VI.
Por la tarde Álvaro se quedó descansando en su habitación, o al menos eso fue lo que contó a su hermano mayor como justificación para no ir a recoger cerezas a la finca. Antonio no pensó nada; ya se lo temía: su hermano siempre había sido un poco holgazán. No como él, que era capaz de hacerse jornadas de hasta dieciocho horas casi sin descanso. Pero lo que en verdad ataba en ese momento al pequeño de los “paparranes” a su morada era su alter ego, su proyección olvidada y, sin él quererlo ni pretenderlo, recuperada espontáneamente del más oscuro rincón de sus alterados recuerdos. Tenía que matarlo. Como fuese. Daba igual el método, tan sólo importaba el resultado final. Dos habitantes en una sola personalidad pueden llegar a ser demasiados. Y en este caso lo eran, ¡vaya si lo eran! Se odiaban a muerte y no lo podían disimular ya más. Álvaro se tumbó sobre la cama, con cuidado de no manchar la colcha de ganchillo que con tanta ilusión su madre había tejido durante casi tres años, tarde sí y tarde también, dispuesto a escapar de una vez por todas del encierro de su propia individualidad. Quería cambiar el decorado de su vida en el pueblo, y aquél ya no pertenecía a ese decorado. No tardó en aparecer el joven. Hoy sí parecía dispuesto a hablar.
– Sigues siendo el mismo mentiroso de siempre.
– Sólo ha sido una mentira piadosa.
– Es increíble, viejo, te has llegado a creer tu propio juego.
– ¡Pues si te parece, mejor le hubiese contado al Antonio que me dedico al cultivo de la coca…! ¡No te jode!
– Sería lo más justo, ser sincero con él después de haberlo abandonado; después de marcharte tan repentinamente de aquí, sin haber tenido siquiera la decencia de habérselo comentado.
– No podía hacerlo. Y tú lo sabes…Tú tampoco habrías querido venir conmigo. Es más, yo creo sinceramente que tú tenías que quedarte aquí. Era tu destino,…nuestro destino.
– ¡Qué bonito! Ahora me dirás eso de “aunque me haya ido de mi tierra una parte de mí se quedó allí…”! ¡¡Vete a tomar por culo!!
– ¡Ya no te necesito…! ¿Lo entiendes? ¡No te necesito para nada! ¡No te he necesitado en estos últimos treinta y cinco años! ¡Me hacías daño,…mucho daño, y ahora quieres seguir con lo mismo! ¡Muérete ya, cabrón! ¡Esfúmate y déjame vivir en paz de una puta vez! ¡No sé por qué tuve que cargar contigo hasta los veintidós años!
Álvaro cerró sus ojos con fuerza. Comenzó a pensar en su madre sentada al lado de la vieja cocina de carbón una fría mañana de invierno. Estaba pelando un pollo dentro de un balde de agua hirviendo y el humo hacía que soltase alguna que otra lágrima, o puede que estuviese escogiendo unos garbanzos o unas lentejas, pero también llorando. Su madre le sonrió. Él estaba en la cuna, de pie, aferrado a los barrotes de madera. Solo. Le transmitió un poco de paz, que Álvaro agradeció. Álvaro también sonrió, y con esa sonrisa mantuvo todavía sus ojos cerrados durante unos segundos más, tratando de conservar en su mente ese daguerrotipo de su madre. Los abrió y él había desaparecido de su presencia. Entonces decidió echar una siesta. La marea estaba ya baja y podía relajarse al penetrante y peculiar olor de su viejo colchón de lana. Respiró muy profundamente, durante un par de minutos, y se durmió en un santiamén. Sobre la mesa de la cocina yacían todos los huesos de las cerezas que media hora antes se habían comido al unísono su hermano Antonio y él. Ya los recogería cuando despertase, que no había ninguna prisa.
Antonio, mientras tanto, cargaba sobre sus espaldas con un cesto a medio llenar de cerezas. Estaba trabajando a gusto, pensando que quizá por la mañana se había mostrado un poco nervioso, pero que ahora podía disfrutar cómodamente dentro de su tan envolvente soledad. Escuchaba como en la finca de al lado una pandilla de niños se atiborraba de cerezas entre las ramas de los árboles. La finca era de su primo Alberto; ¡qué mas daba! Total, con el primo Alberto no se llevaba excesivamente bien. Era un poco engreído para el gusto de Antonio, y para el de casi todo el pueblo, por qué no decirlo. “¡Está el “paparran”! ¡Qué está el “paparran!”, oyó gritar un par de veces a algún rapaz de los de la camada del nieto del “peidán”. “Pero hoy vos jodéis, que vos vais quedar sin probar as miñas”, se consolaba Antonio en voz baja mientras seguía arrancando cerezas, una a una, con cuidado de que no se separase el rabo del fruto para que luego no se estropeasen con excesiva celeridad. A pesar de haberlas tomado como postre una hora antes, alguna que otra iba directa a su boca. Su destreza era tal, que no necesitaba de ninguna de sus manos para ayudarse en esa labor. Mordisqueaba con suma precisión alrededor del hueso, y, en cuanto tragaba el último trocito de pulpa, jugueteaba con el corazón del rojo fruto, se lo pasaba de un lado a otro de su boca y hacía rechinar sus molares superiores contra el hueso hasta que éste quedaba pelado y bien pelado; al final, lo escupía con fuerza, y listo para plantar otro cerezo si se terciaba. Pensaba en su hermano, en que tal vez lo había juzgado