… DE LA VIDA… XXIV

XXIV.

Había estudiado, no demasiado, pero sí lo suficiente como para salvar el obstáculo que siempre suponía un examen de Matemáticas de 2º de BUP. Previamente, debería asistir a la clase de Educación Física, que doña Ana era de las que ponían falta, y a Ingrid sólo le quedaba una para completar el cupo que daba paso a la tan temida carta dirigida a los padres.

Llegó al Instituto sobre las nueve y veinte, y se encaminó directamente hacia el vestuario de chicas, donde pudo comprobar que la mayoría de sus compañeras habían optado por no asistir a esa clase, bien por poder dormir un poco más y así estar más despejadas para el examen, bien para apurar en esa última hora y media las últimas dudas sobre derivadas e integrales, que seguro que a más de una le habían surgido.

“Vaya putada, sólo estamos seis. Seguro que ésta se enfada y nos mete un buen tute en el gimnasio”, pensó mientras se ajustaba el pantalón del chandal. Al final, Doña Ana resultó ser más comprensiva de lo que parecía: se pasaron casi toda la clase hablando, con algún que otro chiste de por medio, aunque para cubrir un poco el expediente hicieron algunos estiramientos, así como algún ejercicio de relajación como ayuda para el examen, yéndose diez minutos antes de lo programado para las duchas.

La noche anterior, Ingrid había discutido con Víctor, su novio desde hacía ya casi un año. Estaba un poco harta de la actitud prepotente del tal Víctor, de que siempre que se presentara la ocasión tratara de hacerla de menos delante de los gilipollas de sus amigotes, unas veces metiéndole mano de forma ostentosa, otras dándole cortes cada vez que intentaba dar una opinión sobre cualquier tema, del que “con toda seguridad” los chicos sabrían más, mucho más. Pero Ingrid nunca se dejaba amilanar, nunca se quedaba callada, si no que contestaba descargando toda su agresividad ante lo que ella consideraba como injusto. La evidente consecuencia: el número de discusiones y de situaciones tensas aumentaba día tras día. Ingrid no estaba dispuesta a aguantar más, estaba dispuesta a dejar a Víctor, con el riesgo añadido que suponía el poner en evidencia a uno de los “héroes” del Instituto, que con toda seguridad tendría cola de niñas monas en cuanto se difundiera la noticia. Más de una comenzaría ya a afilar su lápiz de labios para así poder poner unos buenos morritos al más macarra del Instituto.

Se acercaba la hora del dichoso examen, las once en punto de la mañana. Ingrid se estaba duchando, sintiendo el relax que produce el agua caliente a chorro cuando rebota contra la piel. Había tiempo de sobra, no tenía nada que repasar, podía seguir disfrutando allí encerrada por lo menos cinco minutos más. Cinco minutos para el desastre, su desastre particular.

Haciendo suyas las buenas vibraciones que el agua caliente acaba de producirle, Ingrid sale de la ducha canturreando y comienza a secarse de abajo a arriba: primero los pies, el izquierdo, luego el derecho y, cuando alza la vista, ve a Víctor apostado frente a ella, mirándola sin perderse ni un ápice de la desnudez esplendorosa que Ingrid se apresura a tapar con la toalla.

– ¿Qué haces aquí? ¡Sal de aquí ahora mismo!

– ¿Qué pasa, que no puedo ver a mi novia desnuda? Ven aquí, que cada día estás más buena.

– Oye, te lo digo en serio, sal de aquí. No puedes estar aquí. ¡Déjame en paz, cabrón! ¡¡Que grito, eh!!

Ingrid se da cuenta de que está sola. Sus compañeras ya se habían ido hacía un rato. Trata de serenarse, de controlar la situación. Víctor se acerca a ella, le quita la toalla de un tirón y la abraza con fuerza tratando de robarle un beso. Ella se resiste, rechaza los besos, e intenta en vano librarse de él empujándolo, asestándole todos los golpes que su rabia le permite.

