… ENCADENADA

LXI.

– Nunca me has contado por qué te hiciste esos tatuajes, ni qué significan para ti ‘rage’ y ‘revenge’.

– Ira y venganza, significan ira y venganza.

– Joder, que eso ya lo sé, que estudio Inglés. Me refiero a las razones que te han impulsado a tatuarte en el culo esas dos palabras, y ¿por qué en inglés?

– Mira que eres varas, tío. Me has hecho esa misma pregunta en todas y cada una de tus cartas y, como ya sabrás si has leído detenidamente mis misivas, nunca te la he contestado. No quiero, no tengo porque contestar.

– Vale, vale, tía… no hace falta que te pongas así. Sólo es por pura curiosidad… por conocerte un poco mejor… Si alguna vez yo me hago un tatuaje, lo haré porque para mí aquello tendrá un significado especial. Sólo quería saber eso, lo que significan personalmente para ti.

– Me los hicieron el cinco de octubre de 1984 en Benidorm. Estaba allí de vacaciones con mis padres… y me los hice por razones personales, muy personales. Lo del inglés es porque el tatuador era australiano, y tampoco quería que, si alguna vez me los veían mis padres, pudiesen entender su significado. Lo siento, pero no te puedo explicar más… puede que algún día lo entiendas.

– Joder. A veces me da la impresión de que no te acabo de conocer del todo. Siempre estás a la defensiva conmigo.

– Ya ves… Hay tantas historias que contar, tantas, tal exceso de vidas eventos milagros lugares rumores, todos combinados… tal densa condensación de lo que nunca será y de lo mundano…

– ¡La hostia! Vaya un rollo más raro que me estás metiendo, tía. Yo sólo quiero saber quién eres, joder, y tú me sales por peteneras.

– ¿Que quién soy yo, tú quieres saber quién soy yo en realidad…? Pues yo he sido una devoradora de vidas; y para conocerme, para saber quién soy yo, tendrás que tragarte todo el conjunto también.

– No sé ni para qué pregunto…

Y la chica monta en el autocar que la llevará desde Oviedo hasta su destino final. Sabe que ha pasado un buen fin de semana en compañía de su amigo Pedro; también sabe que nunca más lo volverá a ver… porque sabe muy bien cuál es su futuro, y éste estará lejos de la estela de aquel muchacho cariñoso y cabezota que ahora la despide entre grandes aspavientos, entre gestos que parecen de desproporcionado amor. Lo que ella no puede saber es que, aunque aquel chico sí que la quiere, tanta efusividad se debe también al hecho de que por fin podrá estudiar tranquilamente para su examen de Crítica Literaria… aunque al llegar a casa no podrá estudiar, tampoco podrá dormir. “Joder, yo siempre he pensado que esos tatuajes se los habría hecho después de la violación… Es lo lógico. Y ahora va y me dice que se los hizo el cinco de octubre del ’84… Yo alucino. ¿Por qué cojones se habría tatuado esas dos palabras antes de que la violaran…? No tiene sentido… ¡Pues anda que todo ese rollo que me metió al final sobre ‘la devoradora de vidas’ y todo eso…! Mira que es rara esta tía.”

Media vuelta en dirección a casa; no sabe ni por qué, pero sus pasos van acompañados del tarareo inconsciente de una canción de Big Country, Just a Shadow (Tan sólo una Sombra):

It’s just a shadow of the woman you should be
Like a garden in the forest that the world will never see
You have no thought of answers only questions to be filled
And it feels like hell

(Es tan sólo una sombra de la mujer que deberías ser / como un jardín en medio del bosque que el mundo nunca verá / No piensas en respuestas, sólo en preguntas que formular/ Y te sientes como en el infierno.)

… DE LA VIDA LIX…

LIX.

Hoy, en nuestro buzón, entre publicidad y más publicidad, estaba escondida la hoja parroquial. Por simple curiosidad – y también para reírme un poco -, comencé a leerla. Allí encontré una auténtica joya de la semántica aplicada: ‘Cuando la tentación llama a la puerta, por lo general sale a abrir la imaginación’. Desde luego, no hacen falta muchos comentarios al respecto, pero como sigan utilizando frases lapidarias como ésta pronto habrán terminado de cavarse su propia tumba… o, si no, ¿por qué siempre utilizamos la imaginación ante cualquier situación que se nos plantea en la vida? Lo que nos faltaba, que ahora nos quieran birlar la imaginación esos hijos de puta…

Ingrid casi se ha esfumado por completo de mi imaginación. Tengo que decir, aunque en realidad me cueste creerlo, que casi no la recuerdo… No es por un fallo en mi memoria, que mis recuerdos en general siguen intactos (a pesar de que siempre nos bombardean con el rollo de que la droga mata neuronas… quizá sea que yo tengo una sobresaturación de ellas… de neuronas, me refiero, que no pretendo yo que quede en el aire la ambigüedad). No sé ni cómo coño explicarlo, parece como si algún matasanos hubiese manipulado alguna zona de mi cerebro, como si me hubiesen practicado una lobotomía parcial para borrarme a Ingrid. Casi nunca pienso en ella, sólo cuando alguien la nombra, como hizo Fernando el otro día, o cuando algo la devuelve por unos instantes a mi memoria… No sé, cuando releí ‘Midnight’s Children’, o cada vez que veo esa misma novela en mi estantería, ubicada entre los ‘Versos Satánicos’ y ‘Shame’…

