LA VISTA ATRÁS – V

V.

El dieciséis de febrero de 1960, Remedios le dijo a Álvaro que no pasara ya más a buscarla, que ya no quería seguir saliendo con él. Álvaro pareció no entender el porqué de aquel repentino y brusco rechazo. Tampoco ella le dio ningún tipo de explicación. Para qué, si nadie, absolutamente nadie en el pueblo, ni hombre ni mujer, daba ninguna explicación a su pareja cuando había llegado el momento de la definitiva despedida. Álvaro volvió a las andadas, a hablar solo, a meterse dentro de su cascarón de acero, el que nadie de fuera podía siquiera llegar a resquebrajar mínimamente. Doña Asunción volvió a sufrir en silencio por su hijo pequeño; y Antonio, sorprendentemente, cuando parecía andar rondando a Eufrasia, la de los “cereixais”, empezó a salir con Remedios la “morraña”. ¿Por qué razón ésta aceptó a Antonio tan solo un mes y unos días después de haber mandado a la mierda a su hermano Álvaro, del que parecía estar más que colada por sus huesos? Muy sencillo, así podía estar cerca de su verdadero amor. No había dejado de amar a Álvaro, pero no podía soportar sus brusquedades, sus repentinos ataques y acosos de tipo sexual. Un día Álvaro era el ser más encantador del mundo, pero al siguiente una fiera en busca de su presa; casi no hablaba, no le interesaba mantener ninguna conversación con ella; en cambio sí que sus dedos iban directos al grano, directos a sus pechos, al límite entre sus bragas y su piel; bajaba su mano y jugueteaba con su coño hasta que éste se humedecía lo suficiente, luego sacaba de allí su mano y olía el dedo impregnado del profundo y excitante olor a hembra. Remedios no sabía por qué ella se ponía así, por qué se encontraba en un estado tal de sofocación y tan fuera de sí cuando su novio se propasaba de aquella manera. Le gustaba y le asustaba al mismo tiempo. El día quince de febrero de 1960, sábado, para más señas, Álvaro cruzó ilegalmente la frontera de su amada. Se encontraban, como casi siempre que salían al baile, en el callejón que había en la Plaza del Generalísimo entre la casa del “pajuela” y la de los “cereros”, familias ricas del pueblo ya venidas un poco a menos. Esa noche, en vez de olisquear su dedo anular después del recorrido de éste por los vericuetos de la vagina de su pretendida, Álvaro dio un importunado paso adelante: se bajó los pantalones, asió con fuerza las piernas de Remedios la “morraña” a la altura de los muslos, las alzó hasta llegar a una altura en la que era posible que ella apoyase las plantas de sus pies en la pared que le quedaba enfrente; calculó con tiento, y sin dejar que ella reaccionase aún de su orgasmo anterior – ella no sabía que aquello que le hacía perder el sentido era, nada más y nada menos, que un simple orgasmo -, y empujó con un certero movimiento de su pelvis hasta que su impaciente mensajero entró de lleno en el jardín prohibido de la muchacha. No hubo violencia. Sólo unas pocas gotas de sangre recorrieron sinuosas el interior de los muslos de Remedios, prueba inequívoca de su pureza hasta ese momento. Luego, Álvaro se disculpó torpemente mientras subía sus pantalones y se los abrochaba con poco tiento. La acompañó, como hacía todos los días desde hacía ya casi dos años, hasta la puerta de su casa. Iba a darle un beso en los labios, pero ella lo rechazó y, sin decir palabra, entró en casa sin pararse siquiera a encender la luz de la escalera. Al día siguiente ya no lo recibió.

Y el resto, entre el sabor de las cerezas y el misterioso ciclo de la vida, que con su mano que obedece a mil cabezas al mismo tiempo, nos va empujando hacia el infinito, ya no es más que historia, pura y simple historia.

LA VISTA ATRÁS – IV

IV.

– Sentí en el alma lo de Remedios, Antonio.

– Ya.

– El destino nos juega a veces estas malas pasadas.

– Supongo.

