inglesa en la convocatoria de junio; en septiembre el mismo resultado – un tres con dos me dijeron cuando fui a revisar mi examen -. Había que poner remedio a tal afrenta con prontitud, y eso hice: busqué clases particulares de Fonética, y di con Sharon, profesora nativa especializada en Fonética y Fonología. Una buena amiga de clase me recomendó sus servicios, aunque creo que a Silvia – la amiga que me la recomendó – no la dispensaría con el servicio final que me ofreció a mí…

Con un precio de mil quinientas pelas la hora, que ciertamente dolían, haciendo tambalear sin remisión mi economía hasta el punto de tener que reducir mis salidas nocturnas (¡ni siquiera pillé nada de costo durante esa época!), y con el ánimo de pagarme las clases sin recurrir a la siempre inestimable ayuda paterna – mis padres pensaban que yo había aprobado todo en junio… y con notable de media. ¡Qué ilusos!-, había que aprovecharlas, que exprimirlas al máximo.

Sharon me hacía trabajar muy duro: venga a hacer transcripciones y más transcripciones, una detrás de otra, y unas cuantas de regalo para casa… Para ser sinceros, yo agradecía toda esa cantidad de trabajo ya que así pude llegar a dominar, al fin, todos los entresijos de la pronunciación de la lengua de Shakespeare y de Johnny Rotten, por buscarles algún punto en común a tan insignes bastiones de la “pérfida Albión”, como diría la propaganda fascista – parece que fue el siglo pasado, pero no… no – treinta años atrás.

Un día, a falta de tan sólo doce para la fecha de mi examen de febrero, Sharon me dio una revista llamada “Awake!” (¡Despierta!) para que transcribiese algunos de los artículos allí contenidos. “¿Sabes lo que representa esta revista?”, me preguntó intrigante. “No, ni idea”, contesté yo mentiroso (yo ya sabía de qué iba aquel panfleto porque había visto alguno similar con anterioridad). Entonces ella me explicó muy evangelizadora que aquello estaba editado por los Testigos de Jehová, secta a la que ella pertenecía junto con su marido y sus dos hijas: una familia unida… Prometí transcribir algún que otro texto, pero sólo como práctica científica, ya que dejé muy clara mi postura al respecto: “No creo en ninguna religión, en ningún dios inventado por el hombre”. Cuando quiero puedo ser tan lapidario como el que más; ¡vaya una frasecita!… Lo que yo estaba intentando era intimidarla, reducir sus intenciones de convertirme, algo que suele resultar de por sí vano cuando se trata de un Testigo de Jehová, o de cualquier otro fanático religioso de cualquier otra secta, incluida la católica, por supuesto.

Hice las transcripciones, leí, por curiosidad malsana, algunos de los ridículos artículos publicados en el susodicho panfleto, y volví a su casa para recibir su última lección antes del examen que, por lo sucedido a posteriori, resultó ser la mejor, la más gratificante. Ese día Sharon estaba muy atractiva: el pelo rubio sajón suelto, una camiseta blanca extremadamente ajustada, unas mallas negras que resaltaban su culo y sus caderas… ¡Impresionante!, es la palabra. Como solía llevar ropa muy holgada, nunca habría podido adivinar que Sharon escondía dos pechos tan grandes, un poco separados entre sí, en forma de pera limonera, algo caídos, bien es verdad, pero daba lo mismo… Todo eso me puso un poco nervioso; nerviosismo inquieto que se vio incrementado cuando me contó que su marido y sus dos nenas se habían ido de excursión a los Picos de Europa… y que no regresarían hasta pasadas las once de la noche. Por descontado que no dimos la clase, pero sí que nos pasamos tres horas de lo más salvaje: nunca hasta entonces me habían hecho una cubana y desde luego ella sabía hacerlo; para ello lubricó sus tetas con mantequilla, y luego hizo lo propio con mi polla… ¡Qué sensación! Mi orgasmo llegó incluso a manchar la lámpara estilo victoriano que colgaba del techo de su habitación.