Hace unos tres meses estaba yo viendo la televisión antes de ponerme a preparar un trabajo que debía entregar esa semana – ahora estoy haciendo el primer curso de doctorado en lingüística -. Ponían un documental en ‘La 2’ sobre elefantes africanos (que cómo sé yo distinguir un elefante africano de uno asiático. Muy fácil: si estás en Africa y ves un elefante, entonces éste es africano: y si estás en Asia y ves por allí un elefante cualquiera, entonces ya no hay duda: es asiático) cuando, en una pausa publicitaria, anunciaron para esa misma noche un programa de entrevistas presentado por Angel Casas, ‘Tal Cual’. El propio Ángel Casas anticipó la presencia de una invitada muy especial: Sarah Balabagán. ¡Sorpresa mayúscula! Por supuesto que no me perdí esa entrevista, en la que al fin pude saber quién era la chica cuyo nombre había utilizado Ingrid para firmar su último mensaje. Sarah Balabagán es una criada filipina que estuvo condenada a muerte por haber matado al señor para el que trabajaba; la razón: el susodicho amo y señor había violado repetidas veces a la pobre e indefensa Sarah, una chica, por aquel entonces, de dieciséis años que se encontraba muy lejos de su país, trabajando en los Emiratos Arabes para así poder ayudar económicamente a su familia. Su única declaración en el juicio, cuya sentencia fue la pena capital (castigo más tarde conmutado gracias a la presión internacional sobre los Emiratos Árabes), había sido: ‘Sólo me defendí’. Supongo que Ingrid también se había defendido…”

… DE LA VIDA LIII…

LIII.

No he preguntado a nadie, porque me tomarían por loco. Después de transcurridos unos días desde mi particular periplo investigador, y tras dejarme arrastrar por la corriente del no-quiero-ya-saber-nada-más-del-tema, reencontré la hoja número nueve del libro de Salman Rushdie, la que había encontrado en el interior de la guantera de aquel coche. La había guardado posteriormente en el cajón de mi mesilla de noche – el día aquel en que desapareció de mi vida la foto de Ingrid, la única que podría haber mantenido intacto mi recuerdo sobre ella; me refiero al recuerdo físico: de sus rasgos, de su tipo, de su mirada… es como si se fuesen difuminando en mi interior con el transcurso del tiempo… – Y entonces vi la luz y, ayudado invisiblemente por los ‘monstruos de mil cabezas’, me di cuenta de que aquella hoja había sido arrancada de mi libro, de mi propio ‘Midnight’s Children’; no necesitaba ningún tipo de comprobación, tan sólo rescaté aquella hoja apergaminada del interior del cajón de mi mesilla, deshice todas sus dobleces con un cuidado extremo, como si estuviese planchando la mejor de mis camisetas, y me dirigí hacia la estantería en la que voy acumulando todos y cada uno de los volúmenes de mi particular biblioteca… y la hoja perdida regresó, al fin, a su morada.

Cuando disponga de más tiempo, es decir, después de los exámenes, creo que me apetecerá releer esa novela. No es que lo vaya a hacer con el afán de descubrir leyendo entre líneas sin fin la pista definitiva, la que me diga: esto sucedió así y por estos motivos. No… Recuerdo que, en su momento, cuando la tuve que leer para la asignatura de Literatura Inglesa del Siglo XX – no sé yo qué cojones tendrá Rushdie de inglés, aparte de escribir en tal idioma – me gustó muchísimo, la disfruté con todo el placer que la obligatoriedad puede otorgarle a la lectura. Por ese motivo pienso volver a leerla, porque me da la impresión de que ahora sí que la disfrutaría en toda su plenitud y sin tener que estar pensando continuamente qué coño de parte de aquella larga novela me podría caer en el examen.

¿Cómo pudo llegar esa hoja hasta donde llegó? Sólo se me ocurre una palabra: Ingrid.

Yo nunca subrayo mis libros cuando los leo, ni aunque tenga que recordar luego algún párrafo o alguna de las palabras clave. Siempre que tengo que utilizar algún extracto de un libro, lo que hago previamente es apuntar en mi cuaderno de notas todo lo que necesite…

… ‘But for every snake, there is a ladder’ (pero para cada serpiente hay una escalera), citando una de las frases que recuerdo haber escrito en mi cuaderno de notas; expresión que luego utilicé conscientemente en el examen cuando se nos pidió explicar ‘el realismo mágico’ en ‘Los Hijos de la Medianoche’. Y es verdad, ahora sé que todo eso es verdad. Lo que sucede y lo que no sucede, lo que vivimos y lo que imaginamos; todo, absolutamente todo, forma parte de nuestras vidas. Imaginaos por un solo instante que fuésemos capaces de recordar todos y cada uno de los momentos que hemos vivido, desde el momento en que vemos como las manos del médico, de la comadrona o de lo que fuese, nos saca del vientre de nuestras madres hasta el momento presente… El presente, he dicho ‘el presente’… y no intentéis atraparlo, ya que él siempre gana, siempre nos supera y se escapa de nuestro lado, como hizo Ingrid… como haremos todos.”

… DE LA VIDA… XLVIII

XLVIII.

– Sí, ¡Digame?

– Hola. ¿Está Fernando?

– Sí, ¿de parte de quién?

– de Pedro; Pedro el de clase.

– ¡Fernandoooo… ! ¡Al teléfono, que te llama un tal Pedro!

– ¡Ya vooooy…! … … … … … … … … … Sí, dime Pedro.

– Oye, ¿vas a ir hoy a clase?

– Claro, ¿por qué razón no iba a ir?

– Ya… Vaya una pregunta más idiota. Nada, sólo lo decía por si puedes pasar antes por mi casa.

– ¿Para recogerte…?

– No exactamente; es para hablar un poco y, sobre todo… Mira, Fernando, tienes que hacerme un gran favor…

– ¿Qué favor?

