CEREZAS – II

II.

El día que Álvaro llegó a la estación de autobuses de Ponferrada, su hermano no se dignó a ir allí a recibirlo. “Empezamos con buen pie”, pensó el menor de los paparranes. Esperó pacientemente, cargado con todos los bultos que componían su extenso equipaje, a que saliese un autobús para su pueblo. Al llegar a Cacabelos se dirigió directamente hacia su casa, pero allí tampoco se encontraba su hermano. Dejó todas sus maletas en casa de los vecinos y se fue al bar del “barajamelnaipe” a tomar unos vinos. A pesar de la cizaña que algunos de los presentes intentaban meter – puyazos del tipo: “…parece que a los paparranes no les fue muy bien al otro lado del charco…”, o “Vaya sorpresa se va a llevar el Antonio, con lo que quiere a su hermanito del alma…” – , Álvaro no llegó ni por un solo momento a perder la paciencia. Estaba feliz. Estaba por fin pisando tierra de su tierra, y nada ni nadie podía siquiera fastidiar su ansia por retener en su memoria todos y cada uno de los instantes de los que iba a disfrutar durante los tres meses siguientes.

Antonio, aunque de sobra sabía que ese mismo día llegaba su hermano de América, se encontraba en la finca ultimando todos los detalles previos a la recogida de la cereza: apilando las cajas de madera, los cestos también; revisando las escaleras de madera para que no hubiese ningún escalón astillado a última hora…Lo de todos los años por estas fechas, en definitiva. “¡Cagüen la crica que parió al niño éste! Un día de éstos voy ir avisar al ‘peidán’…Cada año que pasa vienen más críos a saquearme las cerezas”, gritó Antonio al ver la cantidad de huesos de cereza que poblaban la tierra bajo cada cerezo mientras miraba inquisitoriamente al Augusto; “¡y tú qué! ¿eh? Menuda fiera tás tú feito…más valía tener un espantapájaros.” Agua de borrajas, pura agua de borrajas, ya que al pobre Antonio toda la fuerza se le iba siempre por la boca. En más de una ocasión había pillado infraganti a una auténtica horda de chiquillos que se movían alegremente entre las ramas de sus cerezos, a la vez que se atiborraban de cerezas a manos llenas. Pero no decía ni mu; permanecía escondido, callado, en el cobertizo, esperando pacientemente al crepúsculo, hasta que los niños se dignasen a irse para sus respectivas casas. Alguna que otra vez había brotado una lágrima de sus ojos que le recordaba, con su salada amargura, su mal nacida soledad. ¡Cuánto habría deseado tener un hijo! Pero tan sólo contaba con su hermano pequeño. De repente se acordó de Álvaro, y su conciencia hizo que un mínimo sentimiento de culpa comenzase a rascarle traidor el interior de su estómago. Después de dar unas palmaditas de ánimo en la cabeza del Augusto, se encaminó hacia su casa. “Al fin y al cabo, pode que sólo sea un pouco de fame…”, pensó mientras encendía uno de los cinco Celtas sin boquilla que se fumaba cada día.