con excesiva dureza. La imagen de su hermano en su cinematógrafo cerebral trajo consigo unas irrefrenables ansias de fumarse un Celtas sin boquilla; pero, “¡cagüenlaputa!”, se había dejado el tabaco en casa. Nunca fumaba al trabajar. (Antonio es de los que evitan cualquier distracción, por liviana que ésta sea, que impida trabajar a pleno rendimiento.) Desechó momentáneamente la idea de fumar. Momentáneamente, ya que, haciendo caso omiso de sus perennes principios, decidió buscar desesperadamente algo que fumar. “Joder de Dios. Como cuando era eu un rapaciño y buscaba as pavas que deixaban os mayores p’ol suelo…”, se lamentaba (y consolaba en cierta medida) Antonio el “paparrán”. Bajó del cerezo saltando con firmeza de un escalón al siguiente. Al pisar suelo firme reequilibró con mucho tiento la vieja escalera de madera que llevaba en sus escalones más de cuarenta cosechas de cereza. Volvió a oír las voces de los críos, que llegaban desde la finca del primo Alberto. Quizá no les hubiese llegado aún a esos aprendices de muchachos la edad de echarse un “trujas”, pero era la única oportunidad que le quedaba de recibir un poco de nicotina por vía pulmonar. Se acercó ya inquieto hasta el muro que separaba su finca de la del “inaguantable” de su primo. El muro no era excesivamente alto, tan sólo servía para marcar territorios propios, y Antonio no encontró dificultad alguna para encaramarse al mismo y asomar su cabeza con boina negra al otro lado. En ese otro lado pudo ver como se lo estaban pasando de bien aquellos rapaces: unos comían cerezas, otros ya se habían empachado y reposaban su hartura tumbados al sol, y un último grupo permanecía un poco alejado del resto en actitud casi controladora, como si de los jefes del clan se tratase. Dos de los chiquillos de este grupo parecían estar fumando. Ninguno de ellos sobrepasaría los catorce años. A Antonio, lejos de parecerle mal ese hecho (él echó sus primeras caladas a los ocho años), lo que sí le proporcionó fue una oportunidad para acercarse de alguna manera a aquéllos que le arrasaban la finca cuando él no estaba allí, y, de paso, ¡por qué no!, les pediría también un cigarrillo. Antonio hizo notar su presencia al otro lado del muro con la ayuda de un potente silbido. Se hizo el silencio al otro lado hasta que al nieto del “peidán”, el cabecilla del grupo para lo bueno y para lo malo, se le ocurrió una débil explicación: “No estábamos haciendo nada malo, señor Antonio”; negativa que delataba a todas luces que sí que estaban haciendo algo no del todo “bueno”. Antonio respondió en tono pacificador.
– No, no…Eu sólo viña pidir un cigarro, que acabóseme o miño paquete de Celtas y…
– Ah, bueno. Espere ahí que ahora mismo le alcanzo uno. – Contestó diligente el nieto del “peidán” mientras se acercaba con paso firme hasta la posición del “paparrán”. Los demás continuaron su variada algarabía sin mayor problema. – Aquí tiene. Es rubio, no tenemos Celtas.
– Da igual, por un día podese uno sacrificar, ¿nun e verdá?
– Sí, claro.
– ¿Nun te parece que eres un pouco rapaz pra andar ya fumando? – Preguntó Antonio justo antes de colocarse el pitillo entre los labios y darse fuego con el mechero que el chaval le había dejado.
– ¡Qué va…! Dentro de poco cumpliré los catorce, y mi padre dice que él empezó a los nueve, así que…
– Pero seguro que nun hay güevos a facelo delante de él, ¿o me equivoco?
– No, no se equivoca usted…Oiga, no vaya usted a pensar que venimos a sus cerezas. – Cambio radical de tema que evita de un plumazo más cuestiones sobre sus hábitos fumatorios y que, de paso, trata de justificar lo injustificable. ¡Cómo si el mayor de los “paparranes” no supiese qué acontece y qué no acontece dentro de su finca cuando llegan estas fechas!
– Entós eso quiere dicir que sólo venís a comer as do miño primo el “camorro”. – (mote que Alberto se había ganado a pulso tras unas cuantas broncas con varias de las gentes del pueblo).
– Sí…y no muchas veces, no se crea,…una o dos, puede que tres.
– No, si a mí nun me da mas que vengáis a finca do miño primo; sólo quiero que tengáis más cuidao y que nun me empachéis al pobre Augusto, que e un perro mu viello y delicao, y nun tá ya p’a esas farturas.
Y el “paparrán” se dirige de nuevo a su labor de recogida de cerezas sin esperar siquiera una posible réplica del chaval, que no es que considerase que el bueno de Antonio fuese también tonto, pero sí que no se temía ni por asomo, cuando creía tener más que controlada la situación, una respuesta similar en ese preciso momento.
Antes de situar de nuevo correctamente la escalera – torcida y peligrosa otra vez gracias a un pequeño empujón del Augusto -, Antonio se acercó cariñoso hasta su perro y acarició su cabeza durante unos segundos, tras los cuales, el perro lameteó muy agradecido la mano derecha de su amo. “Vamos, vamos, Augusto; nun hay por qué ponese tiernos”, dijo Antonio en el momento en que se alejaba de la refrescante sombra que protegía al Augusto para adentrarse diligente en las horas que aún le quedaban de trabajo.