CEREZAS – VIII

VIII.

(Antonio estaba muy nervioso. La inminencia de su boda tenía más peso en su balanza interna que su propio autocontrol. Doña Asunción, la madre, contó el siguiente secreto de la familia, su secreto, al propio Antonio, que en esos días se mostraba más que desconocido ante sus ojos de madre conocedora del fruto de su sangre:

En su segundo embarazo, Doña Asunción, la del “paparrán”, traía gemelos, pero no sabía por qué extraña razón uno de los dos había nacido muerto, demasiado muerto, como si llevase varios días muerto dentro de su vientre; el otro era Álvaro, lógicamente. La madre, Doña Asunción, contó a su primogénito que ella siempre había sentido vivo a aquél que nació inerte, que notaba como se movían en su interior dos pequeños cuerpos. Los dos lo hacían; se movían, intercambiaban sus posiciones, y, por esa razón, ella sabía que venían dos, (incluso era capaz de distinguir quién de los dos fetos daba alguna que otra patadita. “Ésta de Álvaro o Asunción; esta otra de Anastasio o Ana María.” Doña Asunción quería que los nombres de todos sus hijos empezasen por la primera letra del alfabeto. Era una tradición en su familia, heredada de sus antepasados maternos: Angustias, su madre; Asunción, su abuela; Angustias, su bisabuela; y así hasta la última de sus predecesoras en lo que ella era capaz de recordar ascendiendo con la ayuda de sus neuronas por las ramas de su árbol genealógico. Doña Asunción quería introducir también esa tradición ancestral en los varones. Sin embargo, ella no era “paparrana”; descendiente de “paparranes” lo era su marido, Emilio, el “paparrán”, y sabía que sus hijos o hijas lo serían de por vida. Qué se le iba a hacer; no se podían controlar las intenciones de los habitantes del pueblo. Ellos mandaban, y los apodos prevalecían – y prevalecerán por siempre – sobre los verdaderos nombres). Enterraron al feto del que iba a ser Anastasio el “paparrán” en la tumba familiar; sin ceremonias, sin aspavientos. Iría al limbo de los nonatos y de los que no se habían podido librar, “¡oh, Dios, qué disgusto!”, de la marca del pecado original. Después de oír la historia de su desconocido hermano, Antonio trató de disimular su sorpresa siendo comedido en los gestos, en las respuestas. Un simple “nun sabía nada de eso, madre…Tuviera que ser muy duro pra usted. Eu nun podo recordalo; era demasiao pequeno”, que zanjaba el asunto para siempre. Nunca más volvieron a hablar del tema. No se atreverían a menearlo jamás.

Antonio se casó una semana más tarde con la mujer a la que su hermano Álvaro había pretendido antes que él, aunque sin éxito. Remedios la “morraña” no había elegido al pequeño de los paparranes porque éste le parecía muy voluble, demasiado para su frágil paciencia.)