– ¡Joder, cabrón! ¡Déjame ya en paz! ¡Lárgate, hijo de puta!

Y le suelta un tortazo en el que imprime toda su ira. Pero Víctor, ante tal desplante, sonríe cínicamente, desabotona sus pantalones, se los baja, y hace luego lo propio con los calzoncillos. La viola. Cuando finaliza entran tres de sus amigos para imitar al pie de la letra lo que antes el otro había hecho, pero tan sólo quedaban ya los despojos de una chica feliz hasta ese momento.

Ingrid no era virgen, había hecho el amor con anterioridad con su ahora violador, con el incitador a la violación, aunque nunca había sentido nada parecido a un orgasmo… y menos en ese instante.

Se fueron, la dejaron allí tirada. Ingrid tardó en reaccionar; se acordó del examen, se levantó parsimoniosamente, sintiendo el profundo dolor que invadía todo su cuerpo, que se había sembrado para siempre en su mente. Se llevó la mano derecha a la vagina, totalmente irritada y llena de semen. Se duchó de nuevo, se vistió, y subió para clase. No habló con nadie, solamente hizo el examen y luego se marchó para su casa.

Encerrada en su habitación, como en un ritual, se desvistió prenda por prenda, muy despacio. Lavó las bragas, empapadas de semen, para luego tirarlas a la basura. De sus entrañas aún salía líquido blanco que se deslizaba sinuoso por el interior de sus muslos en dirección al suelo. Se miró en el espejo y, sin apartar la vista de su inexpresivo rostro, empezó a dar pequeños saltos para vaciarse por completo.

En el silencio de la noche pensó y pensó hasta que su cerebro ya no pudo más. Necesitaba gritar, pero sólo pudo morder con toda la fuerza de sus mandíbulas la esquina de la almohada más cercana a su boca. No contaría nada a nadie, ¿para qué? Seguiría con su vida hasta que llegase su momento de venganza personal e intransferible. Se durmió, no sin antes destrozar a su osito Winnie, su peluche preferido.

… DE LA VIDA… VIII

VIII.

   –  ¡Qué si tienes condones! Pareces gilipollas, colega.

  –  ¡Eh? ¿Qué? ¿Que si tengo condones? Pues no, no tengo. Pero una vez, Jaime Prado llevó uno a clase de Geografía y, además, ¡lo hinchó!… Aunque yo no me atreví ni a tocarlo. ¡Jodeeer!

     Pedro comenzaba a notar como se exteriorizaban los efectos del tequila, combinados sutilmente con los de la raya de coca que acababa de ponerse. Se había sorprendido a sí mismo diciendo un taco, ¡un puto taco!, hablando como cualquier otro chico de su clase. Se puso serio, pero la seriedad duró justo lo que tardó en mirar a Ingrid a los ojos.

      – ¡Ah, pues yo sin condón no follo, tío! Están las cosas como para andar dejando que se la metan a una sin la dichosa gomita, que paso de quedarme preñada, que luego a ver quién cojones me paga el aborto, que son treinta mil pelas. ¡Ya te digo!

      Pedro alucinaba; no podía salir de su asombro. ¿De dónde habría salido aquella chica? En una ocasión se había dado un beso con María José en el cine, a oscuras; un beso furtivo, robado, un beso que ella le pudo sisar aprovechando el momento de distracción que Pedro estaba viviendo gracias a la película de chinos karatecas que llenaba la pantalla. De eso hacía ya casi tres años, y todo lo que Pedro fue capaz de decir en aquellas circunstancias se limitó a un previsible “pero, ¿qué estás haciendo?”.

      Ahora se encontraba inmerso en una gran encrucijada. Había que actuar con suma rapidez y, en especial, con determinante efectividad.

      “Espérame aquí, que voy a conseguir uno”, proclamó firmemente antes de salir a toda prisa del baño. Se sentía como Lancelot en busca del Santo Grial. Los Caballeros de la Mesa Redonda volverían a reunirse. Camelot volvería a ser un lugar feliz. Arturo reinaría, al fin, pero con una corona de látex en su cogote.

