XLVIII.
– Sí, ¡Digame?
– Hola. ¿Está Fernando?
– Sí, ¿de parte de quién?
– de Pedro; Pedro el de clase.
– ¡Fernandoooo… ! ¡Al teléfono, que te llama un tal Pedro!
– ¡Ya vooooy…! … … … … … … … … … Sí, dime Pedro.
– Oye, ¿vas a ir hoy a clase?
– Claro, ¿por qué razón no iba a ir?
– Ya… Vaya una pregunta más idiota. Nada, sólo lo decía por si puedes pasar antes por mi casa.
– ¿Para recogerte…?
– No exactamente; es para hablar un poco y, sobre todo… Mira, Fernando, tienes que hacerme un gran favor…
– ¿Qué favor?
– Mejor vienes y te cuento, tío… Esta mañana conseguí en la Dirección General de Tráfico toda la información sobre la matrícula del coche que aparecía en mi sueño… y, efectivamente, era un Fiesta de color rojo.
– ¿Sí? Joder, qué fuerte, ¿no?
– Sí, ya ves… – Suena el pitido en el teléfono de la cabina que indica la apremiante necesidad de insertar alguna moneda más – Oye, que no tengo más suelto, tío… Vienes ahora, ¿no?
– Sí, sí. Ahora mismo salgo para tu casa…
¡Cómo iba Fernando a negarle un favor a Pedro? Evidentemente, de ninguna manera. Fernando es un ser carente de toda malicia; la palabra ‘no’ rara vez sale de su boca cuando se trata de ayudar a alguien; de ahí que casi toda la promoción del ‘94 disfrutase desde el primer curso de sus elaboradísimos apuntes, acto que tampoco le había reportado hasta la fecha ninguna amistad seria dentro de la Facultad, aunque sí reconocimiento generalizado y alguna que otra palmadita en la espalda, como cuando sacas a mear al perro y lo premias porque éste mea y caga todo lo que puede, ahorrándote de esa forma una más que segura labor de limpieza en casa. Así de simple. Tampoco Fernando esperaba nunca nada a cambio: dar por dar sin esperar que te devuelvan el favor; un cristiano perfecto, en definitiva.
Ahora Pedro dormía plácidamente en un hotel de las afueras de Palencia – ciudad a la que la información obtenida en la DGT lo había “enviado” -. Las llaves del 205 de Fernando reposaban en uno de los ceniceros de la mesilla de noche, mientras el otro rebosaba de colillas y ceniza, molesto ambientador que impide respirar en condiciones. Pero eso a Pedro le importaba hoy un carajo. Dentro de una hora y media interrumpirán su sueño, que queda mucho por descubrir aún y no se puede perder el tiempo en los brazos del otrora bienvenido Morfeo.
Al menos Fernando se había tranquilizado un poco después de la llamada de Pedro; llevaba todo el día nervioso, sin saber de él, incluso había llegado a pensar en todo tipo de desgracias en forma de accidente automovilístico. Pero no, sólo tenía que lamentar la pérdida de uno de los pilotos traseros de su coche, a la vez que compartía con su amigo la ansiedad ante la posible inminencia de un desenlace. Nada más colgar el teléfono, Fernando comenzó a sentirse mucho mejor. No se explicaba todavía por qué su amigo le había pedido prestado el coche y se había largado sin dar apenas explicaciones, sólo un simple ‘ya te llamo cuando sepa algo, ¿vale?’, antes de ver como Pedro se alejaba saltándose un semáforo en rojo. ‘¡Dios mío!’, pensó asustado Fernando, dándose cuenta al mismo tiempo de lo que acababa de hacer. ‘Joder, ¿y qué les cuento yo ahora a mis padres…?’. Pues nada, justo lo que hizo después, decirles la verdad y aguantar de labios de sus progenitores todo tipo de improperios referidos a lo gilipollas que era.
Fernando seguía sin entender por qué Pedro tenía que meterse por su cuenta y riesgo a las labores de detective propias de un policía o de un investigador privado, que para eso vivían de ello, pero, desde la distancia, le ofrecía todo su apoyo, todo su aliento, todo lo que, en definitiva, pudiese ofrecerle; aunque, por descontado, sin dejar de actuar como un Pepito Grillo que no deja de bombardear la conciencia del amigo en apuros. Si los dos se aceptaban así, no había porque efectuar ningún cambio. De todos modos, Fernando sabía que por fin comenzaba a mudar esa piel tan pegada a su cuerpo, tan gruesa que no dejaba aflorar su verdadero yo… y ahora Fernando notaba que Pedro empezaba a formar parte de su primera persona de singular.