– Mejor vienes y te cuento, tío… Esta mañana conseguí en la Dirección General de Tráfico toda la información sobre la matrícula del coche que aparecía en mi sueño… y, efectivamente, era un Fiesta de color rojo.

– ¿Sí? Joder, qué fuerte, ¿no?

– Sí, ya ves… – Suena el pitido en el teléfono de la cabina que indica la apremiante necesidad de insertar alguna moneda más – Oye, que no tengo más suelto, tío… Vienes ahora, ¿no?

– Sí, sí. Ahora mismo salgo para tu casa…

¡Cómo iba Fernando a negarle un favor a Pedro? Evidentemente, de ninguna manera. Fernando es un ser carente de toda malicia; la palabra ‘no’ rara vez sale de su boca cuando se trata de ayudar a alguien; de ahí que casi toda la promoción del ‘94 disfrutase desde el primer curso de sus elaboradísimos apuntes, acto que tampoco le había reportado hasta la fecha ninguna amistad seria dentro de la Facultad, aunque sí reconocimiento generalizado y alguna que otra palmadita en la espalda, como cuando sacas a mear al perro y lo premias porque éste mea y caga todo lo que puede, ahorrándote de esa forma una más que segura labor de limpieza en casa. Así de simple. Tampoco Fernando esperaba nunca nada a cambio: dar por dar sin esperar que te devuelvan el favor; un cristiano perfecto, en definitiva.

Ahora Pedro dormía plácidamente en un hotel de las afueras de Palencia – ciudad a la que la información obtenida en la DGT lo había “enviado” -. Las llaves del 205 de Fernando reposaban en uno de los ceniceros de la mesilla de noche, mientras el otro rebosaba de colillas y ceniza, molesto ambientador que impide respirar en condiciones. Pero eso a Pedro le importaba hoy un carajo. Dentro de una hora y media interrumpirán su sueño, que queda mucho por descubrir aún y no se puede perder el tiempo en los brazos del otrora bienvenido Morfeo.

Al menos Fernando se había tranquilizado un poco después de la llamada de Pedro; llevaba todo el día nervioso, sin saber de él, incluso había llegado a pensar en todo tipo de desgracias en forma de accidente automovilístico. Pero no, sólo tenía que lamentar la pérdida de uno de los pilotos traseros de su coche, a la vez que compartía con su amigo la ansiedad ante la posible inminencia de un desenlace. Nada más colgar el teléfono, Fernando comenzó a sentirse mucho mejor. No se explicaba todavía por qué su amigo le había pedido prestado el coche y se había largado sin dar apenas explicaciones, sólo un simple ‘ya te llamo cuando sepa algo, ¿vale?’, antes de ver como Pedro se alejaba saltándose un semáforo en rojo. ‘¡Dios mío!’, pensó asustado Fernando, dándose cuenta al mismo tiempo de lo que acababa de hacer. ‘Joder, ¿y qué les cuento yo ahora a mis padres…?’. Pues nada, justo lo que hizo después, decirles la verdad y aguantar de labios de sus progenitores todo tipo de improperios referidos a lo gilipollas que era.

Fernando seguía sin entender por qué Pedro tenía que meterse por su cuenta y riesgo a las labores de detective propias de un policía o de un investigador privado, que para eso vivían de ello, pero, desde la distancia, le ofrecía todo su apoyo, todo su aliento, todo lo que, en definitiva, pudiese ofrecerle; aunque, por descontado, sin dejar de actuar como un Pepito Grillo que no deja de bombardear la conciencia del amigo en apuros. Si los dos se aceptaban así, no había porque efectuar ningún cambio. De todos modos, Fernando sabía que por fin comenzaba a mudar esa piel tan pegada a su cuerpo, tan gruesa que no dejaba aflorar su verdadero yo… y ahora Fernando notaba que Pedro empezaba a formar parte de su primera persona de singular.

Suena el teléfono en la habitación número diecisiete del hotel Rey Sancho de Castilla; Pedro descuelga el auricular al tercer tono.

– ¿Sí?

– Buenos días, Don Pedro; son las siete y media de la mañana.

– ¿Ya? Jodeeer… si me acabo de dormir… Pues nada, muchas gracias.

– No hay de qué; estamos a su disposición.

– Vale, vale… Hasta luego.

Y cuelga pensando en lo servil que era el recepcionista, en lo odiosa que resulta esa cínica amabilidad, presunto servicio de atención al cliente. “¿Por qué cojones no puede decirme ‘¡despiértate ya, hostia, que son las siete y media!’? No sé, algo así, que al menos suene natural”, se dice mientras busca con su todavía borrosa vista la toalla para darse una buena ducha antes de desayunar.

Perder de vista el hotel, que se va haciendo cada vez más pequeño en el espejo del retrovisor, produce en Pedro un efecto de alivio; alivio previo al nerviosismo que va notando crecer en sus entrañas a medida que se va acercando al punto de destino: ‘Desguaces López’. Ahora lamenta haber sido tan maleducado con el recepcionista; aunque, bien pensado, eso le da exactamente igual; qué más da haberse comportado inadecuadamente con una persona a la que probablemente nunca más vas a volver a ver…

Como impulsado por la mano inconsciente del pánico, Pedro aparca en el arcén al divisar el taller carroñero, que aprovecha las vísceras de los cadáveres metálicos que se apilan en una explanada frente a lo que parecen ser unas oficinas. Por unos momentos duda, y casi decide dar marcha atrás al coche… y a toda la operación. “Puede que sea mejor no preguntar, no saber…”, piensa antes de dejar sus gafas en la guantera para poder así restregar sus ojos y, de paso, dar un masaje a sus agotadas neuronas. Pero no, no puede ser; un detective debe ser inmune a los sentimientos, no se puede dejar vencer por impulsos pasajeros. Se mira en el espejo retrovisor y se ve fumando, con el cigarrillo colgando del lado izquierdo de sus labios y dando una calada sin sujetarlo siquiera con los dedos; “a fin de cuentas, sí que puedo parecer un detective: fumando, como lo hacen los hombres y con expresión de duro… Philip Marlowe… ¡Eso es, Philip Marlowe!” Arranca de nuevo el coche, mete la primera y sale a la carretera para devorar los apenas doscientos cincuenta metros que le separan de su primera comprobación. Ya no es Pedro, el amigo de Javi, ni tampoco el de Ingrid, tan sólo es el agente Frade en misión secreta, un agente que debe cumplir con su cometido.