      Pensó en su primo Jose: “Ese seguro que tiene condones; siempre anda por ahí con chicas”. Lo buscó con la mirada, recorriendo uno por uno cada grupo de invitados, hasta que lo divisó, ¡cómo no!, en la barra del bar, apoyado sobre la misma en una postura que delataba su patética chulería y, por supuesto, hablando con una chica, intentando ligársela. Pedro se acercó apresuradamente hasta aquella posición, sin molestarse siquiera en devolver los saludos que algunos de sus familiares le enviaban.

       – Oye, Jose, ¿puedes hacerme un favor?

     – Hombre, primo… (Este es mi primo Pedro, el beato – dijo, dirigiéndose a la chica que lo acompañaba.) Claro que sí. ¿De qué se trata?

       – Es…Es q-que no lo puedo decir así… en público – Le contestó Pedro hablándole en un tono muy bajo.

       – Pues dímelo al oído, entonces.

      -¿Tendrás un condón? – Preguntó acercando su boca a la oreja izquierda de su sorprendido primo mayor.

      -¡¿Que?! Repíteme eso.

      – Un preservativo, es que lo necesito urgentemente.

      Jose se separó de la barra del bar alejándose lo suficiente de la chica rubia que estaba a su lado, no sin antes advertirla convenientemente: “Espera un poco, tía, que ahora mismo vengo”. Y fuera del salón donde se celebraba el baile nupcial, entregó a Pedro su particular grial; y no sólo uno, sino dos, y ofreciéndole, sin recargo adicional, una serie de consejos de primo mayor y vividor; consejos que Pedro ni escuchó, aunque no dejase de asentir con la cabeza para no hacerle un feo a su buen primo, a su salvador.

     Regresó al baño, donde Ingrid aún esperaba tarareando inconscientemente «Stand and Deliver», esa canción de Adam and the Ants que Pedro ni siquiera conocía aún.

      – Joder, colega, ya me iba a pirar. ¿Cómo has tardado tanto? Me aburría y me hice este porro. ¿Quieres? ¿Lo has conseguido?

      – Sí – Contestó Pedro, respondiendo a las dos cuestiones planteadas previamente, antes de coger el canuto y pegarle una torpe calada plena de tos sin tragar el humo; ni tan siquiera había fumado un cigarrillo con anterioridad.

      – Pues, cojonudo. Estaba ya pensando en hacerme una paja. Voy super-caliente.

      El acto en sí no duró más de medio minuto. Pedro no se encontraba del todo bien: el alcohol, las drogas… todo ello formaba parte del rito iniciático. Todo, para sentirse luego como un idiota por haberse corrido tan pronto; y más todavía cuando, a continuación, observó como Ingrid se frotaba con avidez el clítoris, lo que le llevó un buen rato antes de finalizar entre gemidos y resoplidos varios.

      Pedro dejó resbalar su espalda por el azulejado de la pared del baño hasta quedar sentado en el suelo. Acopló luego su cabeza entre las piernas, y se echó a llorar.

      – Venga, tío, que no es para tanto… Ya aprenderás… supongo.

      Ingrid ya había finalizado su proceso masturbatorio, y se subía ahora los tejanos negros frente al espejo.

      – Es la primera vez que lo hago – Surgió, de forma entrecortada, de las entrañas del pobre Pedro.

      – No, si no hace falta que lo jures.

      Ingrid abrió la puerta y salió del retrete. Pedro levantó la vista, la vio alejarse, y luego se encontró con la atenta mirada de su tía abuela Juliana, que le enviaba una indefinible sonrisa desde el centro del otro espejo. Con el mareo recorriendo el interior de su cabeza y bajando, sin remisión, hacia su estómago, no le quedó más remedio que incorporarse para hundirse en la taza del inodoro a vomitarlo todo.