Suena el teléfono en la habitación número diecisiete del hotel Rey Sancho de Castilla; Pedro descuelga el auricular al tercer tono.
– ¿Sí?
– Buenos días, Don Pedro; son las siete y media de la mañana.
– ¿Ya? Jodeeer… si me acabo de dormir… Pues nada, muchas gracias.
– No hay de qué; estamos a su disposición.
– Vale, vale… Hasta luego.
Y cuelga pensando en lo servil que era el recepcionista, en lo odiosa que resulta esa cínica amabilidad, presunto servicio de atención al cliente. “¿Por qué cojones no puede decirme ‘¡despiértate ya, hostia, que son las siete y media!’? No sé, algo así, que al menos suene natural”, se dice mientras busca con su todavía borrosa vista la toalla para darse una buena ducha antes de desayunar.
Perder de vista el hotel, que se va haciendo cada vez más pequeño en el espejo del retrovisor, produce en Pedro un efecto de alivio; alivio previo al nerviosismo que va notando crecer en sus entrañas a medida que se va acercando al punto de destino: ‘Desguaces López’. Ahora lamenta haber sido tan maleducado con el recepcionista; aunque, bien pensado, eso le da exactamente igual; qué más da haberse comportado inadecuadamente con una persona a la que probablemente nunca más vas a volver a ver…
Como impulsado por la mano inconsciente del pánico, Pedro aparca en el arcén al divisar el taller carroñero, que aprovecha las vísceras de los cadáveres metálicos que se apilan en una explanada frente a lo que parecen ser unas oficinas. Por unos momentos duda, y casi decide dar marcha atrás al coche… y a toda la operación. “Puede que sea mejor no preguntar, no saber…”, piensa antes de dejar sus gafas en la guantera para poder así restregar sus ojos y, de paso, dar un masaje a sus agotadas neuronas. Pero no, no puede ser; un detective debe ser inmune a los sentimientos, no se puede dejar vencer por impulsos pasajeros. Se mira en el espejo retrovisor y se ve fumando, con el cigarrillo colgando del lado izquierdo de sus labios y dando una calada sin sujetarlo siquiera con los dedos; “a fin de cuentas, sí que puedo parecer un detective: fumando, como lo hacen los hombres y con expresión de duro… Philip Marlowe… ¡Eso es, Philip Marlowe!” Arranca de nuevo el coche, mete la primera y sale a la carretera para devorar los apenas doscientos cincuenta metros que le separan de su primera comprobación. Ya no es Pedro, el amigo de Javi, ni tampoco el de Ingrid, tan sólo es el agente Frade en misión secreta, un agente que debe cumplir con su cometido.
Después de preguntar a un mecánico con quién podía hablar sobre un coche de los que allí yacían, entra en una lóbrega y sucia oficina, en la que un orondo señor, con pinta de ser muy feliz dentro de su más que presumible ignorancia, devora literalmente una palmera de chocolate. Pedro se dirige a él, y éste le responde sin dejar de masticar el gran bocado que acaba de asestarle a su pastel.
– Joder, chaval, aquí hay muchos coches.
– Pero a mí sólo me interesa uno en particular: un Ford Fiesta rojo, matrícula de Madrid, 20, 67, B, M.
– Bueno, pues entonces espera a que me coma esto, y te busco en el archivo alguna información; aunque no te prometo nada… no tenemos información sobre todos los coches que hay en el taller.
– Está bien; no tengo prisa.
Mientras espera, Pedro saca un café con leche de la máquina situada a la derecha de la puerta de acceso a la oficina, y regresa, acto seguido, a la oficina, presa ya de la impaciencia. El encargado está colocando sobre la mesa una serie de carpetas azules que ha logrado rescatar de entre el desorden que reina en la estantería contigua a la mesa; ni siquiera se molesta en limpiar las migas de chocolate ya casi impregnadas en el barniz que pinta su mesa, tan sólo abre la primera de las carpetas clasificadoras y comienza a pasar hojas y más hojas.