Antes de abrir la puerta de su casa, Antonio dudó por unos instantes. No sabía qué decirle a su hermano. ¿Debía darle únicamente un apretón de manos o era mejor un abrazo? ¿Debía ser frío con él o tratar de mostrarse lo más cordial posible…? “¡Qué coño! O que teña que ser, será…”, se dijo en voz muy baja en el preciso instante en que metía la llave por el ojo de la cerradura, una de esas llaves largas y pesadas que abren portones desproporcionados. Su hermano no estaba en casa. “Joder, si él teñe a sua propia chave…Ya, pero igual nun a guardou. Tampoco se habrá imaginao que en tos estes años eu nun he cambiao a cerradura. ¡Bah! Tá todo bien tal y como tá.” Miedo, miedo atroz a cada cambio, a cada nuevo invento que pudiera invadir y estropear su perenne escenario de la vida, su limitado conocimiento de las cosas; limitado, sí, pero rico al mismo tiempo; y rico, porque a través de él podía subsistir sin ningún tipo de problemas. Era lo que sus padres le habían enseñado. Era lo que sus abuelos habían enseñado a sus padres…Era lo real, lo verdadero, lo que le permitía acabar un día y comenzar sin mayor dilación el siguiente. Por eso no había cambiado la cerradura de la puerta de su casa, ni tampoco ninguno de los muebles, ni las cortinas, ni los utensilios de cocina, ni la vieja cocina de carbón – aunque cada verano se repetía a sí mismo que aquel calor era insoportable, que no había quien cocinase, y que en otoño iría a la tienda de electrodomésticos del “asturiano” a comprarse una cocina de gas; pero en otoño regresaban las frías noches, y como Antonio amanecía con todas y cada una de las heladas…pues ya no hacía falta tal cocina moderna, bastaba con abastecerse de la suficiente dosis de carbón como para aguantar otra temporada otoño-invierno. Ni siquiera se podía explicar como la vieja radio del ’33 podía seguir funcionando. Por ella habían pasado desde La Pasionaria hablando desde la Radio Pirenaica hasta el mítico gol de Zarra. “Os de ahora nun valen p’a nah. Escuchas al Herrero, al Del Olmo o al Gabilondo esos, y piensas que calquiera de los de antes lo haría muchísimo mellor.” Nunca se le había pasado por la imaginación comprar un aparato de televisión. Los partidos importantes ya los veía en el Hogar del Pensionista y, total, de las películas y telediarios pasaba, (aunque, de vez en cuando, sí que se disipaba su concentración ante una chica semidesnuda que se paseaba tranquilamente por la pantalla, y, con toda su atención puesta en las curvas de esa chica, se olvidaba de envidar o de pasar a ‘chicas’ ante la desesperación de su compañero, Eleuterio, el antiguo carnicero de la plaza). Por eso ahora su hermano tenía que dar golpes al picaporte de la puerta para que así Antonio pudiese oírlo, si es que se había dignado a regresar “de dónde coños estuviese”.

CEREZAS – I

I.

Junio es el mes de la recolección de la cereza. Pero ese año la cosecha parecía ser temprana para la pandilla de José Manuel el “peidán” y sus amigos: después del colegio se dedicaban a hacer una excursión hasta la finca de Antonio el “paparrán”, donde se ponían morados a cerezas con la siempre bienvenida connivencia de Augusto, el pastor alemán que, se suponía, vigilaba la finca de gañanes roba-frutas, y que tenía lo mismo de pastor alemán que su dueño de poeta, ya que en realidad era un cruce entre un Pastor yugoslavo y una Fila brasileira, dos razas que por separado son de lo más agresivas, pero que al cruzarse daban una especie de perro de carácter apacible y algo bobalicón. Augusto siempre jugaba con todos los niños; no era rencoroso. Día tras día, olvidaba las jugarretas que le hacían sus “amiguitos”, las cuales, en época de cerezas, consistían principalmente en empachar del mencionado fruto al pobre animal hasta que, literalmente, le salían a éste los huesos por las orejas. “¡Cómo coño cagará tanto este perro!”, solía proclamar airado el “paparrán” cada vez que por mayo se acercaba a ver in situ los progresos de sus cerezos y, de paso, también a dar buena cuenta de todos los preparativos previos a la recogida del rojo fruto.

Ese año, la cosecha era de órdago: casi triplicaba la del año anterior, y eso ponía muy contento a Antonio el “paparrán”, hijo y nieto de paparranes, pero no padre de otro u otros paparranes. El destino había querido que enviudase al mes y cinco días de haberse casado; y el destino tampoco había querido juntarlo posteriormente con otra mujer que pudiese haberle dado los tan deseados hijos. Y ahora ya estaba demasiado viejo como para empezar una nueva travesía. Se conformaba con sus labores agrícolas y con su diaria partidita de mus en el Hogar del Pensionista.