Después de preguntar a un mecánico con quién podía hablar sobre un coche de los que allí yacían, entra en una lóbrega y sucia oficina, en la que un orondo señor, con pinta de ser muy feliz dentro de su más que presumible ignorancia, devora literalmente una palmera de chocolate. Pedro se dirige a él, y éste le responde sin dejar de masticar el gran bocado que acaba de asestarle a su pastel.

– Joder, chaval, aquí hay muchos coches.

– Pero a mí sólo me interesa uno en particular: un Ford Fiesta rojo, matrícula de Madrid, 20, 67, B, M.

– Bueno, pues entonces espera a que me coma esto, y te busco en el archivo alguna información; aunque no te prometo nada… no tenemos información sobre todos los coches que hay en el taller.

– Está bien; no tengo prisa.

Mientras espera, Pedro saca un café con leche de la máquina situada a la derecha de la puerta de acceso a la oficina, y regresa, acto seguido, a la oficina, presa ya de la impaciencia. El encargado está colocando sobre la mesa una serie de carpetas azules que ha logrado rescatar de entre el desorden que reina en la estantería contigua a la mesa; ni siquiera se molesta en limpiar las migas de chocolate ya casi impregnadas en el barniz que pinta su mesa, tan sólo abre la primera de las carpetas clasificadoras y comienza a pasar hojas y más hojas.

-¡Hombre, aquí está! Mira chaval, es una copia de atestados e informes de la DGT… … Accidente a la altura del kilómetro 277 de la nacional VI; choque frontal al invadir el carril contrario… Los tres ocupantes fallecieron casi en el acto… ¡Ah, sí; ya me acuerdo…! Fue un accidente muy comentado, muy extraño… ¡Salió hasta en los telediarios…! No sé, invadir así, de repente, el carril contrario, y sin causa justificada…

– A ver, déjeme ver…

Pedro lee atentamente todo el informe mientras el encargado de ‘Desguaces López’ hurga con fuerza entre sus dientes con la ayuda de un palillo, y sin dejar de hacer comentarios que ni siquiera llegan a los oídos del supuesto receptor, concentrado ya en su labor investigadora.

– ¡Joder…! ¡Es imposible, absolutamente imposible!

– ¿El qué, chaval?

– La fecha; aquí dice que el accidente ocurrió hace dos años y medio…

– A ver… No, no, chaval, la fecha está bien; fue por esa época. Ya te he dicho que fue muy comentado…

– Pero el coche… el Ford Fiesta… Yo lo vi en Oviedo hace muy poco tiempo… hace un mes y pico.

– Eso sí que no es posible; si quieres te lo enseño… es puro siniestro total, sólo pudimos aprovechar cuatro piezas de nada.

– No, no. No hace falta. Yo sé lo que vi, y recuerdo perfectamente que ese mismo coche atropelló y mató a mi mejor amigo…

– Bueno, hombre, no hace falta que te pongas así. Puede que te hayas confundido en algún número, o en alguna de las letras…

– No, perdóneme usted… Es que es todo muy extraño… y con esto el lío ya es monumental… ¿Le importa si tomo alguna nota del informe?

– No, hombre, no; apunta todo lo que quieras. Mira, ahí, en ese cajón, tienes papel, y puedes también coger un boli de los de propaganda… Quédatelo si quieres.

Tres nombres quedan apuntados en una hoja que Pedro guarda cuidadosamente en el bolsillo trasero izquierdo de sus vaqueros: Victor Manuel González Ortiz, Antonio José Vázquez González y José Antonio Valero Valle. Los tres habían muerto en el interior del supuesto coche que supuestamente también conducía Ingrid aquel fatídico sábado. Absurdo, totalmente absurdo y carente de toda lógica para una mente que sólo se alimenta de hechos reales, y cuya competencia pragmática desecha, sin reciclar nada, todo lo inexplicable. Decide, después del primer y fallido intento, buscar más pistas, nuevos indicios que le lleven a una solución definitiva… o quizá a un agujero negro, a un callejón sin ningún tipo de salida. Además, uno de los lemas de Pedro es no dejar nunca ningún trabajo a medias. Su – en estos días – detectivesca mente le avisa del error que acaba de cometer.

– Bien pensado, casi que me acerco a ver el coche… puede que eso me aclare algo.

– Por supuesto, chaval, sin ningún problema. Espera aquí que ahora te llamo al Emilio. (Es un poco retrasado… ya me entiendes, pero con esto de la ONCE hay que dar trabajo a esa gente… aparte de todas las ventajas que te da la Seguridad Social; y la verdad es que el chico se porta, ¡vaya si se porta!) ¡¡¡Emiliooo!!!

Emilio aparece raudo en la oficina, y Pedro sigue su estela después de que el encargado haya explicado al tal Emilio lo que tiene que hacer. Tras recorrer unos sesenta metros, llegan a una zona en la que los coches más bien parecen latas de sardinas apisonadas.