Quizá Álvaro estaba intentando justificarse ante la opinión de su hermano mayor, pero éste no parecía dispuesto a entrar en detalles, a responder utilizando más de una sola palabra en cada una de sus intervenciones. Álvaro ya conocía al detalle lo ocurrido aquel fatídico día de junio de 1961, el modo en que la pobre Remedios, tan joven y bella, había sucumbido al ritmo cadencioso pero cotidiano de la muerte. No podía ser morboso. No debía hurgar más profundo en la herida que su hermano parecía no haber podido cicatrizar en los casi treinta y cuatro años transcurridos desde la fecha en que se quedó viudo. No había suficientes plaquetas en todo el Universo para hacer postilla de su inmenso dolor.

Álvaro fue el primer pretendiente que rondó a Remedios la “morraña”. Ella no sólo se sentía, como es lógico, halagada, sino que respondía plenamente a todos y cada uno de los pasos que el pequeño de los “paparranes” iba dando en su planteamiento de seducción, no excesivamente románticos, pero sí distintos a los utilizados por el resto de mozos casaderos del pueblo, que consistían, mayormente, en acercarse al patriarca de la familia de la pretendida para pedir permiso. Al menos se besaban y se metían mano a conciencia, a escondidas, protegidos por la falta de iluminación – norma habitual en las noches invernales en los soportales de la Plaza por aquel entonces aún del Generalísimo -. Y eso ya era algo.

Angustias la “carretona” se ponía en evidencia cada vez que su camino se cruzaba con el de Álvaro el “paparrán”. Él lo había notado desde que eran unos críos y compartían juegos con los demás niños del barrio, y siempre se había aprovechado de esa debilidad de su oponente para hacerla sufrir un poquito más cada día. Le parecía raro que una chica mayor que él bebiese por sus vientos tan a la vista de todos. La miraba con ojos que delataban algo más que mutuo respeto, y Angustias vivía y se desvivía con la ilusión de casarse algún día con aquél que constituía su amor platónico. Cuando llegó cabrón el sufrimiento, su padre, Eutiquio el “furraxo”, le dijo que nunca debía haberse puesto en evidencia, que eso sólo lo hacían las mujeres de mala vida. Sufrió en soledad su desgracia. Ya no estaba su hermanastro Carlos a su lado. Él había huido del pueblo a no se sabía aún dónde. Estaba ya resignada Angustias a vestir santos, a ser una más dentro del grupo de solteronas que iban diariamente a misa con un rosario de cuentas negras y un misal entre sus entrelazadas manos. Hasta que apareció Aurelio en escena y la salvó de la quema. Ambos se casaron con la treintena cumplida y bien cumplida. Martín, el mayor de los hermanos de Aurelio hizo las veces de padrino; Anuncia, la mujer del “Stalin”, Ramón de nombre, las de madrina.

Por aquel entonces, Álvaro ya había emigrado, y Remedios la “morraña” ya había fallecido, dejando viudo prematuramente al hermano mayor de Álvaro, Antonio el “paparrán”.

– A ti gustába-che Remedios, ¿non?

– Sí… … Bueno, un poco… pero no congeniábamos del todo, ya sabes.

– Sí, sí, ya sei… ya sei.