A principios de junio de ese año llegaba su hermano de Colombia, tierra a la que había emigrado, según creyeron todos, ante la falta de futuro en el pueblo. Álvaro, también “paparrán”, tenía muchas ganas de volver a ver la tierra que lo había cobijado hasta cumplir los veintidós años, más incluso que a su hermano mayor, con el que no se llevaba demasiado bien; si le escribía no era por más motivo que el de mantener un ancla con sus añoradas raíces. Y ahora iba a venir a su pueblo a pasar casi todo el verano. “¿A qué cojones vendrá éste ahora? ¿Qué coño se le habrá perdido por aquí?”, se preguntó malhumorado Antonio tras leer, con la dificultad de siempre, provocada, a la par, por su incipiente y no cuidada miopía y por su casi iletrado estado, la carta que comunicaba la inminente presencia de su hermano.

Antonio ya se había acostumbrado a vivir solo; la soledad era su mejor compañera y aliada en todos y cada uno de los momentos que regían su imperturbable existencia, y lo que más le jodía ahora era tener que compartir, después de tanto tiempo, una porción de vida con su hermano pequeño en la misma casa, que, para ser exactos, también pertenecía a Álvaro, ya que los dos la habían heredado, como todo lo demás, al cincuenta por ciento. Antonio siempre había pensado que Álvaro no se la merecía, no merecía ser copropietario de esa casa, ni de la finca; “¡menudo hijoputa, si ni siquiera tuvo la decencia de aparecer por aquí cuando murió la madre…!” Su innata desconfianza le hacía temer que su hermano venía para usurpar su puesto, todo lo que era suyo. Nada más lejos de la intención del bueno de Álvaro.

… ENCADENADA

LXI.

– Nunca me has contado por qué te hiciste esos tatuajes, ni qué significan para ti ‘rage’ y ‘revenge’.

– Ira y venganza, significan ira y venganza.

– Joder, que eso ya lo sé, que estudio Inglés. Me refiero a las razones que te han impulsado a tatuarte en el culo esas dos palabras, y ¿por qué en inglés?

– Mira que eres varas, tío. Me has hecho esa misma pregunta en todas y cada una de tus cartas y, como ya sabrás si has leído detenidamente mis misivas, nunca te la he contestado. No quiero, no tengo porque contestar.

– Vale, vale, tía… no hace falta que te pongas así. Sólo es por pura curiosidad… por conocerte un poco mejor… Si alguna vez yo me hago un tatuaje, lo haré porque para mí aquello tendrá un significado especial. Sólo quería saber eso, lo que significan personalmente para ti.

– Me los hicieron el cinco de octubre de 1984 en Benidorm. Estaba allí de vacaciones con mis padres… y me los hice por razones personales, muy personales. Lo del inglés es porque el tatuador era australiano, y tampoco quería que, si alguna vez me los veían mis padres, pudiesen entender su significado. Lo siento, pero no te puedo explicar más… puede que algún día lo entiendas.

– Joder. A veces me da la impresión de que no te acabo de conocer del todo. Siempre estás a la defensiva conmigo.

– Ya ves… Hay tantas historias que contar, tantas, tal exceso de vidas eventos milagros lugares rumores, todos combinados… tal densa condensación de lo que nunca será y de lo mundano…

– ¡La hostia! Vaya un rollo más raro que me estás metiendo, tía. Yo sólo quiero saber quién eres, joder, y tú me sales por peteneras.

– ¿Que quién soy yo, tú quieres saber quién soy yo en realidad…? Pues yo he sido una devoradora de vidas; y para conocerme, para saber quién soy yo, tendrás que tragarte todo el conjunto también.