– Es éste – dice Emilio señalando con su dedo índice de la mano derecha al Ford Fiesta rojo… o a lo que quedaba de él.

Pedro se lo queda mirando un rato, como analizando cómo puede acceder a su interior. Luego se decide, e introduce su mano derecha por uno de los pocos huecos a través de los cuales eso es posible. Acaricia la guantera, como si le diese miedo romper algo, e intenta abrirla, lo que no le resulta muy complicado ya que el mecanismo de cierre y apertura aún funciona correctamente. Tantea con la punta de sus dedos toda la superficie interior hasta que da con lo que al tacto parece un papel. Con sumo cuidado lo rescata de las entrañas de aquel coche muerto. Atónito, Pedro se queda absolutamente atónito cuando lee el título en una página supuestamente arrancada de un libro: Book One. The Perforated Sheet (Libro Primero. La Sábana Perforada). La página le resulta, como mínimo, familiar. En la esquina inferior derecha está el número de esa página, el nueve… Pedro, sin pestañear siquiera debido a su estado casi catatónico provocado por semejante sorpresa, se fija en un párrafo subrayado: de la línea veintisiete a la treinta y uno, casi al final del papel amarillento, con cierto olor a rancio, compuesto por treinta y dos líneas. Es la primera página de una novela escrita en Inglés… Pedro lee detenidamente ese párrafo marcado, subrayado a lápiz por una mano temblorosa – las rayas distan mucho de la perfección de una línea recta:

20160315_181714And there are so many stories to tell, too many, such an excess of intertwined lives events miracles places rumours, so dense a commingling of the improbable and the mundane! I have been a swallower of lives; and to know me, just the one of me, you’ll have to swallow the lot as well.’ (‘¡Y hay tantas historias que contar, tantas, tal exceso de vidas eventos milagros lugares rumores entrelazados, tal densa combinación de lo improbable y lo mundano! Yo he sido un devorador de vidas; y para conocerme a mí, al verdadero yo, tendréis que tragaros todo el conjunto también.’)

¡Hostias; pero si esto es… es el ‘Midnight’s Children’ de Salman Rushdie… ¿Qué cojones significa todo esto…? ¿Dónde cojones me estoy metiendo…? ¡Me cago hasta en la puta madre que parió a Cristo…!” Pedro guarda esa hoja junto con todas sus notas sobre el informe del accidente, en el mismo bolsillo trasero de su pantalón en el que tres nombres de tres chicos muertos esperan para ser contextualizados; a continuación, vuelve a introducir su mano diestra en el interior de la guantera del ‘coche maldito’… pero allí ya no queda nada más. Decide releer con más detenimiento la parte subrayada de la hoja arrancada de un libro que acaba de hallar imprevisiblemente dentro de la guantera del Ford Fiesta rojo, matrícula de Madrid, número de serie 2067, letras B y M. “… ‘Devorador de vidas’… ¿Devorador de vidas? Joder, ¿la de Javi… una de ellas?… ‘Para conocerme debes tragarte el conjunto, el todo’. ¿Debo seguir, entonces, con todo esto? ¿Sabré algún día qué fue lo que ocurrió en realidad…? Me da la impresión de que yo he escuchado todo esto con anterioridad, pero sólo es una impresión, vaga, como casi todas las mías. No soy capaz de recordar quién pronunció esas palabras, ni en qué contexto… ¿Ingrid, quizá? ¿o tal vez Javi en alguna de nuestras últimas charlas? Mi memoria parece fallar por momentos… justo cuando más necesito de ella…”; el cuchicheo de Pedro se ve interrumpido repentinamente por la voz de Emilio, el ayudante de taller aquejado de cierto grado de idiocia desde su más tierna infancia (por culpa de una hostia de su madre, que no soportaba ni por un instante más los llantos hambrientos de su no deseado hijo).

– Que dice mi jefe que si deseaba usted algo más.

– ¡Eh? No, no. Muchas gracias… … Bueno, espera, sí que quería hacerle a tu jefe una última pregunta.

Pero para tal pregunta no hubo respuesta. Nadie figuraba como dueño o dueña del Fiesta colorado. No existían papeles del seguro del coche. Según el informe de Tráfico, la última cuota del seguro había sido pagada once años antes, pero, sin razones aparentes, se habían extraviado todos los papeles en algún camino intermedio, en algún cruce, en alguna bifurcación… entre el alba de lo desconocido y el crepúsculo de la venganza cumplida.

Ahora tocaba ir a Madrid, a seguirles la pista a los tres accidentados dentro de aquel siniestro coche; no quedaban otras alternativas; tampoco Salman, el viejo Salman, podría ayudar en demasía… los Hijos de la Medianoche tan sólo aportaban confusión y más confusión sobre todo el asunto, que se iba enturbiando y solidificando un poco más después de cada nueva pista – por llamarlas de alguna manera. Pero antes sería necesario echar más gasolina en el 205, aunque, debido a la apremiante necesidad de dinero en efectivo, había que acordarse de llamar a papá para pedirle un buen crédito con cualquier buena excusa: unos libros que necesitaba para un examen, por ejemplo.

… DE LA VIDA XLVII…

XLVII.