Lo sabía, claro que Antonio sabía que Remedios había abandonado a su hermano Álvaro por culpa de los extraños cambios de personalidad de éste último. Pero él no se llegó a sentir jamás plato de segunda mesa. En realidad, no le dio tiempo a sentir casi nada por ella. Estaban empezando a conocerse el uno al otro cuando de repente apareció la Dama de la Guadaña y asestó un certero tajo en el cuello de la joven “morraña”. Ya estaba preñada de la semilla de Antonio cuando murió, pero eso nunca lo llegó a saber nadie. Ni siquiera ella misma había tenido en cuenta aún una falta de tan sólo cuatro días en su ciclo menstrual, por otro lado, muy irregular. Con su ausencia, Remedios se convirtió en la amada, por y para siempre, de Antonio el “paparrán”. El vacío de la casa pesaba como una losa sobre su ánimo, cada día, cada mes, cada año más. Se murió la madre, y eso no le importó tanto. Ya no tenía familia directa a su lado, y se centró en el campo, en su finca de cerezos ubicada a escasos metros de la iglesia de la Virgen de la Quinta Angustia. Llegó a odiar a su hermano Álvaro; llegó a odiarlo de corazón, pero de tanto corazón, ese odio se tornó amor fraterno desde la llegada del hermano pequeño del otro confín del mundo casi treinta y cinco años después de su agria partida. Colombia se había convertido en la segunda patria del menor de los “paparranes”; la primera seguía siendo, en la lejanía pero en el recuerdo constante, Cacabelos, su pueblo del alma. Y ahora estaban los dos hermanos sentados el uno frente al otro, bebiendo chupitos de buen orujo. Treinta y cinco años habían pasado, con sus días, sus noches, sus alegrías y desgracias; separados por miles y miles de kilómetros de agua salada, la mayoría, y también de tierra fértil a ambos lados. Hablaban de sus recuerdos, de todo lo que habían compartido, incluida Remedios la “morraña”.

LA VISTA ATRÁS – III

III.

En la calle misma, entre barro y polvo, jugaban todos los niños y niñas en perfecta armonía. Desde los más pequeños, de cinco o seis años, hasta los que ya habían entrado de lleno en la adolescencia. Estaban los dos “carretones”, Carlos y Angustias; Esteban el hijo del “Stalin”; Alberto y su hermano Aurelio, primos de los “paparranes”, pero sin mote reconocido hasta que Alberto se ganase a pulso, años más tarde, el de “camorro” debido a sus constantes y violentas provocaciones, que casi nunca venían a cuento; los dos primos “cereixais”, Aníbal y Eufrasia; y, por descontado (por último, aunque no los últimos), los dos “paparranes”, Antonio y Álvaro. Unos días tocaba “manro”, otros “tres navíos en el mar”; si hacía mucho frío, “cintalabrea”, que calentaba bien las piernas; y los menos, el “cascallo”, cuando las dos niñas del grupo, Angustias y Eufrasia, podían imponer su ley ante tanto prototipo de buen macho. Los días de lluvia, los niños esperaban impacientes su cese observándose los unos a los otros desde las ventanas a las que estaban literalmente asomados de medio cuerpo. Desde cada una de las casas se podían ver perfectamente las restantes. Todas, en simétrico conjunto, componían un casi uniforme círculo que en su superficie constituía lo que más adelante, con el transcurso del tiempo, se conocería como plaza que sepultaba el barro y los juegos de toda la vida bajo capas de cemento y alquitrán; la Plaza del Campelín.

Nada más que escampaba, ¡zas!, no transcurrían ni diez segundos, y una auténtica horda de rapaces y rapazas, que salían como despedidos por alguna extraña fuerza motriz de cada una de las puertas, invadían el terreno. “¿Dónde ta Álvaro?”, solía preguntar Angustias la “carretona”, la cual sentía una cierta admiración enamoradiza por el menor de los dos “paparranes”, a pesar de ser cinco años mayor que él. “Nun quiere salir hoy”, respondía presto Antonio, pero sin pararse a dar mayores explicaciones, que ya estaba él más pendiente del desarrollo de los preparativos del juego que tocase ese día que de los problemas que pudieran atar a su hermano pequeño a las patas de la silla de su cuarto. Era uno de esos días en los que Álvaro no parecía Álvaro. Era otro. Ya no era el rapaz alegre y dicharachero centro de atención constante del resto del grupo. No. Era una mutación como mínimo extraña. Serio, triste, abandonado a los aleatorios reflejos de su mente. Hablaba solo, y a veces hasta parecía reñir consigo mismo. En Cacabelos, hasta aquel entonces, nadie había oído hablar jamás de un tal Freud, pero doña Asunción, la madre, se preocupaba un poco más si cabe cada día que a su hijo pequeño lo ocurría esto, porque sabía que su mente no regía del todo bien. Intentaba en vano hablar con él:

– Álvaro, filliño meu, ¿qué teis?

– Nada, nun teño nada. ¡Deixame’n paz!