Pero no todo puede ser jauja. Aquella rubia sajona, entregada a todo tipo de prácticas sexuales hacía tan sólo unos minutos, sacó de nuevo a relucir temas escabrosos: “¿Qué te parece si hablamos ahora de Jehová?”, fue la pregunta maldita que me devolvió por completo a la puta realidad. No puede existir nada perfecto. No pude hacer otra cosa que enfadarme ante tal chantaje: “Ya, para que acaben lapidándome por repetir su nombre una pandilla de mujeres judías disfrazadas de hombre con la única ayuda de unas barbas postizas, no te jode”. En determinadas ocasiones, nunca predecibles, puedo llegar a ser un auténtico pedante… Claro está que ella no entendió la supuesta ironía de mi fílmica referencia, porque su siguiente misiva fue de lo más gloriosa: “Si te unes a nosotros te lo vas a pasar muy bien… y no sólo conmigo, que tengo amigas muy guapas en el reino…”. No fui capaz de aguantar ni un segundo más; me vestí a toda prisa y me largué dando un buen portazo… Aprobé la Fonética, por supuesto, y con notable… pero, ¿hice bien? Aún hoy en día, sobre todo en época primaveral, cuando los pajarillos cantan y las glándulas seminales están a rebosar, me acuerdo de ella y, en momentos de debilidad moral, me arrepiento de no haber entrado de lleno en los Testigos del conocido como Jehová… ¿Cómo hubiese sido el hacérmelo con Sharon y una de sus amigas al mismo tiempo? Por desgracia nunca lo sabré, aunque en mi imaginación pre-masturbatoria siempre habrá un hueco para esa fantasía…

¿Ingrid? ¿Qué pasa con Ingrid? Ella también puede presumir de delantera, pero, como ya he dicho antes, a ella no la puedo incluir en este selecto grupo; ella es, o mejor dicho, era y representaba lo que vulgarmente llamamos amor… aunque a veces me quedó mirando fijamente la foto de mi abuela Dolores y me descubro de repente alucinado con mi vista clavada en su prominente busto… No se porqué, pero creo que me recuerda a Ingrid… ¿Será grave, doctores?”.

… DE LA VIDA XXIII

XXIII.

Después de despedirse de Ingrid, Pedro había entrado de lleno en un agujero negro. Sentado en la barra del bar, se vio reflejado en el espejo: su rostro cambiado entre una botella de ron cubano y otra de bourbon. “De vuelta a la realidad”, se dijo mientras uno de los camareros se acercaba hasta su posición para preguntarle qué deseaba tomar. “Una coca-cola”, respondió Pedro, el Pedro abstemio, el Pedro de ayer que no soportaba el alcohol, ni el humo del tabaco, ni las palabrotas que los compañeros de clase utilizaban a la mínima de cambio. “Cagondiós, vaya de puta madre que esta la jodida chocolatina ésta”, suponía la última frase que llegó a escandalizarle. Su fe católica, llevada hasta extremos que rayaban casi con el más puro integrismo sectario, había levantado más y más barrotes cada día, que acabaron por construir una celda unipersonal que no le permitía salir al mundo exterior. Ingrid se encargó de abrir la puerta de esa cárcel; Pedro salió, restregó con saña sus ojos, y recorrió el mundo durante unas horas, pero su carcelera se había ido ya, y el dilema existencial planeaba ahora sobre su cabeza: “¿Vuelvo a la cárcel, o la destruyo definitivamente para ser libre? Pues no, no pienso regresar. Conoceré el exterior, Sí señor”. Apresuró su decisión al percatarse de que sus padres se acercaban peligrosamente a su trinchera. Ya no había marcha atrás. Bebió apresurada y nerviosamente el último trago de su refresco de cola y se dio la vuelta encarándose desafiante a Aurelio. “Vámonos, hijo, que ya va siendo hora de retirarse”, fue todo lo que oyó por boca de su padre. Pedro no era capaz de salir de su asombro. “¿Estás ya bien, hijo? ¡Hala!, despídete de los tíos y de los primos mientras yo voy a recoger la chaqueta del guardarropa”. Increíble, ¿su madre también en tono conciliador? No quedaba más remedio que separar las yemas de los dedos del Colt 45 que había estado a punto de desenfundar.