-¡Hombre, aquí está! Mira chaval, es una copia de atestados e informes de la DGT… … Accidente a la altura del kilómetro 277 de la nacional VI; choque frontal al invadir el carril contrario… Los tres ocupantes fallecieron casi en el acto… ¡Ah, sí; ya me acuerdo…! Fue un accidente muy comentado, muy extraño… ¡Salió hasta en los telediarios…! No sé, invadir así, de repente, el carril contrario, y sin causa justificada…
– A ver, déjeme ver…
Pedro lee atentamente todo el informe mientras el encargado de ‘Desguaces López’ hurga con fuerza entre sus dientes con la ayuda de un palillo, y sin dejar de hacer comentarios que ni siquiera llegan a los oídos del supuesto receptor, concentrado ya en su labor investigadora.
– ¡Joder…! ¡Es imposible, absolutamente imposible!
– ¿El qué, chaval?
– La fecha; aquí dice que el accidente ocurrió hace dos años y medio…
– A ver… No, no, chaval, la fecha está bien; fue por esa época. Ya te he dicho que fue muy comentado…
– Pero el coche… el Ford Fiesta… Yo lo vi en Oviedo hace muy poco tiempo… hace un mes y pico.
– Eso sí que no es posible; si quieres te lo enseño… es puro siniestro total, sólo pudimos aprovechar cuatro piezas de nada.
– No, no. No hace falta. Yo sé lo que vi, y recuerdo perfectamente que ese mismo coche atropelló y mató a mi mejor amigo…
– Bueno, hombre, no hace falta que te pongas así. Puede que te hayas confundido en algún número, o en alguna de las letras…
– No, perdóneme usted… Es que es todo muy extraño… y con esto el lío ya es monumental… ¿Le importa si tomo alguna nota del informe?
– No, hombre, no; apunta todo lo que quieras. Mira, ahí, en ese cajón, tienes papel, y puedes también coger un boli de los de propaganda… Quédatelo si quieres.
Tres nombres quedan apuntados en una hoja que Pedro guarda cuidadosamente en el bolsillo trasero izquierdo de sus vaqueros: Victor Manuel González Ortiz, Antonio José Vázquez González y José Antonio Valero Valle. Los tres habían muerto en el interior del supuesto coche que supuestamente también conducía Ingrid aquel fatídico sábado. Absurdo, totalmente absurdo y carente de toda lógica para una mente que sólo se alimenta de hechos reales, y cuya competencia pragmática desecha, sin reciclar nada, todo lo inexplicable. Decide, después del primer y fallido intento, buscar más pistas, nuevos indicios que le lleven a una solución definitiva… o quizá a un agujero negro, a un callejón sin ningún tipo de salida. Además, uno de los lemas de Pedro es no dejar nunca ningún trabajo a medias. Su – en estos días – detectivesca mente le avisa del error que acaba de cometer.
– Bien pensado, casi que me acerco a ver el coche… puede que eso me aclare algo.
– Por supuesto, chaval, sin ningún problema. Espera aquí que ahora te llamo al Emilio. (Es un poco retrasado… ya me entiendes, pero con esto de la ONCE hay que dar trabajo a esa gente… aparte de todas las ventajas que te da la Seguridad Social; y la verdad es que el chico se porta, ¡vaya si se porta!) ¡¡¡Emiliooo!!!
Emilio aparece raudo en la oficina, y Pedro sigue su estela después de que el encargado haya explicado al tal Emilio lo que tiene que hacer. Tras recorrer unos sesenta metros, llegan a una zona en la que los coches más bien parecen latas de sardinas apisonadas.
– Es éste – dice Emilio señalando con su dedo índice de la mano derecha al Ford Fiesta rojo… o a lo que quedaba de él.