Resultaba a todas luces infructuoso todo intento de acercamiento al bueno de Álvaro en aquellas circunstancias. Parecía que nadie podría jamás cortar de raíz tan extraño mal. “Dios mío, Dios mío… Fala solo, igual que Fonsa”, se le oía cuchichear a su madre mientras pelaba algún pollo o escogía unos garbanzos, o puede que incluso unas lentejas, al calor de la cocina de carbón. Recordaba a su hermana Fonsa, que había acabado con sus huesos en el psiquiátrico de León. A veces hasta lloraba, pero eso sólo sucedía cuando ella sabía a ciencia cierta que estaba completamente sola en la cocina; (aunque sí que se vio sorprendida en más de una ocasión por el propio Álvaro, que de cuando en cuando salía de su abotargado letargo antes de lo previsto.)

Pero un buen día, siendo ya un mozo, Álvaro conoció a Remedios la “morraña” – no es que no la conociese de antes, que en el pueblo todo el mundo se conocía, lo que pasó fue que la conoció de una forma distinta: mirándola de acuerdo con la urgente llamada de sus glándulas más primarias – y ese simple hecho trajo consigo una época de ostracismo para los bruscos cambios de personalidad de Álvaro. Se había enamorado de la chica y ya no hablaba solo. “Eso e o que o miño rapaz necesitaba”, se decía contenta a sí misma doña Asunción entre amplias y limpias sonrisas de satisfacción.

CEREZAS – VI

VI.

Por la tarde Álvaro se quedó descansando en su habitación, o al menos eso fue lo que contó a su hermano mayor como justificación para no ir a recoger cerezas a la finca. Antonio no pensó nada; ya se lo temía: su hermano siempre había sido un poco holgazán. No como él, que era capaz de hacerse jornadas de hasta dieciocho horas casi sin descanso. Pero lo que en verdad ataba en ese momento al pequeño de los “paparranes” a su morada era su alter ego, su proyección olvidada y, sin él quererlo ni pretenderlo, recuperada espontáneamente del más oscuro rincón de sus alterados recuerdos. Tenía que matarlo. Como fuese. Daba igual el método, tan sólo importaba el resultado final. Dos habitantes en una sola personalidad pueden llegar a ser demasiados. Y en este caso lo eran, ¡vaya si lo eran! Se odiaban a muerte y no lo podían disimular ya más. Álvaro se tumbó sobre la cama, con cuidado de no manchar la colcha de ganchillo que con tanta ilusión su madre había tejido durante casi tres años, tarde sí y tarde también, dispuesto a escapar de una vez por todas del encierro de su propia individualidad. Quería cambiar el decorado de su vida en el pueblo, y aquél ya no pertenecía a ese decorado. No tardó en aparecer el joven. Hoy sí parecía dispuesto a hablar.

– Sigues siendo el mismo mentiroso de siempre.

– Sólo ha sido una mentira piadosa.

– Es increíble, viejo, te has llegado a creer tu propio juego.

– ¡Pues si te parece, mejor le hubiese contado al Antonio que me dedico al cultivo de la coca…! ¡No te jode!

– Sería lo más justo, ser sincero con él después de haberlo abandonado; después de marcharte tan repentinamente de aquí, sin haber tenido siquiera la decencia de habérselo comentado.

– No podía hacerlo. Y tú lo sabes…Tú tampoco habrías querido venir conmigo. Es más, yo creo sinceramente que tú tenías que quedarte aquí. Era tu destino,…nuestro destino.

– ¡Qué bonito! Ahora me dirás eso de “aunque me haya ido de mi tierra una parte de mí se quedó allí…”! ¡¡Vete a tomar por culo!!

– ¡Ya no te necesito…! ¿Lo entiendes? ¡No te necesito para nada! ¡No te he necesitado en estos últimos treinta y cinco años! ¡Me hacías daño,…mucho daño, y ahora quieres seguir con lo mismo! ¡Muérete ya, cabrón! ¡Esfúmate y déjame vivir en paz de una puta vez! ¡No sé por qué tuve que cargar contigo hasta los veintidós años!

