CEREZAS – VII

VII.

Dos días transcurrieron lentos y sin que los dos hermanos apenas se vieran las caras. El uno enfrascado en “la cereza”, y el otro buscándose a sí mismo a años luz de la extensa realidad que le rodeaba. Antonio pensaba desde siempre que su hermano pequeño estaba un poco trastornado; Álvaro, por el contrario, no era capaz ni de pensar siquiera en estos días en los que se debatía gran parte de su ciclo vital. No cruzaron ni palabra. Antonio ya es de por sí poco hablador, y Álvaro, sencillamente, no tenía ganas de platicar. Antonio desayunaba mientras su hermano todavía dormía; Antonio recogía cerezas en la finca mientras su hermano todavía permanecía encerrado consigo mismo en su habitación. Coincidían a la hora del almuerzo, pero con sus respectivos silencios respetaban inconscientemente la paz de cada una de sus fortalezas; fortalezas, sí, aunque no inexpugnables.

Antonio, mañana despiértame cuando tú, que voy ir a trabajar contigo”, fue la frase que rompió la tregua de silencio que se había prolongado durante casi dos días y medio. “Vale”, fue la escueta y aséptica respuesta que Antonio dio a su hermano pequeño, el que aún se cagaba en los paños higiénicos cuando su hermano mayor ya arrancaba de una rama baja de un árbol su primera cereza.

Veinticuatro horas antes, Álvaro trataba de vencer de la manera más digna su prolongada vigilia. De la más pequeña de sus maletas sacó una bolsa de plástico transparente que contenía unas cuantas hojas de alguna extraña planta, ya resecas; introdujo en ella su mano derecha, separó una del resto y se la metió dentro de su boca colocándola suavemente, con un movimiento ascendente de su lengua, en todo lo alto del paladar. Era una hoja de coca; Álvaro parecía recaer en el mal de las alturas; pero ahora ya no estaba en las montañas de Duitama y no tenía excusa para “darle a la coca”. Temía que él regresase. Estaba realmente nervioso: no sabía a ciencia cierta si lo había matado definitivamente o si, por el contrario, éste aún vivía escondido en algún rincón perdido de la casa, de su corazón, de su memoria…

No, su otro yo no había desaparecido del todo, y allí estaba ahora, otra vez visible y con más ganas de guerra que nunca. Álvaro apretó con fuerza la punta de su lengua contra el cielo de su boca. En esta ocasión no cerró los ojos; había que coger al toro por los cuernos y voltearlo de una puta vez y para los restos.

– Tú la mataste, ¿verdad?

– ¿A quién?

– ¡A quién va a ser! ¡A quién coño va a ser…No te hagas el sorprendido conmigo ahora, que te conozco más que a mi propia persona!

– Te equivocas de pleno. No fui yo. Ella murió de forma accidental.

– Ya. Pero tú sabes cómo sucedió, ¿no?

– Sí, claro. Yo estaba allí. Me gustaba mirarla mientras dormía al lado del patán del Antonio. ¡Ella tenía que haber sido nuestra…! ¡¡Y te largaste sin pelear, como un puto cobarde de mierda!!

– ¡No cambies de tema ahora, joder…! Te vio. Ella te vio y la mataste del susto. ¡Dime la verdad!

– ¡Qué no, hostias!………Bueno, sí que pudo haberme visto…¡pero sólo un instante, una décima…una centésima de segundo! Todavía no se había dormido. Esa noche se la veía inquieta, nerviosa. Jugueteaba en su boca con un hueso de cereza. Lo chupaba y lo chupaba…(una fea costumbre que se le había pegado del Antonio). Sus ojos miraron hacia la posición que yo ocupaba, escondido entre el lado derecho del armario y la pared…Yo sabía que el Antonio no podía verme, pero ella…ella……Se atragantó con aquel puto hueso de cereza. Ni siquiera pudo toser. Se taponaron por completo sus vías respiratorias…Se puso roja, luego morada…Se murió allí mismo. Y el Antonio durmiendo a pierna suelta a su lado sin poder siquiera darse cuenta de lo que le estaba sucediendo…Yo…yo…bueno, ya sabes que yo no podía hacer nada. Yo no existía…¡Yo nunca nací…! Y eso fue todo.

– Joder…eso fue todo. ¡Eso fue todo! ¡Qué gilipillez…! ¡Qué muerte tan gilipollas! Y yo allí, tan lejos, sin saberlo. Pero, pero ¿por qué cojones te diste a ver? ¿Por qué?

– No lo sé. No me di ni cuenta. Te habías ido, me habías dejado solo aquí, y ellos no me podían ver; no la madre y el Antonio, tú lo sabes, pero quizá…quizá ella sí…Ella no era como ellos; estaba hecha de otra pasta…No les pertenecía, y tú lo sabes bien. No lo sé, hermano, te juro que no lo sé…No te pudieron avisar a tiempo, aún no tenían ni tus señas ni tu número de teléfono. Te avisaron cuando lo de madre… Antonio te envió un telegrama urgente…pero tampoco viniste.

– No estaba preparado aún. Pero sufrí su muerte, ¡vaya si la sufrí! Yo quería mucho a madre; más de lo que tú puedas llegar nunca a imaginar……Lo de ella me lo había contado madre en su primera carta. Ya habían pasado casi siete meses…Me jodió, me jodió en el alma, por Antonio, también por mí, pero seguí adelante…yo solo…¡Yo solo! ¡¡¡YO SOLO!!! ¡¡¡¡Me cago en Dios!!!!

Y, por fin, Álvaro pudo hablar solo de verdad entre las paredes de aquélla que había sido, durante sus primeros veintidós años de vida, su morada. Él se había volatilizado, había sido abducido para siempre por sus propios pensamientos. Al fin Álvaro había podido cambiar su decorado. Lo había matado, y pensó que en realidad no había resultado tan complicado, aunque eso es fácil de decir después de treinta y cinco años disfrutando a pleno corazón de la soledad elegida conscientemente, después de siete lustros sintiendo la libertad de su propia carne corriendo veloz por sus venas a cada latido de su corazón.