Durante el camino de vuelta a casa sólo se comentaron detalles sobre la boda, que si vaya buena que estaba la crema de nécoras, que si el novio parecía un poco “pailán”, etc., etc. Ni siquiera al entrar ya en casa, donde el qué dirán pierde toda su razón de ser, hubo el más mínimo comentario sobre el incidente acaecido. En un tris estuvo Pedro de pedir perdón, pero no, no podía debilitar a las primeras de cambio su nueva actitud vital: había comenzado el diario de un rebelde, único e intransferible, aunque, al mismo tiempo, idéntico a todos los demás. Dio un simple “Buenas Noches” antes de encerrarse en su cuarto. Por primera vez su habitación le pareció una habitación extraña, decorada con muy mal gusto – “tanto crucifijo… Pues anda que esos trípticos de San Antonio… ¡Vaya una mierda!” -. Al meterse en la cama se acordó de Ingrid, lo que le hizo sentir unas irrefrenables ganas de masturbarse. Se masturbó muy despacio, en una auténtica ceremonia de iniciación, recorriendo lentamente con su pensamiento cada uno de los rincones del cuerpo de la muchacha morena que acababa de desvirgarle aquella misma noche, haciendo paradas especiales en los grandes y duros pezones que resaltaban como dos balas entre la masa de sus enormes tetas, y, sobre manera, en el depilado coño, en los labios vaginales y en el clítoris, apéndice que recordaba con la grata compañía de un fino dedo anular que se movía bruscamente de arriba a abajo sobre él. No pudo más; se corrió; manchó las sábanas… pero nada de eso le importó. Se sentía muy relajado, como nunca anteriormente lo había estado. Antes de entrar de lleno en el estado alfa del sueño, decidió que al día siguiente escribiría una carta a su nueva amiga, a su único y displicente amor.

… DE LA VIDA… VIII

VIII.

   –  ¡Qué si tienes condones! Pareces gilipollas, colega.

  –  ¡Eh? ¿Qué? ¿Que si tengo condones? Pues no, no tengo. Pero una vez, Jaime Prado llevó uno a clase de Geografía y, además, ¡lo hinchó!… Aunque yo no me atreví ni a tocarlo. ¡Jodeeer!

     Pedro comenzaba a notar como se exteriorizaban los efectos del tequila, combinados sutilmente con los de la raya de coca que acababa de ponerse. Se había sorprendido a sí mismo diciendo un taco, ¡un puto taco!, hablando como cualquier otro chico de su clase. Se puso serio, pero la seriedad duró justo lo que tardó en mirar a Ingrid a los ojos.

      – ¡Ah, pues yo sin condón no follo, tío! Están las cosas como para andar dejando que se la metan a una sin la dichosa gomita, que paso de quedarme preñada, que luego a ver quién cojones me paga el aborto, que son treinta mil pelas. ¡Ya te digo!

      Pedro alucinaba; no podía salir de su asombro. ¿De dónde habría salido aquella chica? En una ocasión se había dado un beso con María José en el cine, a oscuras; un beso furtivo, robado, un beso que ella le pudo sisar aprovechando el momento de distracción que Pedro estaba viviendo gracias a la película de chinos karatecas que llenaba la pantalla. De eso hacía ya casi tres años, y todo lo que Pedro fue capaz de decir en aquellas circunstancias se limitó a un previsible “pero, ¿qué estás haciendo?”.

      Ahora se encontraba inmerso en una gran encrucijada. Había que actuar con suma rapidez y, en especial, con determinante efectividad.