– No sé ni para qué pregunto…

Y la chica monta en el autocar que la llevará desde Oviedo hasta su destino final. Sabe que ha pasado un buen fin de semana en compañía de su amigo Pedro; también sabe que nunca más lo volverá a ver… porque sabe muy bien cuál es su futuro, y éste estará lejos de la estela de aquel muchacho cariñoso y cabezota que ahora la despide entre grandes aspavientos, entre gestos que parecen de desproporcionado amor. Lo que ella no puede saber es que, aunque aquel chico sí que la quiere, tanta efusividad se debe también al hecho de que por fin podrá estudiar tranquilamente para su examen de Crítica Literaria… aunque al llegar a casa no podrá estudiar, tampoco podrá dormir. “Joder, yo siempre he pensado que esos tatuajes se los habría hecho después de la violación… Es lo lógico. Y ahora va y me dice que se los hizo el cinco de octubre del ’84… Yo alucino. ¿Por qué cojones se habría tatuado esas dos palabras antes de que la violaran…? No tiene sentido… ¡Pues anda que todo ese rollo que me metió al final sobre ‘la devoradora de vidas’ y todo eso…! Mira que es rara esta tía.”

Media vuelta en dirección a casa; no sabe ni por qué, pero sus pasos van acompañados del tarareo inconsciente de una canción de Big Country, Just a Shadow (Tan sólo una Sombra):

It’s just a shadow of the woman you should be
Like a garden in the forest that the world will never see
You have no thought of answers only questions to be filled
And it feels like hell

(Es tan sólo una sombra de la mujer que deberías ser / como un jardín en medio del bosque que el mundo nunca verá / No piensas en respuestas, sólo en preguntas que formular/ Y te sientes como en el infierno.)

… DE LA VIDA LX…

LX.

Escena final: Pedro e Ingrid en una sidrería de Oviedo; es un domingo de resaca, como casi todos; ambos protagonistas discuten en perfecta simbiosis.

– No te cortes, venga, venga, más… sigue. Si quieres pido una libreta en la barra y me apuntas en ella todos tus conocimientos sobre el séptimo arte… y eso de no-sé-qué de “jot”… pero tú, ¿de qué vas? No eres más que un pedante… patético…

– Desisto. Eres imposible, sabes bien cómo joderme… pero es que vas siempre atacando con lo evidente… no hay manera…

– ¡Hala! No te desesperes… Es que me jode un montón que te las des de listo conmigo; eso mejor lo dejas para los impresentables de tus amigotes.

– ¡Nah!… No insistas; paso de seguir con esta discusión.

– Sí, anda… vámonos a casa, que tengo que tomar una pastilla para el dolor de tarro.

– ¿Pero no te ha pasado todavía?

– Pues ya ves, no… y contigo menos, pesao, que no haces más que aumentármelo.

– Si quieres, yo tengo en mi botiquín aspirinas, gelocatil… ¿o prefieres una de las que tú te has traído…? ¿Cómo puedes estar tomando el puto ‘Prozac’ de los cojones?

– … Ya ves, me las recetó mi médico…

– Tú sabrás… No son más que putas anfetas. Crean adicción… lo sabes.

– Joder con el moralista; cómo si tú no tomaras nunca nada… Lo de ayer noche qué eran, ¿pastillas para la tos?

– ¡Anda la hostia…! El que nos tomemos algún ‘equis’ de vez en cuando no significa que seamos unos yonkis, unos adictos. Tú me aconsejaste sobre todo esto cuando te conocí; ¿ lo recuerdas?

– Claro que lo recuerdo, gilipollas. Pero, ¿recuerdas tú cómo eras cuando te conocí?

– Hombre, aún tengo buena memoria. Era un ser tremendamente gris, en un estado de ensimismamiento continuo… un gilipollas, en definitiva, para qué andar con rodeos.

– Tampoco sería para tanto… Tú eres bueno, eres buena persona; en eso sí que no has cambiado.

– Pero sí que ha cambiado mi actitud ante la vida, que es lo más importante… creo yo.

– Sois dos, el Pedro que ya es historia, Pedro uno, y Pedro dos desde los dieciséis hasta ahora… y que dure, ¿no?

– Sí, que dure. Sabes, eso de los dos Pedros me recuerda una historia que me contó hace un año y pico mi tío Carlos. Resulta que, cuando él era un chaval, se le apareció el fantasma de su madre, de mi abuela Dolores, la de la foto de mi habitación… al menos eso dice él.

– ¿Y tú te lo crees?