Desde los nueve hasta casi los trece años fui monaguillo; me pasaba muchas de las frías tardes del invierno cacabelense en la sacristía, jugando al ajedrez con Don Damián, el cual, por cierto, no tenía una sola gota de compasión: siempre me ganaba; siempre. Yo iba para católico convencido, de los que acaban estudiando en la Universidad de Navarra para luego anudarse de por vida al temible Opus Dei, los fariseos del siglo veinte; pero la vida da muchas vueltas, y la mía dio un giro total de 180 grados: de ser el brazo derecho del cura, a no saludarlo más por puras y simples convicciones anticlericales. Reconozco que Damián es un buen hombre, y como hombre (y hetero), muy mujeriego – se dice de él que tiene dos o tres hijos repartidos por las aldeas de la montaña: supongo que, en esto, habrá parte de palabrería popular y parte de ausencia total de anticoncepción por parte del insigne cura, que se debe predicar con el ejemplo… – Cada vez que paso por su lado se me queda mirando fijamente; en su mirada hay siempre cierto tono de reprobación. ¡Cómo si tuviese yo la culpa de que dios no exista… ! Qué más da, para él no dejo de ser más que una simple oveja descarriada. Como hombre lo respeto, pero como cura no, no puedo… Joder, es que no puedo entrar en vanas argumentaciones con un sacerdote, que ni él me va a convencer a mí ni, por descontado, yo a él.

El caso es que, al poco de haber cumplido yo los diez años, me tocó hacer un trabajo sucio para el insigne párroco (no, no es eso, que sé lo que estáis imaginando, sucios malpensados, morbosos, “hijos” de Nieves Herrero y de Pepe Navarro … ). Sucedió de la siguiente manera: era domingo; me correspondía a mí ayudar en la misa de las doce, la única en la que la iglesia completaba todo su aforo. Una función sin incidencias, como casi todas. Al finalizar recogí el cáliz, las hostias y toda la demás composición de enseres litúrgicos, y me dirigí, acto seguido, hacia la sacristía, abrí la puerta y dejé el grial junto con el resto de mi carga encima de la mesa de Don Damián; nada nuevo. Pero al darme la vuelta vi, para mi asombro, tres pichones descabezados en el suelo, rodeados por un charco de sangre, justo al lado del armario en el que el cura guardaba sus sotanas. Y eso no era todo: encima de la mesa de ping-pong estaba el tablero de ajedrez con todas sus piezas perfectamente colocadas… ¡y las tres cabezas de los pichones encajadas, una en el rey de negras, la otra en el rey opuesto y la tercera en un alfil blanco! Joder, vaya susto; no sabía si salir corriendo de allí y entrar de nuevo en la iglesia, o si escapar por piernas e irme para mi casa… Pero no, aguanté el tipo, y esperé a que Don Damián y el otro monaguillo, Miguelín el de ‘La Frasia’, regresasen hasta mi posición en la sacristía una vez que los devotos feligreses hubiesen ‘podido ir en paz’.

El cabreo del padre fue monumental; ‘¡me cago hasta en Dios Santísimo!’, llegó incluso a jurar. ‘Al que haya hecho esto lo voy a emplumar bien emplumado…’, proclamó tajantemente antes de dirigirse a mí y nombrarme jefe a cargo de todas las operaciones de búsqueda y captura del culpable. Un trabajo sencillo, pensé. Quedaban descartados el propio cura y Miguelín (yo también, por supuesto), con lo cual tan sólo restaba el último de los monaguillos: Tacho, ‘El Mangas’, así conocido por utilizar habitualmente las mismas para solucionar su persistente problema de vegetaciones. Lo único que necesitaba era tener pruebas, pillarlo infraganti.

Visto esto desde la distancia en el tiempo da un poco de miedo, y me explico: Tacho tenía, y tiene, lógicamente, ya que aún no se ha muerto, dos años más que yo, pero no sólo eso, sino que era el líder de una banda temida por su insaciable hambre de fechorías en el colegio ‘Virgen de la Quinta Angustia’. Yo no consideré ese hecho como un atenuante, al contrario, el haber sido nombrado para llevar el caso me convertía, o eso creía yo, en un detective de novela o de serie de televisión inmune a toda clase de peligros, el ‘Starsky’ de Cacabelos.

Sabía que muchas de las palomas que ensuciaban sin cesar los adoquines que componían el suelo de la Plaza Mayor – por aquel entonces aún del Generalísimo – anidaban en lo alto del campanario. De ahí habían salido los tres pichones, ahora sólo quedaba enterarse de cuándo iba a tener Tacho servicio como monaguillo, para lo cual seguí el camino más corto: preguntarle a él directamente. ‘El miércoles’, me respondió; ‘¿y para qué quieres saberlo?’, me inquirió a continuación en un tono casi diríamos que amenazador. Mi respuesta no pudo ser de lo más original: ‘no, por nada, por saberlo’, y me largué de allí antes de que el temible ‘Mangas’ se volviese realmente fiero.

Tacho era monaguillo, no por convicción místico-religiosa, como Miguelín y yo, lo era por simple y puro interés: allí, en la sacristía, disponíamos de un montón de juegos como el ‘Monopoly’, los reunidos de ‘Geyper’, parchís, ajedrez y la gran estrella: una soberbia mesa de ping-pong. Para él y sus secuaces aquello no era más que una sala de juegos en la que pasaban las horas de frío y de lluvia sin dejar jugar a los demás, a los que no pertenecíamos a su ‘selecta’ pandilla. Una auténtica mafia a pequeña escala, vamos. Damián, el cura, no veía, o no quería ver, que todo esto estaba sucediendo en sus dominios. Tacho era un monaguillo de lo más eficiente y punto, no había lugar a ningún tipo de discusión, a ninguna clase de protesta.