Álvaro cerró sus ojos con fuerza. Comenzó a pensar en su madre sentada al lado de la vieja cocina de carbón una fría mañana de invierno. Estaba pelando un pollo dentro de un balde de agua hirviendo y el humo hacía que soltase alguna que otra lágrima, o puede que estuviese escogiendo unos garbanzos o unas lentejas, pero también llorando. Su madre le sonrió. Él estaba en la cuna, de pie, aferrado a los barrotes de madera. Solo. Le transmitió un poco de paz, que Álvaro agradeció. Álvaro también sonrió, y con esa sonrisa mantuvo todavía sus ojos cerrados durante unos segundos más, tratando de conservar en su mente ese daguerrotipo de su madre. Los abrió y él había desaparecido de su presencia. Entonces decidió echar una siesta. La marea estaba ya baja y podía relajarse al penetrante y peculiar olor de su viejo colchón de lana. Respiró muy profundamente, durante un par de minutos, y se durmió en un santiamén. Sobre la mesa de la cocina yacían todos los huesos de las cerezas que media hora antes se habían comido al unísono su hermano Antonio y él. Ya los recogería cuando despertase, que no había ninguna prisa.

Antonio, mientras tanto, cargaba sobre sus espaldas con un cesto a medio llenar de cerezas. Estaba trabajando a gusto, pensando que quizá por la mañana se había mostrado un poco nervioso, pero que ahora podía disfrutar cómodamente dentro de su tan envolvente soledad. Escuchaba como en la finca de al lado una pandilla de niños se atiborraba de cerezas entre las ramas de los árboles. La finca era de su primo Alberto; ¡qué mas daba! Total, con el primo Alberto no se llevaba excesivamente bien. Era un poco engreído para el gusto de Antonio, y para el de casi todo el pueblo, por qué no decirlo. “¡Está el “paparran”! ¡Qué está el “paparran!”, oyó gritar un par de veces a algún rapaz de los de la camada del nieto del “peidán”. “Pero hoy vos jodéis, que vos vais quedar sin probar as miñas”, se consolaba Antonio en voz baja mientras seguía arrancando cerezas, una a una, con cuidado de que no se separase el rabo del fruto para que luego no se estropeasen con excesiva celeridad. A pesar de haberlas tomado como postre una hora antes, alguna que otra iba directa a su boca. Su destreza era tal, que no necesitaba de ninguna de sus manos para ayudarse en esa labor. Mordisqueaba con suma precisión alrededor del hueso, y, en cuanto tragaba el último trocito de pulpa, jugueteaba con el corazón del rojo fruto, se lo pasaba de un lado a otro de su boca y hacía rechinar sus molares superiores contra el hueso hasta que éste quedaba pelado y bien pelado; al final, lo escupía con fuerza, y listo para plantar otro cerezo si se terciaba. Pensaba en su hermano, en que tal vez lo había juzgado con excesiva dureza. La imagen de su hermano en su cinematógrafo cerebral trajo consigo unas irrefrenables ansias de fumarse un Celtas sin boquilla; pero, “¡cagüenlaputa!”, se había dejado el tabaco en casa. Nunca fumaba al trabajar. (Antonio es de los que evitan cualquier distracción, por liviana que ésta sea, que impida trabajar a pleno rendimiento.) Desechó momentáneamente la idea de fumar. Momentáneamente, ya que, haciendo caso omiso de sus perennes principios, decidió buscar desesperadamente algo que fumar. “Joder de Dios. Como cuando era eu un rapaciño y buscaba as pavas que deixaban os mayores p’ol suelo…”, se lamentaba (y consolaba en cierta medida) Antonio el “paparrán”. Bajó del cerezo saltando con firmeza de un escalón al siguiente. Al pisar suelo firme reequilibró con mucho tiento la vieja escalera de madera que llevaba en sus escalones más de cuarenta cosechas de cereza. Volvió a oír las voces de los críos, que llegaban desde la finca del primo Alberto. Quizá no les hubiese llegado aún a esos aprendices de muchachos la edad de echarse un “trujas”, pero era la única oportunidad que le quedaba de recibir un poco de nicotina por vía pulmonar. Se acercó ya inquieto hasta el muro que separaba su finca de la del “inaguantable” de su primo. El muro no era excesivamente alto, tan sólo servía para marcar territorios propios, y Antonio no encontró dificultad alguna para encaramarse al mismo y asomar su cabeza con boina negra al otro lado. En ese otro lado pudo ver como se lo estaban pasando de bien aquellos rapaces: unos comían cerezas, otros ya se habían empachado y reposaban su hartura tumbados al sol, y un último grupo permanecía un poco alejado del resto en actitud casi controladora, como si de los jefes del clan se tratase. Dos de los chiquillos de este grupo parecían estar fumando. Ninguno de ellos sobrepasaría los catorce años. A Antonio, lejos de parecerle mal ese hecho (él echó sus primeras caladas a los ocho años), lo que sí le proporcionó fue una oportunidad para acercarse de alguna manera a aquéllos que le arrasaban la finca cuando él no estaba allí, y, de paso, ¡por qué no!, les pediría también un cigarrillo. Antonio hizo notar su presencia al otro lado del muro con la ayuda de un potente silbido. Se hizo el silencio al otro lado hasta que al nieto del “peidán”, el cabecilla del grupo para lo bueno y para lo malo, se le ocurrió una débil explicación: “No estábamos haciendo nada malo, señor Antonio”; negativa que delataba a todas luces que sí que estaban haciendo algo no del todo “bueno”. Antonio respondió en tono pacificador.