– Hombre… no, no del todo… No, no me creo ni una palabra. Además mi tío asegura que mantuvieron hasta una conversación y todo. Dice que ella le explicó una teoría sobre la existencia del ser a través del tiempo… No lo puedo recordar con exactitud, aunque sí que me habló sobre un rollo de cuatro fases en el devenir del ser humano: la primera, la vida en la Tierra; la segunda, como espíritu…

– ¡No me digas! – y en ese instante Ingrid se echa a reír a carcajada limpia, sin poder siquiera contener las lágrimas. Desde el hilo musical de la sidrería se puede escuchar a Alison Moyet cantando «I don’t know what’s going on, it scares me, but it won’t be long…» (No sé que está pasando, me da miedo, pero no durará demasiado…)

–  Joder, pues yo no le veo la gracia…

… DE LA VIDA LIX…

LIX.

Hoy, en nuestro buzón, entre publicidad y más publicidad, estaba escondida la hoja parroquial. Por simple curiosidad – y también para reírme un poco -, comencé a leerla. Allí encontré una auténtica joya de la semántica aplicada: ‘Cuando la tentación llama a la puerta, por lo general sale a abrir la imaginación’. Desde luego, no hacen falta muchos comentarios al respecto, pero como sigan utilizando frases lapidarias como ésta pronto habrán terminado de cavarse su propia tumba… o, si no, ¿por qué siempre utilizamos la imaginación ante cualquier situación que se nos plantea en la vida? Lo que nos faltaba, que ahora nos quieran birlar la imaginación esos hijos de puta…

Ingrid casi se ha esfumado por completo de mi imaginación. Tengo que decir, aunque en realidad me cueste creerlo, que casi no la recuerdo… No es por un fallo en mi memoria, que mis recuerdos en general siguen intactos (a pesar de que siempre nos bombardean con el rollo de que la droga mata neuronas… quizá sea que yo tengo una sobresaturación de ellas… de neuronas, me refiero, que no pretendo yo que quede en el aire la ambigüedad). No sé ni cómo coño explicarlo, parece como si algún matasanos hubiese manipulado alguna zona de mi cerebro, como si me hubiesen practicado una lobotomía parcial para borrarme a Ingrid. Casi nunca pienso en ella, sólo cuando alguien la nombra, como hizo Fernando el otro día, o cuando algo la devuelve por unos instantes a mi memoria… No sé, cuando releí ‘Midnight’s Children’, o cada vez que veo esa misma novela en mi estantería, ubicada entre los ‘Versos Satánicos’ y ‘Shame’…

Hace unos tres meses estaba yo viendo la televisión antes de ponerme a preparar un trabajo que debía entregar esa semana – ahora estoy haciendo el primer curso de doctorado en lingüística -. Ponían un documental en ‘La 2’ sobre elefantes africanos (que cómo sé yo distinguir un elefante africano de uno asiático. Muy fácil: si estás en Africa y ves un elefante, entonces éste es africano: y si estás en Asia y ves por allí un elefante cualquiera, entonces ya no hay duda: es asiático) cuando, en una pausa publicitaria, anunciaron para esa misma noche un programa de entrevistas presentado por Angel Casas, ‘Tal Cual’. El propio Ángel Casas anticipó la presencia de una invitada muy especial: Sarah Balabagán. ¡Sorpresa mayúscula! Por supuesto que no me perdí esa entrevista, en la que al fin pude saber quién era la chica cuyo nombre había utilizado Ingrid para firmar su último mensaje. Sarah Balabagán es una criada filipina que estuvo condenada a muerte por haber matado al señor para el que trabajaba; la razón: el susodicho amo y señor había violado repetidas veces a la pobre e indefensa Sarah, una chica, por aquel entonces, de dieciséis años que se encontraba muy lejos de su país, trabajando en los Emiratos Arabes para así poder ayudar económicamente a su familia. Su única declaración en el juicio, cuya sentencia fue la pena capital (castigo más tarde conmutado gracias a la presión internacional sobre los Emiratos Árabes), había sido: ‘Sólo me defendí’. Supongo que Ingrid también se había defendido…”