Creo que intuí desde el primer momento que Damián sabía de sobra quién había sido el artífice de aquella pequeña masacre, pero decidió, de todos modos, utilizarme para conseguir las pruebas de lo que parecía evidente; o quizás, viéndome tan apocado, tan inútil, en definitiva, me encomendó la misión con la esperanza de que yo obtuviese un estrepitoso fracaso. La gran sorpresa fue que no ocurrió esto último. El miércoles, decidido cual Hercules Poirot, cogí mi cartera de ir a clase, la vacié de cuadernos, libros, estuches y cromos repetidos, y allí metí mi lupa, una linterna, unos prismáticos de juguete y mi grabadora portátil marca ‘Philips’ – último regalo de reyes – para así poder también grabar algún diálogo acusador; a continuación me despedí de mis padres, y me dirigí resuelto hacia la iglesia. Entré sigilosamente, abriendo con sumo cuidado la puerta de la sacristía y sin dejar de tantear el terreno. Por suerte, no había nadie. Repasé todo mi elaboradísimo plan con calma durante unos diez minutos, y sin más dilación encaminé mis pasos hacia la puerta que daba a las escaleras del campanario; una vez allí, subí con cautela abriéndome paso con la luz de la linterna. El hedor era insoportable, estaba todo impregnado de cagadas de paloma. Me preguntaba qué razones impedían a la señora encargada de limpiar y acondicionar la iglesia poder hacer lo propio con aquella empinada escalera de madera bastante carcomida ya. Supuse, enfrascado en mi detectivesco papel, que la banda del ‘Mangas’ no le permitía el acceso al campanario – craso error, ya que, según se pudo saber posteriormente, la pobre no limpiaba allí por miedo a la oscuridad, y también porque había visto ‘Los Pájaros’ de Hitchcock hacía poco, y temía a las ‘salvajes’ palomas que volaban allí a sus anchas -. Cuando llegué por fin a lo alto del campanario, en primer lugar agradecí la presencia de luz natural, y luego busqué un buen rincón en el que esconderme, justo detrás de la campana sin badajo, la ‘campana capada’, como era vulgarmente conocida, la más apartada del acceso a la escalera – no es que la parroquia no dispusiese del dinero para comprar un badajo; lo que ocurría era que el mencionado apéndice de bronce estaba arrestado, condenado a cadena perpetua en el Cuartel Militar de Astorga por haber actuado como lanza justiciera contra un odiado sargento de la Guardia Civil. Se había soltado como por arte de magia, y cayó clavándose materialmente en la espalda del, por aquel entonces, año ’68, jefe local de la benemérita, que murió casi en el acto; hecho que, según cuenta Doña Anuncia, provocó más de un estallido interior de júbilo en muchos de los allí presentes. Como dice la anciana amiga de mi abuela, ‘ese badajo se cayó por el peso de las muchas cornamentas causadas por aquel cabrito de sargento…’ – Mientras esperaba me dediqué a contar el número de palomas y palomos que pululaban por el escenario; llegué a sumar treinta y siete, incluyendo también a los pichones. Transcurrida una media hora, apareció por allí Tacho con su lugarteniente Aníbal, ‘El Peseto’ – apodo heredado de su padre, como era habitual -, para, acto seguido, comenzar a atosigar a las crías que, debido a su corta edad, aún no podían emprender el vuelo de huida.

– Oye, Tacho, ¿cuántos cogemos esta vez? – preguntó Aníbal.

– No sé… cuatro o cinco… ¿Tienes la navaja?

– Sí, además la afilé antes de venir…

Allí estaba yo, escondido, recogiendo en una cinta de audio ‘Tudor’ de sesenta minutos, todo el maquiavélico diálogo entre ‘El Mangas’ y ‘El Peseto’. ¡Los tenía! Ya tenía la evidencia en mi poder, pruebas que, sin duda, me otorgarían la merecida condecoración. Caso resuelto. Esperé pacientemente a que ellos bajasen del campanario con sus presas y, sin más demora, hice yo lo propio a continuación para encaminarme emocionado hacia la casa parroquial, donde entregué a Don Damián la prueba magnetofónica, no sin antes dejar de relatarle personalmente todo lo acontecido entre las campanas de la iglesia de mi pueblo. ‘Buen trabajo, Pedrito’, fue mi única recompensa, pingüe bagaje para lo que yo consideraba como una misión llevada a cabo con toda la profesionalidad y efectividad de un buen investigador privado, de los que salen en las películas y siempre resuelven todos los casos. Me sentí un poco decepcionado; decepción que súbitamente se transformó en pánico aterrador al darme cuenta de que podría haber represalias por parte del ‘Mangas’, que, por cierto, sí que las hubo.

La única medida que nuestro párroco tomó fue la de cesar irremisiblemente a Tacho en sus funciones como monaguillo. No sé cómo, aunque me lo imagino, el torturador asesino de pichones se enteró de lo que él denominó como ‘chivatazo de un pelotillero’. Recibí una buena paliza: ojo derecho amoratado, múltiples hematomas y fisura en una costilla. Yo me defendí, claro que me defendí; cuando ellos se esperaban una reacción por mi parte llena de súplicas salpicadas con mares y mares de lágrimas, se vieron un tanto sorprendidos ante mi encarecida defensa. ¡De eso nada! También pude yo asestarles algún que otro golpe, aunque, lógico, siendo tres contra uno, y además mayores, no había mucho que hacer, la batalla estaba perdida de antemano. Recibí el mensaje, no fui contándole mis penas a nadie, ni a mis padres – para ellos yo me había caído por las escaleras del campanario -, ni a Don Damián… como digo, a nadie, absolutamente a nadie… ni a dios (que, de aquella, aún existía). Tampoco nació en mí interior ningún deseo de venganza personal, que a cada uno ya le llegará su momento cuando más bajo de defensas se encuentre.