– No, no…Eu sólo viña pidir un cigarro, que acabóseme o miño paquete de Celtas y…

– Ah, bueno. Espere ahí que ahora mismo le alcanzo uno. – Contestó diligente el nieto del “peidán” mientras se acercaba con paso firme hasta la posición del “paparrán”. Los demás continuaron su variada algarabía sin mayor problema. – Aquí tiene. Es rubio, no tenemos Celtas.

– Da igual, por un día podese uno sacrificar, ¿nun e verdá?

– Sí, claro.

– ¿Nun te parece que eres un pouco rapaz pra andar ya fumando? – Preguntó Antonio justo antes de colocarse el pitillo entre los labios y darse fuego con el mechero que el chaval le había dejado.

– ¡Qué va…! Dentro de poco cumpliré los catorce, y mi padre dice que él empezó a los nueve, así que…

– Pero seguro que nun hay güevos a facelo delante de él, ¿o me equivoco?

– No, no se equivoca usted…Oiga, no vaya usted a pensar que venimos a sus cerezas. – Cambio radical de tema que evita de un plumazo más cuestiones sobre sus hábitos fumatorios y que, de paso, trata de justificar lo injustificable. ¡Cómo si el mayor de los “paparranes” no supiese qué acontece y qué no acontece dentro de su finca cuando llegan estas fechas!

– Entós eso quiere dicir que sólo venís a comer as do miño primo el “camorro”. – (mote que Alberto se había ganado a pulso tras unas cuantas broncas con varias de las gentes del pueblo).

– Sí…y no muchas veces, no se crea,…una o dos, puede que tres.

– No, si a mí nun me da mas que vengáis a finca do miño primo; sólo quiero que tengáis más cuidao y que nun me empachéis al pobre Augusto, que e un perro mu viello y delicao, y nun tá ya p’a esas farturas.

Y el “paparrán” se dirige de nuevo a su labor de recogida de cerezas sin esperar siquiera una posible réplica del chaval, que no es que considerase que el bueno de Antonio fuese también tonto, pero sí que no se temía ni por asomo, cuando creía tener más que controlada la situación, una respuesta similar en ese preciso momento.

Antes de situar de nuevo correctamente la escalera – torcida y peligrosa otra vez gracias a un pequeño empujón del Augusto -, Antonio se acercó cariñoso hasta su perro y acarició su cabeza durante unos segundos, tras los cuales, el perro lameteó muy agradecido la mano derecha de su amo. “Vamos, vamos, Augusto; nun hay por qué ponese tiernos”, dijo Antonio en el momento en que se alejaba de la refrescante sombra que protegía al Augusto para adentrarse diligente en las horas que aún le quedaban de trabajo.