Pedro se lo queda mirando un rato, como analizando cómo puede acceder a su interior. Luego se decide, e introduce su mano derecha por uno de los pocos huecos a través de los cuales eso es posible. Acaricia la guantera, como si le diese miedo romper algo, e intenta abrirla, lo que no le resulta muy complicado ya que el mecanismo de cierre y apertura aún funciona correctamente. Tantea con la punta de sus dedos toda la superficie interior hasta que da con lo que al tacto parece un papel. Con sumo cuidado lo rescata de las entrañas de aquel coche muerto. Atónito, Pedro se queda absolutamente atónito cuando lee el título en una página supuestamente arrancada de un libro: Book One. The Perforated Sheet (Libro Primero. La Sábana Perforada). La página le resulta, como mínimo, familiar. En la esquina inferior derecha está el número de esa página, el nueve… Pedro, sin pestañear siquiera debido a su estado casi catatónico provocado por semejante sorpresa, se fija en un párrafo subrayado: de la línea veintisiete a la treinta y uno, casi al final del papel amarillento, con cierto olor a rancio, compuesto por treinta y dos líneas. Es la primera página de una novela escrita en Inglés… Pedro lee detenidamente ese párrafo marcado, subrayado a lápiz por una mano temblorosa – las rayas distan mucho de la perfección de una línea recta:
‘And there are so many stories to tell, too many, such an excess of intertwined lives events miracles places rumours, so dense a commingling of the improbable and the mundane! I have been a swallower of lives; and to know me, just the one of me, you’ll have to swallow the lot as well.’ (‘¡Y hay tantas historias que contar, tantas, tal exceso de vidas eventos milagros lugares rumores entrelazados, tal densa combinación de lo improbable y lo mundano! Yo he sido un devorador de vidas; y para conocerme a mí, al verdadero yo, tendréis que tragaros todo el conjunto también.’)
“¡Hostias; pero si esto es… es el ‘Midnight’s Children’ de Salman Rushdie… ¿Qué cojones significa todo esto…? ¿Dónde cojones me estoy metiendo…? ¡Me cago hasta en la puta madre que parió a Cristo…!” Pedro guarda esa hoja junto con todas sus notas sobre el informe del accidente, en el mismo bolsillo trasero de su pantalón en el que tres nombres de tres chicos muertos esperan para ser contextualizados; a continuación, vuelve a introducir su mano diestra en el interior de la guantera del ‘coche maldito’… pero allí ya no queda nada más. Decide releer con más detenimiento la parte subrayada de la hoja arrancada de un libro que acaba de hallar imprevisiblemente dentro de la guantera del Ford Fiesta rojo, matrícula de Madrid, número de serie 2067, letras B y M. “… ‘Devorador de vidas’… ¿Devorador de vidas? Joder, ¿la de Javi… una de ellas?… ‘Para conocerme debes tragarte el conjunto, el todo’. ¿Debo seguir, entonces, con todo esto? ¿Sabré algún día qué fue lo que ocurrió en realidad…? Me da la impresión de que yo he escuchado todo esto con anterioridad, pero sólo es una impresión, vaga, como casi todas las mías. No soy capaz de recordar quién pronunció esas palabras, ni en qué contexto… ¿Ingrid, quizá? ¿o tal vez Javi en alguna de nuestras últimas charlas? Mi memoria parece fallar por momentos… justo cuando más necesito de ella…”; el cuchicheo de Pedro se ve interrumpido repentinamente por la voz de Emilio, el ayudante de taller aquejado de cierto grado de idiocia desde su más tierna infancia (por culpa de una hostia de su madre, que no soportaba ni por un instante más los llantos hambrientos de su no deseado hijo).
– Que dice mi jefe que si deseaba usted algo más.
– ¡Eh? No, no. Muchas gracias… … Bueno, espera, sí que quería hacerle a tu jefe una última pregunta.
Pero para tal pregunta no hubo respuesta. Nadie figuraba como dueño o dueña del Fiesta colorado. No existían papeles del seguro del coche. Según el informe de Tráfico, la última cuota del seguro había sido pagada once años antes, pero, sin razones aparentes, se habían extraviado todos los papeles en algún camino intermedio, en algún cruce, en alguna bifurcación… entre el alba de lo desconocido y el crepúsculo de la venganza cumplida.
Ahora tocaba ir a Madrid, a seguirles la pista a los tres accidentados dentro de aquel siniestro coche; no quedaban otras alternativas; tampoco Salman, el viejo Salman, podría ayudar en demasía… los Hijos de la Medianoche tan sólo aportaban confusión y más confusión sobre todo el asunto, que se iba enturbiando y solidificando un poco más después de cada nueva pista – por llamarlas de alguna manera. Pero antes sería necesario echar más gasolina en el 205, aunque, debido a la apremiante necesidad de dinero en efectivo, había que acordarse de llamar a papá para pedirle un buen crédito con cualquier buena excusa: unos libros que necesitaba para un examen, por ejemplo.