Pasadas unas dos semanas, el nido de la pareja de cigüeñas, que ese año había anidado prematuramente encima de la torre del campanario, amaneció destrozado en medio de la Plaza Mayor. Unos meses después, el gato del cura, que respondía por Moisés, fue hallado muerto en la higuera que crecía frente a la casa parroquial, con la particularidad de que estaba colgado boca abajo, atado a una cuerda por el rabo y con un perdigonazo en cada ojo. Y yo, tan tranquilo, recuperándome de mis contusiones y jugando al tenis de mesa con Miguelín. Había aprendido la lección de puta madre.

Todos sabíamos con certeza que el autor material de ambos atentados había sido el temible ‘Mangas’, pero nadie tomó las medidas oportunas; no hubo ninguna represalia… ‘Mejor no meneallo’, que decía siempre Don Damián.

En mi primer día de clase en el Instituto, al entrar en el aula, me topé de bruces con Tacho y sus acémilas. Como se suele decir en estos casos, los tenía en la garganta. No me esperaba aquel encuentro; ¿qué coño hacían aquellos cuatro en mi clase…? Qué iban a hacer, aparte de estar matriculados en 1º de BUP por tercer año consecutivo. ‘Mirad a quién tenemos aquí; si es Pedrito, El Carretón’, vocifero Tacho dirigiéndose triunfal a sus matones. No contesté, seguí caminando como si tal cosa hasta sentarme en uno de los pupitres que aún no estaban ocupados. Me siguieron. ‘¿Te acuerdas de cuando éramos monaguillos con Don Damián?’, me preguntó en un tono casi conciliador. ‘Sí, claro’, contesté yo lo más serio que pude, intentando no mostrar lo acojonado que estaba; (me veía otra vez cubierto de moretones y con algún hueso roto.) ‘Así que estás en mi clase, ¿no?’, seguía insistiendo. ‘Sí’, yo sólo utilizaba monosílabos, que no era menester despertar a la fiera. ‘De puta madre, tío’, me dijo a la vez que estiró su brazo derecho para ofrecerme su mano, la cual yo estreché sintiendo al mismo tiempo el natural alivio que ese simple acto suponía para mi integridad física y moral. ¿Por qué? Siempre me he hecho esa pregunta; ¿por qué me ofrecía su inmunidad…? Mi única explicación se remontaba a la pelea de cuatro años atrás. Pienso que, al defenderme sin caer en ningún momento en la autohumillación, me gané su respeto, ya que él estaba acostumbrado, desde preescolar, a intimidar a otros niños, obteniendo como única respuesta llantos y súplicas, ‘placer’ que yo no le había proporcionado.

En la actualidad, no sé, pero tengo un cariño especial por Anastasio. En el Instituto siempre me protegió contra toda violencia tanto verbal como físicamente amenazadora, porque yo seguía siendo un auténtico alelado, sin duda, pero alelado con bula.

Siempre que voy a Cacabelos me tomo un par de vinos con él, le invito a tabaco, e intento hablar con él tratando de reencontrar la coherencia perdida en un oscuro rincón de su cerebro. Hace ya tres años se pasó de tripis y se quedó anclado desde ese instante en su particular mundo. Vive solo, en la puta indigencia; no le queda ya ningún amigo, con lo que se conforma con conversar consigo mismo. Al verme y, sobre todo, al reconocerme, para lo que siempre necesita al menos una media hora, se alegra, cambia la expresión hierática de su rostro… Puede que sólo sea porque le doy algunos cigarrillos, o alguna que otra moneda rubia para que se tome algún vino, pero a mí me gusta pensar que lo hace porque me considera su amigo, el que lo delató hace ya casi doce años cuando él sólo pretendía divertirse, de una forma macabra, eso hay que reconocerlo, pero divertirse a secas…

Ahora estoy aquí, en mi pueblo de nuevo para pasar otras insulsas Navidades. Acabo de tomar unos vinos con Anastasio, el antiguo rey de los hunos de Cacabelos, por esa, entre otras razones, me he acordado de mi primera investigación. También he terminado de resolver, aunque sin aclararlo por completo, mi segundo caso como detective, como investigador privado autogestionado por mi mismo. ¿Que cuáles son mis sensaciones en estos momentos…? No tengo ni puta idea, pero me da igual, todo me da ya igual. Creer o no creer, ese es mi dilema. Sólo puedo decir que en estos días estoy releyendo ‘Midnight’s Children’, la obra maestra del Salman Rushdie. Es una auténtica delicia, sobre todo ahora que he podido recuperar la hoja que yo ni siquiera sabía que estaba perdida por el mundo, como el típico mensaje dentro de una botella, que cantaría ese ex-policía que responde por ‘aguijón’. Tampoco puedo dejar de pensar en el pobre Salman, en como, sin él comerlo ni beberlo, tan solo por dejar volar su imaginación, mezclada convenientemente con una cierta dosis de autobiografía, se encuentra condenado a muerte desde 1989, año en que el imam Jomeini lanzó su terrible ‘fatwa’ (decreto religioso); por culpa de unos fanáticos integristas que sólo se rigen por los dictados del Corán, ahora Salman se esconde por miedo, por el instinto de supervivencia que a todos nos protege… … También recuerdo a mi amigo Javi; aunque la experiencia pueda llegar a conseguir que yo llegue a mirarlo con otros ojos, nunca podré dejar de recordar los momentos vividos a su lado. Al menos conmigo si supo ser un gran amigo…

Ya no soy Starsky, más podría buscar la similitud con el agente Mulder, que la historia de Ingrid, la de Javi, ¿la de los dos conjuntamente? bien podrían pasar a engordar los archivos secretos de los expedientes X que nuestro amigo del FBI investiga semana tras semana en la pantalla amiga.”