      “Espérame aquí, que voy a conseguir uno”, proclamó firmemente antes de salir a toda prisa del baño. Se sentía como Lancelot en busca del Santo Grial. Los Caballeros de la Mesa Redonda volverían a reunirse. Camelot volvería a ser un lugar feliz. Arturo reinaría, al fin, pero con una corona de látex en su cogote.

      Pensó en su primo Jose: “Ese seguro que tiene condones; siempre anda por ahí con chicas”. Lo buscó con la mirada, recorriendo uno por uno cada grupo de invitados, hasta que lo divisó, ¡cómo no!, en la barra del bar, apoyado sobre la misma en una postura que delataba su patética chulería y, por supuesto, hablando con una chica, intentando ligársela. Pedro se acercó apresuradamente hasta aquella posición, sin molestarse siquiera en devolver los saludos que algunos de sus familiares le enviaban.

       – Oye, Jose, ¿puedes hacerme un favor?

     – Hombre, primo… (Este es mi primo Pedro, el beato – dijo, dirigiéndose a la chica que lo acompañaba.) Claro que sí. ¿De qué se trata?

       – Es…Es q-que no lo puedo decir así… en público – Le contestó Pedro hablándole en un tono muy bajo.

       – Pues dímelo al oído, entonces.

      -¿Tendrás un condón? – Preguntó acercando su boca a la oreja izquierda de su sorprendido primo mayor.

      -¡¿Que?! Repíteme eso.

      – Un preservativo, es que lo necesito urgentemente.

      Jose se separó de la barra del bar alejándose lo suficiente de la chica rubia que estaba a su lado, no sin antes advertirla convenientemente: “Espera un poco, tía, que ahora mismo vengo”. Y fuera del salón donde se celebraba el baile nupcial, entregó a Pedro su particular grial; y no sólo uno, sino dos, y ofreciéndole, sin recargo adicional, una serie de consejos de primo mayor y vividor; consejos que Pedro ni escuchó, aunque no dejase de asentir con la cabeza para no hacerle un feo a su buen primo, a su salvador.

     Regresó al baño, donde Ingrid aún esperaba tarareando inconscientemente «Stand and Deliver», esa canción de Adam and the Ants que Pedro ni siquiera conocía aún.

      – Joder, colega, ya me iba a pirar. ¿Cómo has tardado tanto? Me aburría y me hice este porro. ¿Quieres? ¿Lo has conseguido?

      – Sí – Contestó Pedro, respondiendo a las dos cuestiones planteadas previamente, antes de coger el canuto y pegarle una torpe calada plena de tos sin tragar el humo; ni tan siquiera había fumado un cigarrillo con anterioridad.

      – Pues, cojonudo. Estaba ya pensando en hacerme una paja. Voy super-caliente.

      El acto en sí no duró más de medio minuto. Pedro no se encontraba del todo bien: el alcohol, las drogas… todo ello formaba parte del rito iniciático. Todo, para sentirse luego como un idiota por haberse corrido tan pronto; y más todavía cuando, a continuación, observó como Ingrid se frotaba con avidez el clítoris, lo que le llevó un buen rato antes de finalizar entre gemidos y resoplidos varios.

      Pedro dejó resbalar su espalda por el azulejado de la pared del baño hasta quedar sentado en el suelo. Acopló luego su cabeza entre las piernas, y se echó a llorar.

      – Venga, tío, que no es para tanto… Ya aprenderás… supongo.

      Ingrid ya había finalizado su proceso masturbatorio, y se subía ahora los tejanos negros frente al espejo.

      – Es la primera vez que lo hago – Surgió, de forma entrecortada, de las entrañas del pobre Pedro.

      – No, si no hace falta que lo jures.

      Ingrid abrió la puerta y salió del retrete. Pedro levantó la vista, la vio alejarse, y luego se encontró con la atenta mirada de su tía abuela Juliana, que le enviaba una indefinible sonrisa desde el centro del otro espejo. Con el mareo recorriendo el interior de su cabeza y bajando, sin remisión, hacia su estómago, no le quedó más remedio que incorporarse para hundirse en la taza del inodoro a vomitarlo todo.